Reseña comentada del libro Los niños amos, de Adela
Fryd (Buenos Aires: Grama, 2018)
Podemos ver con detalle la subjetivación de Alfonso XIII, pues en algún momento se hizo público su diario. Había sido coronado al
momento de nacer, pero mientras fue menor de edad, en su nombre gobernó la
“reina regente” (su madre). A los 16 años, a comienzos de 1902, año en que va a asumir
el poder efectivo en España,
escribe:
En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de suma trascendencia tal como están las cosas, porque de mí depende si ha de quedar en España la monarquía borbónica o la república; porque yo me encuentro el país quebrantado por nuestras pasadas guerras, que anhela por un alguien que lo saque de esa situación. Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado.
Habla del rey que quiere ser, quiere estar a la altura del lugar que
ya ocupa formalmente. Fantasea un reinado en el que va a trascender, a hacer
historia. Pero ha pasado por un largo entrenamiento durante el
cual ha asumido las normas que le vienen del
Otro. No intenta un dominio yoico que excluya a los demás. Por lo tanto, no se
trata precisamente de un amo.
Entonces, cuando Adela Fryd habla de niños amos, no introduce una categoría, sino que hace un
llamado de atención en relación con un fenómeno actual notable para
todos. La parte propiamente conceptual, la que no percibe cualquiera porque
requiere un andamiaje teórico, vendrá en el análisis del fenómeno que haga la
autora. ¿Cuál es el fenómeno? Menores que: se ponen en paridad frente a los
adultos; no responden a nadie; demandan ser reconocidos por quienes los rodean;
se sienten dueños de una autonomía absoluta, capaces de comandar su elección de
ser; presentan un ‘yo’
sin fracturas aparentes, dominado por
ellos mismos; carecen de síntomas (que son
un mensaje cifrado al Otro); que no plantean interrogantes y que no están
dispuestos a poner en cuestión ni su decir ni su acción. En pocas palabras, el
imperio del yo, una “yocracia”.
Tal fortaleza puede producir admiración; parece una cosecha de lo que
hemos venido sembrando: “ahora sí tenemos niños autónomos”, “es que ahora
vienen con el chip impreso”, “por fin reconocimos los derechos de los niños”,
etc. Pero una cosa es proferir tales estereotipos desde la barrera y otra desde
el ruedo: quienes deben permanecer con estos niños —padres y maestros— se muestran preocupados,
impotentes (pues sus recursos y
autoridad están banalizados) y hastiados; entonces, buscan “expertos” que puedan penetrar el caparazón de esos niños. Ante esto, se preguntarán algunos: “¿Con
qué derecho modificar algo en estos niños?” Recordemos que los anti-psiquiatras
(Laing, Cooper) iban en esa línea: promulgaban la libertad de los locos y
sostenían que era el encierro lo que enloquecía… pero, de puertas para adentro
—según se supo después— hacían lo mismo que los psiquiatras del momento, porque
enfrentaban algo que desconocían y que los angustiaba. Quien hace esa pregunta
cree, o bien que no se debe alterar el “desarrollo natural”, o bien que es
necesario implementar y mantener cierta iniciativa “políticamente correcta”.
Pero no hay desarrollo natural una vez somos tocados por el
lenguaje; ni hay propuestas políticas “correctas” por fuera de
toda discusión. Más bien, la pretensión de “desarrollo natural” niega la
condición humana, 1.- neutraliza la responsabilidad, en tanto lo que lo que
hacemos tendría una causa genética, biológica o cerebral y, en consecuencia, no
se le podría pedir cuentas al sujeto por los efectos de sus actos; y 2.-
prescribe medicamentos para paliar la falta de ser que nos constituye. Y, de
otro lado, algunas iniciativas
políticas también neutralizan la responsabilidad, cuando sostienen
que vuestros actos tienen una causa social y, en consecuencia, tampoco se le
podría pedir cuentas al sujeto por lo que hace, pues la culpa sería del poder;
además, pese a los propósitos progresistas, tales iniciativas se afianzan
en el sentido común más retrógrado, si vemos las terapias que recomiendan.
Los niños-amos
no están tomando una decisión racional. Freud nos explica (El
malestar en la cultura) que el sujeto se rige por la búsqueda de
satisfacción y que la razón aparece como una de las modalidades de satisfacción. Entonces, ¿de qué orden es lo
que quieren estos niños? Hay varias
formas de orientarse hacia el objeto de
satisfacción. Un adicto no se orienta hacia su objeto por un deseo, sino por un
impulso. Así, cuando se intenta “desintoxicarlo”, no se le está coartando su deseo,
sino que se quiere detener un impulso del que, en muchos casos, el propio
sujeto dice querer desembarazarse.
Los
niños-amos ¿están ejerciendo un derecho? Aunque algunas personas elijan sufrir,
podríamos decir que el individuo jalonado por un impulso no constituye un
“sujeto de derecho”. Los niños-amos ¿obtienen una conquista política? Para los que peroran desde el ruedo, sí, pero no
tienen idea del sufrimiento del otro. Entonces, el
niño-amo no opera por racionalización, por derecho o por política. Ejerce una
tiranía: “Tómame como soy, porque yo soy así”. No invita a la
relación, o al amor, en nombre del cual incluso nos proponemos no ser como
somos.
El
reconocimiento del otro —que nos constituye, según Hegel— no nos da una identidad,
algo idéntico que continúa. Si fuéramos idénticos a nosotros mismos, no
necesitaríamos el reconocimiento. Lo que obtenemos es, más bien, una identificación
con otro. La identificación, entonces, nos provee un semblante-de-ser, no de un
ser, tan falible que cae en la identificación siguiente. Basta con leer algo que hemos escrito hace un
tiempo, para sentir que hemos cambiado, no principalmente por propósitos, sino
como efecto de una serie de relaciones. Pero los niños-amos parecen tener un
ser, un carácter inamovible, una identidad. Pero “la procesión va por dentro”…
La
identificación es una de las primeras formas de inclinación hacia el objeto: es
hacia el objeto que no somos: el cuerpo del otro; nuestra insuficiencia
se precipita sobre la imagen, aparentemente completa; y luego, hacia la
orientación que el otro tiene hacia los objetos. Entonces, parafraseando a Lacan
diremos que el anhelo es el anhelo del otro. No es que “dentro” de la
persona se quiera algo que está “afuera”. Como el sujeto está construyendo su
propio cuerpo, se encuentra interesado por los objetos, pero aquellos que están
adosados al otro. Por eso es tan eficaz la moda, y tan sempiterna la envidia.
Pero el yo del niño-amo se presenta como el “yo lo quiero”, “soy yo quien lo quiere”. Parece que el yo que se construyera sólo consigo mismo. No es un yo ligado al anhelo (producto de la relación con el semejante), sino al
impulso, es decir, ligado a la
pulsión. Produce la impresión de que su poder y su fuerza le permitiría llegar
a donde quiera. Un temprano autocomando sin ley. Pero, realmente, ¿quién comanda? Tras esa fuerza parece estar lo que Freud llamaba el Yo ideal, que sería
ese otro yo que está en la imagen del espejo, que
ha logrado una unidad y una totalidad que el ‘yo’ no tiene todavía.
Y eso ¿qué
tiene de malo?, se preguntará alguien. Como en este contexto nada está bien ni
mal, más bien preguntamos: ¿qué tanta mortificación y qué tanto placer le
reporta la satisfacción de su pulsión? Satisfacción no equivale a placer. La
satisfacción de la pulsión muchas veces es dolorosa y dañina; el sujeto lo
puede reconocer, pero no puede dejar de buscarla. Preguntar por la
mortificación del sujeto no enarbola un deber-ser, no legitima valores
sociales. ¡Al contrario!: no pocas veces, satisfacer las demandas sociales es
doloroso. Es una pregunta dirigida al corazón del sujeto. La tiranía de los
niños-amos tiene un envés: se conjuga con
la muerte, esteriliza y detiene el poder de despliegue. Destino inevitable a
quien se mantiene en la satisfacción pulsional y no soporta que, en la relación
con el otro, algo no funcione.
Cuando los
niños-amos no demandan y son indiferentes al discurso del Otro, no acceden a objetos de satisfacción que provienen de la relación con el otro. Los de la mirada, porque el mundo ha sido erigido como resultado de haber construido el cuerpo y
su contexto gracias a la mirada del otro, a la mirada del reflejo en el espejo.
Y los de la voz, porque el hecho de que el semejante nos dirija la palabra
activa otras formas de satisfacción que pasan por la demanda, por la palabra.
Una implicación de esto es quedar ceñidos a su propio pensar, lo que termina en
un pensamiento
repetitivo, limitado, pues la plasticidad y la creatividad del lenguaje no nace en el sujeto no
es espontáneo ni adviene por la visita de la musa, sino que es posible por el
intercambio verbal. Así mismo, si
el amor requiere entrar en la dialéctica de las identificaciones y del
consentimiento, la posición del exceso y la demasía de la presencia no lo
permite. En la autosuficiencia, en el
despliegue de “inteligencia”, de los niños-amo anida la satisfacción pulsional
que se logró en algún momento… pero podría ser otra menos mortificante.
Con la palabra, cae la necesidad; lo que sería necesario, ahora se
hace pasar por la demanda. Ésta no pide lo que se necesita, sino que hace lazo,
a partir de un objeto. La demanda se hace, y se consiente, por amor; por amor
el niño entrega sus heces, pues es un objeto solicitado por el otro; y,
finalmente, es por amor que un impulso se puede convertir en un deseo, es decir, una relación con el objeto de satisfacción que
requiere pasar por el otro. Los niños-amos perpetúan su modalidad de goce porque no admiten pasar por la demanda del Otro —“yo
soy quien lo dice”—, justamente el punto donde
podría tener lugar el deseo: detrás de la demanda del otro hay un deseo: ¿por
qué me pide eso?, ¿qué desea? Estas preguntas son cruciales, pues ponen del
lado del otro una falta. Más allá de lo que desee, lo desea porque algo le
falta. Las anteriores preguntas traen consigo otras: ¿qué falta le hago al Otro? y ¿en qué el Otro me hace
falta? Entonces, el niño puede encontrar refugio
en esa falta del otro. Así, si no hay enlace con el deseo del Otro, es imposible encontrar un lugar en él, y se fabrica una trampa difícil de desarmar. Queda solo, aunque
afirme que quiere estarlo.
Para tener la posibilidad del deseo, y no solamente el puro goce de la
pulsión, es inevitable hacer una separación, permitir que opere un límite. De manera que ser un poco incauto permite tener acceso al vínculo, al amor, al
acervo cultural. En cambio, para el no-incauto (obsesionado en denunciar el
poder), todo es farsa, manipulación. Sólo el niño-amo lleva a sus máximas
consecuencias esta posición: no quiere saber del Otro, todo lo relacionado con
su propia vida lo pone él mismo. Con todo, la
crítica le ha hecho mella al Otro. En una época pensábamos que sobre aquello
que no podemos decir algo, era mejor callar (Wittgenstein). Pero luego no quedó
ni un solo espacio que no pudiera ser objeto de la demolición, incluso los
lugares que dan soporte a la vida de muchos: hacer mofa del Profeta (Charlie
Hebdo). Así, los niños-amos ¿serían el
paradigma de los desengañados de los semblantes del Otro? Si nos deslumbramos en presencia de un niño-amo —¡qué
inteligente!, ¡qué autónomo!— es porque nos satisface presenciar la caída del
Otro: “no es necesario el padre”, “no es necesario el maestro”, “no es
necesaria la ley”. De lo que el niño-amo sería un ejemplo: se ha “hecho a sí
mismo” sin la intervención de esos agentes del poder.
Estos “progresistas moralizantes”[1]— no se enteran, ni del sufrimiento con el que cargan
estos niños, ni de lo que significaría, en realidad, la abolición del límite…
(que ellos sí aplican —¿inocentemente?— cuando fruncen el ceño al que intenta
hacerles trampa en un juego).
Y, claro, el discurso familiar está hoy atravesado por
diferentes imperativos: derechos del niño, inclusión, dar la palabra, no
frustrar, no exigir, aceptar las exigencias del niño… es decir, reconocer y enaltecer sus modalidades de goce y, en ningún caso, crear las condiciones de posibilidad para el deseo
(límite, trabajo). Entonces, emerge
la falta de autoridad, de reglas, de normas y la ausencia de empatía con la
expectativa del Otro. Y, después de
crear este Frankenstein, se le pide, no obstante, ¡que tenga un el comportamiento social que nos parezca
aceptable en cierto contexto!
Los niños-amos están concentrados en lo que creen que es su propia
“voluntad”, es decir, en la persistencia de la satisfacción pulsional. Por eso,
cuando el Otro intenta exponerlos a su deseo, responden con rabia, agitación,
protesta. Su posición habla de la forma en que se han ubicado dentro de la
estructura, que, en consecuencia, es interpelable, dialectizable, aunque con mucha
dificultad en casos como éstos. Son niños cuyo auto empoderamiento no logra ser
una solución para ellos ni ahora ni después. Un intento de dominio
‘pretencioso’: pretender ser más de lo que es y encontrar allí su límite y
frustración. Terminan esclavos de ese goce tonto, embrutecido. Un exceso que
los sobrepasa y que —casi como las adicciones— los deja encerrados, sin
creatividad, ocurrencia o gracia.
Tras ese “yo hago lo que quiero”, “yo hago lo que me pulsiona”, hay
una extremada agitación corporal. Pretenden mostrar que son quienes creen ser,
que su convicción no tiene que subordinarse a nadie. Su inversión de energía no
es un cálculo para llegar a ocupar un lugar determinado y trascender, sino sólo
imponer su decir, su capricho… con mucha su frustración, si esto no se cumple.
Son reivindicadores incansables de sí mismos, no pueden parar de hacer lo
posible por ocupar un lugar en el entorno, por ser reconocidos como amos.
Son adalides del imperio del yo, algo paradigmático de esta época
donde el narcisismo, el individualismo y el afán de poder ocupan el sentido de
la existencia. Pero, si bien el contexto y la familia ponen unos elementos, el
sujeto decide. De hecho, al lado de los niños-amos, hay niños que, de entrada,
se abren con simpatía, asombro, hasta avidez, al lazo social. Se lo ve en su
mirada, en su sonrisa, en su búsqueda.
Algo faltó en la captura por el lenguaje y por eso aparece el capricho
de imponer sus normas. Sin saberse víctimas de su mirada quedan encerrados en
el “soy único, soy yo, soy…”. No es el narcisismo freudiano que permite un
nuevo acto psíquico, sino el que clausura toda relación con el Otro.
Los niños amos están lejos del “Yo [je] es otro” de Rimbaud, que se
deja atravesar por lo Otro. Es decir, el ser buscado asoma en lo externo al yo,
allí donde el yo no gobierna. Están más cercanos al mito de Narciso: un ser
Uno, fascinante, que no puede unirse al Otro. Él es él y él es el otro. Yo (moi) soy como el otro
materializa el registro imaginario.
En lo imaginario no hay pregunta sino identificación. Se obtiene un
semblante de ser mediante la identificación especular. Con todo, este registro
es persecutorio, porque el semejante es, al mismo tiempo, un rival, según nos
enseñó Hegel. No se anula el mundo exterior, sino que goza tratando mal,
haciéndose maltratar, repitiendo. Mueve el entorno, pero él no se modifica. Su
lazo social es perturbar el lugar del Otro. Quedan encerrados en un círculo agresivo, sin salida. También Narciso
concluye en una trampa donde no tiene cabida la modificación. Es castigado por
la justicia distributiva, la reposición del equilibrio entre los hombres
(Némesis).
La dignidad del capricho es que el sujeto asuma como propia la
voluntad que lo mueve: “Quiero aquello que me pulsiona” (“quiero drogarme”)…
Estos niños monologan y solo escuchan al otro si dice lo que ellos saben. El
Otro, al no ser escuchado sino como otro (como semejante), al no incidir, al no
perturbar, no genera ninguna herida narcisista. Esa satisfacción pulsional no
pasa por el Otro. No hay una articulación con el deseo, no se da la posibilidad
de la pregunta sobre el deseo del Otro. Entonces, ¿cómo incidir en esto, cómo
provocar esa falta que no está, cómo tramitar la presencia de lo pulsional del
niño?
Como no hay encuentro con el Otro, el niño queda solo, a oscuras,
angustiado. El narcisismo en Freud era un acto psíquico producto de la herida
introducida por la palabra, que altera lo que el sujeto era hasta ese momento:
pura satisfacción y autoerotismo. El sujeto pierde algo y esto marca lo que va
a tratar de reencontrar, pero ya pasando por el otro. En cambio, los niños-amos
fundan la soledad como compañera-testigo del único goce que incorporan. Es como
una tentativa autística. Su soledad es soledad de goce. Goce vs. unión social.
Ignora que existe una apropiación para evitar la mirada, la envidia,
la fascinación. La autocontemplación sujetada a la fascinación erótica, que
Narciso adopta respecto de sí mismo, es la fascinación suicida. Afectivamente,
muere. El mito de Narciso muestra que cuando el autoerotismo fascinante prima
de esta manera, hay algo mortífero gozante que no deja ver nada alrededor. Si
los niños-amos no son conmovidos a tiempo, les espera un destino empobrecedor y
riesgoso (les impactan actos que llegan al horror y al espanto).
El Otro del niño amo no presenta faltas, no se sabe qué lo divide,
será difícil extraer un significante que falte, que pueda provocar una herida.
En algún momento se produjo una relación con el discurso del Otro, pero algo
quedó opacado en esa experiencia; desde muy temprano aparecen como si fueran
los que eligen, sin pasar por el Otro.
[1]
Como los llamó Miguel Ángel Giusti
Hundskopf (Pontifica Universidad Católica del Perú) durante la Cátedra doctoral
de la UPN, en marzo 12 de 2024.
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