El diccionario de la Real Academia de la Lengua (RAE) tiene siete acepciones de la palabra “inteligencia” que analizaremos a continuación (no las introducimos en el orden de aparición).
“Capacidad de resolver problemas”
Esta
acepción es general, puede incluir a seres humanos y a animales (dotados de un
sistema nervioso central desarrollado). No en vano, el sentido común reza que
“los animales también son inteligentes”. Ambos, efectivamente, resuelven
problemas.
Ahora
bien, los animales afrontan los problemas con ayuda de ese “saber no sabido”
que es el instinto, y que les provee de las opciones que tienen para responder
ante la contingencia del mundo. Ahora bien, no todas las posibilidades están a disposición
para todas las especies; hay muchas opciones, pero las que les están dadas a
cada especie son limitadas: para protegerse, no todos los animales se hacen los
muertos, no todos segregan un fuerte olor desde sus glándulas olfativas. De
otro lado, cuando un animal busca alimento, es el instinto el que define si tiene
delante algo comestible o no, decisión que difiere de una especie a otra: con
lo que come un gallinazo, se envenenaría una gallina.
En
el caso del ser humano, éste no emplea los mismos mecanismos que el animal ante
los mismos problemas; la decisión de si se va a comer algo no se toma a partir
de cero y sin consideración del lazo social (postura que Marx denominaba
“robinsonadas”); la decisión se toma con base en una memoria cultural, es decir
que su soporte no es el cuerpo —sede de la información genética—, sino el
lenguaje, que —a contracorriente— deja sus huellas en el cuerpo.
Los
problemas de los animales podrían reducirse a la idea de adaptarse al medio.
En cambio, los seres humanos no nacen en el “medio ambiente” sino en la
cultura; y, además, no se adaptan, sino que —al decir de Ortega y Gasset— crean
un ámbito propio, transformando el medio. Algo que sólo se puede hacer gracias
al lenguaje.
Si
bien es cierto que animales y seres humanos, una vez puestos en el mundo,
enfrentan la contingencia y, en consecuencia, se ven abocados a “resolver
problemas”, esa característica deja de ser común cuando especificamos los
problemas: los que enfrentan unos y otros no son comparables. Por ejemplo, estar
en presencia de un depredador es un problema, pero la decisión de meterse
dentro de la caparazón o de regar una tinta propia en el medio acuático no es
una habilidad que le podamos atribuir en exclusiva al ejemplar en peligro, porque
cualquier congénere que esté ante la misma situación tendrá las mismas opciones
(en plural, pero en muchos casos, sólo hay una opción, escenario que hace bastante
predecible la respuesta de cualquier miembro de la especie). En cambio, frente
a un tigre hambriento que aparece de pronto, el ser humano puede morir de un
ataque al corazón, recurrir a la plegaria, a la huida, al ataque, al uso de herramientas,
a la solicitud de ayuda, etc. De esta manera, no podemos esperar a que todos
los ejemplares de la especie hagan lo mismo. Cada uno hará algo impredecible. Ahí
sí que se trata de algo achacable al individuo, no a la especie… al individuo
que ha tomado de su cultura elementos para esa decisión. Los recursos
utilizados están en el individuo, pero no como una respuesta de un cuerpo
preformado. Los recursos del humano son culturales.
Y podemos
agregar complejidad a lo que acabamos de decir: la mayoría de los problemas que
enfrentan los seres humanos, ¡es causada por las relaciones sociales!, es decir,
no por la contingencia del medio, sino justamente por aquellas condiciones que
nos han otorgado el estatuto de seres humanos. No enfrentamos los mismos
problemas que los animales. Ellos se protegen y buscan el alimento. Nosotros,
en cambio, creamos especies, somos depredadores por excelencia de muchas de
ellas, al punto de ponerlas en peligro de extinción, y ninguna ejerce sobre
nosotros esa función… no porque ciertos animales no puedan o no quieran, en
caso de darse la oportunidad (los tiburones matan, en promedio, a cinco
personas por año), sino porque nosotros tenemos armas, trampas, jaulas, amaestramiento,
etc. Y la relación de los seres humanos con el alimento siempre está mediada
por la relación social: comemos signos.
Cuando
se dice que la ‘inteligencia’ es Habilidad, destreza y experiencia, también
insinúa un conjunto formado por animales y seres humanos. No obstante, las
habilidades de los animales no son el producto de la educación; aunque aprenden,
poco tiene que ver en ellas la enseñanza. Mientras que las habilidades de los
humanos provienen de la inserción de los individuos en las formaciones sociales
que presentan opciones de prácticas en las que se puede obtener habilidad. No
son habilidades para evitar que seamos depredados, o para conseguir el
alimento. Se puede ser hábil para correr, nadar, fabular, rajar leña, enhebrar
el hilo en la aguja, cocinar, acertar con la flecha en la diana, etc. Un animal,
en cambio, tiene similares habilidades que sus congéneres; y por supuesto que
estos seres extraños llamados humanos les pueden enseñar ciertas habilidades
pero no para que el animal resuelva sus problemas —como dice la acepción— sino
para que entretenga a los hombres. Y así como estamos hablando de la ‘habilidad’
podemos hablar de los otros términos de la acepción: la ‘destreza’ y la ‘experiencia’.
Uno
diría que los galgos son hábiles para correr, con todo y que haya pequeñas
diferencias en distintos ejemplares (de ahí que los seres humanos se hayan
inventado las carreras de galgos); o que los antílopes son hábiles para saltar,
aunque se puedan verificar mínimas diferencias entre ellos. Pero no podríamos
decir que los seres humanos somos hábiles para escribir la Divina comedia
(podríamos decirlo de Dante Alighieri… y de unos cuantos, pero no de todos), ni
que somos hábiles para hallar la relación matemática entre masa y energía
(podríamos decirlo de Albert Einstein… y de unos cuantos, pero no de todos), ni
que somos hábiles para hacer una cuadrícula formal de los elementos de la
naturaleza, pese a conocer sólo una porción infinitesimal del universo
(podríamos decirlo de Dmitri Mendeléyev… y de unos cuantos, pero no de todos).
En los animales, la inteligencia les pertenecería a todos los ejemplares de la especie (sería genética y homogénea); en cambio, en los seres humanos la inteligencia la obtendría el individuo, por el hecho de vivir en sociedad, no sólo por haber nacido homo sapiens; es decir, en él la inteligencia sería cultural y heterogénea.
“Capacidad de entender o comprender”
Esta
acepción sólo parece referirse a seres humanos; en ‘entender’ y ‘comprender’ parece
estar de por medio el lenguaje. En los casos de alimentación y protección en
los animales (ya comentados), no hay nada para ser ‘entendido’ o ‘comprendido’.
Pero alimentarse y protegerse, cuando hablamos de seres humanos, es algo que sólo
ocurre en el marco del entendimiento y la comprensión.
La
tercera acepción de ‘inteligencia’ —conocimiento, comprensión, acto de
entender— sólo agrega, a la segunda, la idea de ‘conocimiento’; así, no se
trataría precisamente de otra acepción pues repite dos elementos de la anterior.
Pero con ese añadido, subraya la relación entre ‘inteligencia’ y ámbito humano:
el ‘conocimiento’ es algo cultural; entramos en contacto con él porque una sociedad
nos educa (de acuerdo con Comenio, para ser hombre hay que ser educado), dado
que no tenemos esa —ni ninguna— información previa. La información previa, la
que está codificada en los genes, sí está depositada en el cuerpo de cada ejemplar
animal, el cual despliega unos instintos que le permiten tomar decisiones precisas
frente a los pocos asuntos que lo ocupan. Los seres humanos, en cambio, aplicamos
el conocimiento de la cultura, cuya precisión siempre está en entredicho y
cuyos asuntos desbordan con creces aquello por lo que responden los animales.
Si
la ‘inteligencia’ es la “capacidad de entender o comprender”, estamos hablando
de ‘entender’ y ‘comprender’ la cultura, en el seno de la cultura.
El asunto se vuelve entonces autorreflexivo, incluso tautológico; de ahí la broma
de que la inteligencia es lo que miden los test de inteligencia. Esta
idea luce más reveladora que muchas definiciones que pretenden tener un
fundamento teórico, pues dice que ‘inteligencia’ es, ante todo, una palabra. Y
entonces habría que recabar en la manera como la cultura produce palabras, como
produce expresiones que pretenden definir algo. Las palabras están definidas en
el diccionario con palabras que están definidas en el diccionario… tautología que
revela algo fundamental acerca de la especificidad del lenguaje: es un sistema dinámico
y cerrado. Las palabras no nombran objetos de la realidad, para eso bastaría
con el dedo índice; si el lenguaje hablara de las cosas “de la realidad”, no
necesitaríamos las ciencias y la epistemología sería una teoría de la
transparencia. El lenguaje se parece más a lo contrario: que el nombre hace
aparecer un objeto en la realidad. Esa es exactamente la idea de declaración
en John Searle. “Los declaro marido y mujer” efectivamente “crea” un
matrimonio. Y, claro, ese acto requiere de condiciones sociales para tener ese
efecto.
Por
ahora, podemos decir que una denominación aparece en el seno de un sistema
de denominación, forma un conjunto con otras denominaciones. ¿Qué límite
hay entre palabra y objeto cuando la física quántica postula la existencia de partículas
elementales? De hecho, tenemos palabras que nos ayudan a entender algo y que
después pueden caer en desuso en atención a que el sistema de denominación ya
no la requiere. En lugar de tener un objeto en la realidad, la ‘inteligencia’, supuestamente
medido por los test, tenemos algo distinto: un instrumento que, por el hecho de
existir y de aplicarse, parece tener que ver con un objeto real. Es decir: reifica
un efecto de sentido.
Así,
en primera instancia, hay una esfera de la praxis humana —como decía
Mijaíl Bajtín— que hace existir ciertos intereses sociales; en segunda
instancia, dicha esfera se sirve de un sistema de producción e interpretación
de enunciados que, entre otras, hace denominaciones: una sintaxis que articula
una cantidad de términos y que hace posible una serie abierta de enunciados; y,
en tercera instancia, requiere instrumentos (por ejemplo, los test de
inteligencia) para darse consistencia, para hacer existir la palabra ‘inteligencia’
como si fuera una cosa. Podríamos denominar de otra manera el conjunto de
complejidades que se pretenden resumir en una expresión (la palabra ‘inteligencia’,
por ejemplo), o tener un nombre en el que lo nombrado está disuelto, o
desagregar el fenómeno en nombres distintos… y esto es válido para todas y cada
una de las palabras de la lengua.
La cuarta
acepción del diccionario de la RAE, Sentido en que se puede tomar una
proposición, un dicho o una expresión, sí que nos pone en el terreno de la
palabra: los términos ‘sentido’, ‘proposición’, ‘dicho’, ‘expresión’, son
maneras de decir lenguaje, fases en las que éste aparece.
Los
primeros psicólogos decían que la inteligencia es una ‘facultad del alma’. Una
palabra más: alma. Parece necesario formular algo entre el cuerpo y el
medio para los animales: una ‘mente’, por ejemplo. Pero los seres humanos no estamos
entre el cuerpo y el medio, sino entre el cuerpo y la cultura, justamente la que
ha domesticado el medio que encontramos. Por lo tanto, la ‘inteligencia’ como ‘facultad
del alma’ en el hombre, no es la facultad ubicada entre el cuerpo y el medio —como
en el caso de los animales—, si no una “facultad” —como implican las acepciones
comentadas— producto del uso del lenguaje; o ‘espiritual’ como quiere la última
acepción: Sustancia puramente espiritual. Entonces, no es algo que
“traemos”. Si se afirma que la ‘inteligencia’ humana es una ‘facultad del alma’,
un fundamento del alma, habría que concebirla como una ‘facultad’ de segundo
grado, en el sentido de que primero el ser humano tiene que hablar, para poder formularle
un alma que, a su vez, tenga la facultad de la inteligencia.
La penúltima acepción es: Trato y correspondencia secreta de dos o más personas o naciones entre sí. Acá la expresión ‘inteligencia’ no tiene que ver con los animales. De hecho se dice que se trata de personas o naciones. Es un poco extraña esta acepción, parece estar ligada al uso de la palabra en expresiones como “servicio de inteligencia”, o “Agencia Central de Inteligencia”; son mecanismos para obtener información del otro con la que se le pueda hacer daño; es decir, el espionaje. Esta idea ya no apunta a la condición social para todos, a la enseñanza, sino a la posibilidad de hacer daño al semejante, o de evitar el daño que el otro podría causarnos. Es una definición que, quizás sin quererlo, apunta a un rasgo de la condición humana que no se quería mostrar en las otras: el hombre puede no querer el bien para sus congéneres. ¡He aquí una fuente de los problemas propios que ha de enfrentar el ser humano!
La falla
La
palabra ‘inteligencia’ es de uso absolutamente común. Hemos comentado las
acepciones al respecto, acepciones de sentido común, aquello que recoge un
diccionario, que no va dirigido a una comprensión profunda de un concepto, si
no a las regularidades de su uso en la vida cotidiana. Podemos decir que todo
el mundo habla de ‘inteligencia’ porque todo el mundo habla de ‘inteligencia’,
no porque se tenga una comprensión del asunto en referencia (con frecuencia, los
usuarios no necesitan esa comprensión). La verosimilitud, según Christian Metz,
tiene que ver con la reiteración del discurso. Y se monta todo un conjunto de
prácticas a nombre de esa palabra, a nombre de su circulación en el discurso
cotidiano. Pero no es la única relación posible con el saber: también hay un
esfuerzo por comprender (por supuesto históricamente situado) que requiere ir
más allá de ese discurso cotidiano. No les basta, a quienes tienen ese tipo de
preocupación para con el mundo físico, la idea de que las cosas se caen por su
propio peso (que ha pasado a los refranes, con el sentido de que “tarde o
temprano, la verdad se revela”); no: el peso es un efecto de un campo
gravitacional; en ausencia de éste, las cosas no pesan… y esto ya es
contraevidente para el sentido común. Así mismo, no les basta, a quienes tienen
ese tipo de preocupación, esta vez en relación con el psiquismo, la idea de una
‘inteligencia’ como capacidad para resolver problemas; no: sería como predicar,
de quien tiene capacidad de caminar, una ‘caminancia’ (como ironizaba Estanislao
Zuleta); así mismo, se puede “explicar” el hecho de que alguien ganó una
maratón diciendo que tenía más trotancia que los otros competidores, lo que no sería
una comprensión, sino simplemente el invento de una cualidad ad hoc para
una acción.
Freud
era de los que quería entender el psiquismo, no simplemente echar mano de
palabras en uso; y quería entender el psiquismo para poder responder a la
demanda de pacientes cuyos síntomas no podía explicar la medicina. Durante ese
proceso de comprensión formuló el concepto de inconsciente. Y bien, la
noción de ‘inteligencia’ no sólo desconoce el hecho de que haya inconscientes,
sino que va en el sentido de rechazarlo. Para Freud, lo consciente es lo que
sobresale del iceberg, el cual tiene casi toda su masa —el inconsciente— sumergida.
Si esto es así, todo aquello a lo que se refiere la noción de ‘inteligencia’ tiene
que ver con respuestas conscientes que son el resultado de una tramitación
inconsciente que no se busca, que no se explica. Así, todo lo que cabe en la
idea de ‘inteligencia’ está en el nivel consciente. Pero si queremos explicar
las manifestaciones conscientes, es necesario comprender lo inconsciente y el
paso entre uno y otro. Además, hemos dicho que postular la ‘inteligencia’ no sólo
pasa por desconocer el inconsciente, sino también por resistirse a él, por
rechazar asuntos fundamentales del ser hablante, como la pulsión —otro
concepto freudiano.
El
sujeto no es solamente, ni principalmente, razonamiento, entendimiento, intelecto,
comprensión, un ‘yo’ unificado… como está dicho, o implicado, o presupuesto en
las acepciones ya comentadas. Esas expectativas de lo social se consiguen a
expensas del sujeto, de su verdad propia.
Pero
el sujeto, a causa de estar invadido por un lenguaje que porta una anomalía, también
es transgresión, división, excentricidad, fragmentación, arte, impulso, compulsión
de repetición, falta de sentido, chiste, impertinencia… asuntos que no pasan
por la razón o por la moral. Todo esto se rechaza, se considera perturbador y, obviamente,
no suele entrar en las explicaciones; incluso, más bien da lugar a
explicaciones que materializan este rechazo.
Los
seres humanos podemos tener logros lógicos —está materializado en las
computadoras que nosotros inventamos—, pero las soluciones intachables y los
caminos libres de obstáculos parecen ajenos a la condición humana. Más bien
creamos problemas, tropezamos una y otra vez, nos recreamos en lo ilógico, buscamos
el exceso, nos equivocamos, soñamos, persistimos en la insatisfacción, no nos
interesa tanto la realidad como el goce (Jacques Lacan). Nada que ver con la “adaptación”,
con la ‘inteligencia’ como rasgo constitutivo de lo humano.
Se
tilda a alguien de ‘inteligente’ cuando intenta obedecer a la demanda de la
escuela, de los padres, de la publicidad; no sin resto: sufrirá por este intento,
y su curiosidad y originalidad pueden sucumbir en el camino. En ese sentido, la
educación puede llevar, como dice Néstor Braunstein, “al cretinismo masivo de
las respuestas adecuadas y predecibles”. Entonces, la idea de ‘inteligencia’
apunta a la adaptación: razonar y actuar bien.
Lo
que le tomaría años (o incluso más que una vida entera) de procesamiento, a
unos individuos específicos, le puede tomar un par de horas o unos minutos, a
veces segundos, a un programa de computador (no lo olvidemos: diseñado por seres
humanos). A ese nivel, entonces, las aplicaciones de computador sobrepasan las
posibilidades de los individuos concretos, pero asumen una posibilidad
colectiva. ¿Cuál? La del cálculo, la de la razón… pero no aquella que hemos
relacionado con una dimensión muy importante del ser hablante: lo inconsciente,
lo pulsional.
Podemos
hacer la siguiente hipótesis: todo lo que pueda hacer una máquina no es
específicamente humano. Y lo que no pueda hacer una máquina, es específicamente
humano. Por ejemplo: los efectos de que haya inconsciente, de que haya pulsión.