martes, 28 de marzo de 2017

Maestro y contexto



La escuela no puede suplir las fallas de la sociedad, dice Basil Bernstein. Por alguna razón, la escuela pertenece al Ministerio de Educación, no al Ministerio de Gobierno; a la Secretaría de Educación Distrital, no a la Secretaría de Integración Social. Ahora bien, las cosas se mezclan, de un lado porque la especificidad de nuestro trabajo es múltiple (asuntos diversos que, entre otras, no necesariamente son solidarios entre sí); y, de otro lado, porque al hacer dejación de nuestras funciones (maestros que dejaron de enseñar para pasar a dar clases de “valores”), el jefe intenta llenar ese hueco con otras funciones a las cuales sí hacemos más eco: hoy nos quejamos de todo lo que nos asignan, pero nuestro discurso está cada vez más del lado de la asistencia.

La formación es concomitante con la condición humana. Sin formación, no hay humano. Como dice Immanuel Kant, El hombre es la única criatura que ha de ser educada. Ahora bien, esa función estructural forzosamente aterriza en una sociedad específica. De manera que un aparato social (la escuela) en el que se puede realizar esa función tiene, al lado del componente estructural, un fuerte contenido social.

En ese sentido, los maestros cumplimos una doble función: somos formadores —lo cual no tiene sitio ni época—, pero lo somos en unas condiciones específicas, las cuales sí están situadas temporal y espacialmente.

Ahora bien, es posible que pensemos estar haciendo una labor para la época, cuando en realidad la estamos haciendo para el sujeto; o viceversa: que pensemos estarla haciendo para el sujeto, cuando en realidad la estamos haciendo para la época. Con todo, esta diferencia no está en los propósitos, sino en los efectos. De buenos propósitos está empedrado el camino al infierno. (Así, lo que aquí digo al respecto no tiene, no puede tener, el sentido de un deber-ser, de unos consejos, de unos buenos propósitos.)

En tanto sumido en condiciones históricas dadas, el estudiante puede estar en cualquier punto de la escala social: desde la pobreza extrema hasta la riqueza extrema. Pero una vez aceptada la responsabilidad de ser maestros, esas diferencias de los estudiantes NO son determinantes de nuestra labor. Así como el médico tiene ante sí pacientes, sin importar su estrato social, así mismo el maestro tiene ante sí estudiantes, más allá de su condición social. Por supuesto que algunos de los males que aquejan al paciente pobre tienen sus causas en la pobreza, pero no es ésta la que determina la acción médica; más bien, la situación social condiciona la acción en los casos concretos (insisto: la condiciona, pero no la determina). De igual forma, muchos de los asuntos que debemos afrontar como maestros no son iguales si los alumnos pertenecen a familias desplazadas o a familias que tienen mejores condiciones económicas; pero, como en el caso de la medicina, no son tales condiciones las que determinan la acción educativa, sino que ellas más bien condicionan la acción en los casos concretos.



Se es primero médico y, después, se atienden los casos concretos (a un estudiante de medicina no le sueltan su primer paciente sin un buen recorrido formativo y sin supervisión). Se es primero maestro y, sólo después, maestro de los casos específicos. Lo contrario, tiene muchas posibilidades de fracasar: uno puede tener la mejor voluntad de ayudar a alguien que está enfermo pero, si no sabe medicina, el buen propósito puede incluso incrementar el mal para el enfermo. El médico, que tiene un horizonte “general” de curación (más allá de asuntos sociales), puede trabajar hoy en situación de enfrentamiento bélico, mañana en un hospital con las mejores condiciones de la época. ¡Y es el mismo médico! Si —por su asunto personal— decide meterse a “Médicos sin fronteras” lo puede hacer porque ES médico, no principalmente porque quiera sacar de la insalubridad a los pobres de África. Y porque tiene sensibilidad social, siendo médico, hace una labor que contribuye a mejorar el estatus de la humanidad. El médico no hace dejación de su saber porque haya pueblos enteros muriendo por la falta de las condiciones de salubridad más elementales. Si quiere luchar contra eso que lo avergüenza como ser humano, sólo puede hacerlo con su mejor herramienta: su saber médico. Y si puede más su indignación, puede renunciar a ser médico y pasar a realizar una labor política. Ahora bien, esa otra dimensión posible de su vida, de todas maneras le exige saber: la peor política es la que se hace espontáneamente. Incluso habrá médicos que además de usar su saber para atacar esas condiciones de desigualdad, asumen ADEMÁS una actividad política; en ese caso, tienen doble compromiso con el saber: el de su disciplina —la medicina— y el de la política que ahora deberá estudiar.

Así mismo opera en relación con la función docente. Podemos tener la mejor voluntad de formar a alguien pero, si no somos maestros (es decir, si no tenemos una relación con el saber), aplicar nuestro buen propósito puede incluso ir en sentido contrario a la formación (pero no pensemos que una alabanza o un castigo tienen un sentido per se: no podemos juzgar la educación a partir de un fotograma de la película; lo que está ocurriendo en esa foto sólo cobra sentido en el marco de la acción global. Así, una acción “buena” puede revelarse como contraproducente al entender el conjunto; y viceversa: una acción aparentemente “mala” (como un castigo) puede revelarse como necesaria, una vez entendamos el conjunto. El hecho de que la educación sea un encuentro humano hace que no podamos tener “diccionarios de juicios” para todos los casos, sin tener en cuenta el conjunto al que pertenecen.

El maestro, que tiene un horizonte “general” de formación, puede trabajar hoy con niños desplazados, mañana en un colegio privado con las mejores condiciones que nos permite la época. ¡Y es el mismo maestro!, y puede estar en contextos tan distintos, porque es maestro. Si —por su asunto personal— decide irse a “Maestros descalzos” (jugando con la expresión de Manfred Max Neef) lo puede hacer porque ES maestro, no sólo porque quiera sacar a los pobres de la pobreza. Y porque tiene sensibilidad social siendo maestro, hace una labor que contribuye a cambiar el estatus de la humanidad (pero, si no sabe cuál es su aporte a la formación, entonces trata de buscarlo en otro sitio... donde sí alumbra el poste, pero donde nada se ha perdido). ¿Por qué tenemos hoy la idea de que el maestro debe hacer dejación de su saber, dado el hecho de que hay gente pobre, de que hay injusticia, de que hay pueblos sin las mínimas condiciones culturales y económicas? Si el maestro, en tanto tal, quiere luchar contra eso que lo avergüenza como ser humano, sólo puede hacerlo con su mejor herramienta: su saber de maestro. Y si puede más su indignación y renuncia a ser maestro para pasar a realizar una labor política (como hemos dicho, esa es otra dimensión posible de la vida de cualquier sujeto), ¿no estaría obligado a estudiar para desempeñar bien ese nuevo oficio? Incluso habrá maestros que, además de usar su saber para atacar esas condiciones de desigualdad desde su lugar como maestro, asumen ADEMÁS una actividad política. Y si su indignación es sincera, tienen doble trabajo, porque hacer una política mediocre para rechazar lo negativo de las condiciones sociales existentes... ¡contribuye a reproducir lo negativo de las condiciones sociales existentes!

Esa condición general de maestro (que nos permite estar hoy en una escuela situada en un barrio marginal, pero que no nos impide ser mañana profesor de un colegio de élite) está dada por una relación con el saber. El maestro es alguien que, por saber algo, lo encarna delante de otros. Además, es alguien que quiere que ese saber sea retomado por otros, en tanto experimenta en carne propia que el saber es algo en relación con lo cual se puede conducir la vida (no digo exclusivamente, pero sí puede ser lo principal en el caso de un maestro). Las ganas de que otros tomen la posta del saber lo hace estudiar —además del saber que quiere volver asunto de transacción con otros— otro saber: el relativo a la transacción misma (por eso, los maestros estudiamos cosas —psicología del aprendizaje, por ejemplo— que nunca les vamos a decir a los estudiantes sino que nos sirven para configurar la acción pedagógica misma).

Este ámbito nos pone, irremediablemente ante la contingencia del vínculo. Contingencia, porque no sabemos quién va a venir a sentarse frente a nosotros, qué historia tenga, cómo se mueven sus apetencias, qué condiciones familiares tiene, en qué condiciones sociales lleva a cabo la interacción, etc. Esta contingencia es la que causa nuestras preguntas. Pero una cosa es preguntarse por la contingencia y otra por la necesidad. Si se trata de contingencia, quiere decir que el maestro entiende que el sujeto, en medio de las condiciones materiales, elige. Se trata de necesidad cuando el maestro cree —por haber escuchado un sesgo determinista en la jerga del discurso actual que dice basarse en la ciencia— que unas condiciones sociales determinan el comportamiento de los estudiantes. Por ejemplo, que un niño agredido va a ser un adulto agresor y cosas por el estilo.

Proferir enunciados relativos al saber, independientemente de quién sea nuestro público (como si estuviéramos hablando delante de unos pares), es la labor de un conferencista, no de un maestro. Los maestros hacemos enunciados, sí, pero ante otros que tenemos a cargo. A diferencia del conferencista, para nosotros no es indiferente que los escuchas no entiendan, que no presten atención o que hagan indisciplina, etc. Pero asuntos como éstos (comprensión, atención, disciplina) no nos ocupan por sí mismos, sino en relación con el saber. De tal forma, si nos ocupamos de la atención por la atención misma, la escuela se nos vuelve un activismo repleto de imágenes y caracterizado por una intención de divertir (lo podemos pasar bien, pero así no estamos formando). En cambio, si nos ocupamos de la atención, en relación con el saber, vienen otras inquietudes —y otras fuentes dónde buscar respuestas, y otras relaciones para intentar hacer algo decoroso— que bien podríamos llamar “pedagogía”, “didácticas”. Así mismo, si nos ocupamos de la disciplina por sí misma, nos volvemos autoritarios, “prefectos de disciplina”, militares, incrementaremos las sanciones, nos preocuparemos por la explicitación de las normas... incluso, pondremos cámaras en la escuela. En cambio, si nos ocupamos de la disciplina, en relación con el saber, nos preguntamos cuáles son las condiciones de posibilidad para el saber, cuando se trata de estos niños —que están en una etapa determinada de la vida— en estas condiciones sociales específicas. Es el caso en el que la disciplina se produce como efecto de hacer las cosas —en relación con el saber— de determinada manera, y no como el producto soñado de la sanción y el castigo. Antaño se decía que el respeto se ganaba.

Si logramos que unos estudiantes mal alimentados reciban un refrigerio, de todas maneras un niño muere de hambre cada 15 segundos[1]. En la media hora de recreo en que reciben unos están recibiendo el refrigerio (suministrpo codiciado por los corruptos), mueren 120 niños de hambre. De manera que, en términos sociales, no estamos haciendo mucho. Así mismo, mientras nos escandalizamos —mediáticamente— por el abuso y asesinato cometido por Rafael Uribe Noguera a una niña de 7 años, cada hora dos niños son víctimas de abuso sexual en Colombia[2].

¿Quiere decir que el profesor no hace nada cuando visita la casa de un estudiante y se preocupa por él y por la familia? No. Quiere decir que la labor del maestro es situada, y que eso podría extraviar la labor del maestro o, por el contrario, realizarla. Así como el médico cura, el maestro forma. Pero no forma en cualquier sentido. Forma con el saber como horizonte (no quiere decir esto que hable todo el tiempo de saber, pero que sí que el saber está en el horizonte de su acción). Si el saber nos empieza a lucir como algo desdeñable, dadas las terribles condiciones en que hacemos nuestra labor, hemos cogido otro rumbo que no es el de maestro. Y eso le está pasando a la escuela... y, no obstante, sigue muriendo un niño de hambre cada 15 segundos, pese a nuestro discurso de dar la palabra, de incluir, de democratizar; y se sigue abusando sexualmente de dos niños cada hora, pese a nuestro discurso de tolerancia y respeto por el otro.

El maestro apunta al corazón de cada uno, sin dirigirse a cada uno. ¡Ese es el arte del maestro![3]. De un lado, eso lo logra diciendo cosas... pero no puede decir cualquier cosa, pues su lugar es muy importante y puede ser tomado al pie de la letra. Y, de otro lado, eso no le impide saber escuchar, incluso suscitar, en algunos casos, que el niño le hable; pero es ahí donde el asunto nos puede coger mal parados y, entonces, nos preguntamos: ¿qué hago con lo que me cuentan?




[1]       http://www.bbc.com/mundo/noticias/2013/06/130618_salud_mortalidad_infantil_estadistica_gtg
[2]       http://www.noticiasrcn.com/nacional-pais/cada-hora-dos-ninos-son-victimas-abuso-sexual-colombia
[3]       Entonces, cuando el maestro siente la necesidad de dirigirse a cada uno, posiblemente sienta la impotencia de que el discurso dirigido a todos toque el corazón de cada uno.