domingo, 20 de julio de 2014

Ecos del mundial de fútbol en educación


Buscando entender el Mundial de fútbol «sin el hermetismo del discurso universitario», CLACSO creó, en su página web, la serie Cuadernos del mundial, con la participación de sociólogos que brindaron su perspectiva sobre lo acontecido en y fuera de los estadios. Pablo Gentili inauguró con el editorial “Entender el fútbol, sumergirse en la contradicción”(1), que vamos a comentar en esta entrada del Observatorio Pedagógico de Medios, pues, de un lado, allí se invita a debatir sobre el mundial de fútbol y, de otro, nos parece que no es poco el efecto “educativo” de dicho acontecimiento deportivo.

La descripción de las bien llamadas “eliminatorias” ejemplifica a la perfección al menos una dimensión del asunto: se trata de eliminarse. «32 selecciones de los cinco continentes cuyos miembros irán, fatalmente, reduciéndose», dice el editorial. ‘Fatalmente’, como sabemos, tiene que ver con el fatum, con el hado, con el destino. Pues bien, ¿estamos destinados a la escenificación de la eliminación?, ¿es indefectible? Parece ser que, en cierto sentido, sí: estamos cautivados por el ritual de la lucha a muerte, el castigo ejemplarizante del culpable, el dominio del más fuerte, el sepultamiento del débil. Por eso, Gentili se anticipó a decir que millones de personas en todo el planeta estarán pendientes del asunto.

Ahora bien, no todas las maneras de dramatizar tienen el mismo nivel de acogida. La del fútbol garantiza una audiencia que se cuenta por millones: millones de televidentes, millones invertidos, millones en publicidad, millones en ventas. Y como muchos están involucrados, el editorial no despacha la cosa rápidamente, pues se quedaría, a su vez, sin audiencia, sería impopular. Y hay que estar con las masas, tocar al son que ellas bailan, si uno quiere dirigirse a ellas. En esta lógica, si estuviéramos en la época del circo romano, habría que estar más o menos de acuerdo con que los leones brindan un hermoso espectáculo comiendo seres humanos en vivo y en directo.

¿Es necesario concluir que los acontecimientos futbolísticos «despierten pasiones y ansiedades incontrolables»? El sociólogo acá no contempla la posibilidad de que el vector de la determinación también pueda conectar los dos asuntos con la punta de la flecha para el otro lado. ¿Acaso no sería posible que pasiones y ansiedades incontrolables despierten los acontecimientos futbolísticos? De ser así, el elogio al fútbol termina siendo un aplauso a dichas pasiones y ansiedades que, si bien son la fuente de la que se nutren nuestras mejores virtudes, también abreva allí lo peor de los seres humanos (Freud). Y lo vimos en el mundial: «Asaltos, peleas, buses apedreados y quemados, e incendios en Brasil tras la derrota en el Mundial», fue un titular de prensa el 8 de julio. ¿Se puede llamar a esto «inmenso amor a la camiseta»? El fetichismo, que se expresa en esta frase (no es amor a alguien, sino a algo), como sabemos, es el mecanismo que garantiza el funcionamiento —para sólo poner un ejemplo— del capitalismo, pues se trata de un desconocimiento en el que se deposita una fe ciega; y la invidencia de dicha fe es proporcional a la cantidad de violencia que puede desencadenar. «35 buses quemados, saqueos y disturbios en Brasil tras humillación alemana», anunció también la prensa. La palabra ‘humillación’ en ese titular periodístico no es una falta de diccionario en la redacción del medio de comunicación; es una cuidadosa selección. Eliseo Verón —también sociólogo— decía que la ideología no era un contenido, sino una manera de seleccionar ciertos términos de entre una serie de lexicones disponibles en la época y, además, un ordenamiento de tales elementos seleccionados mediante una gramática de las tantas que la época también pone a disposición. Así, el resultado de un cotejo futbolístico se lo puede llamar de cualquier manera, pero de acuerdo con la complejidad de todas esas selecciones. No se nos impone un lexicón y una gramática; los hay muy variados, de acuerdo con lo que estemos haciendo existir a partir de nuestro acto enunciativo.




Era patética, por decir lo menos, la campaña “educativa” de los locutores nacionales ante lo siguiente: después del partido entre las selecciones de Grecia y Colombia, ¡hubo 9 muertos en nuestro país!; y el paso a cuartos de final de la selección nacional costó 8 muertos. Ante eso, los gobiernos nacional y locales adoptaron medidas como el toque de queda, la ley seca y otras prohibiciones. En Brasil queman buses porque su seleccionado pierde, en Colombia se mata porque el seleccionado gana. Pues bien, los periodistas, que vivieron durante esos días gracias a esa pasión (contribuyendo a desencadenarla), declaran que esto no tiene lógica y, pese a participar del horror de la fiesta que tiene semejante telón de fondo, emprenden una cantinela moralista que, por supuesto, nada tiene que ver con la forma como se suscita la violencia, que es algo más próximo a «… tras humillación alemana» (enunciado considerado más o menos legítimo), que a informar «La selección Colombia le dice ‘no’ a la violencia» (otro titular de prensa). Los jugadores, que cuando enfrentan un cotejo se rigen por las reglas de ese ritual y no por monsergas moralistas, salen en TV diciendo "no a la violencia" con el mismo histrionismo con que promueven montañas de productos comerciales. Por su parte, las empresas que quieren vender sus productos no recurren a las víctimas de la violencia (allí los consumidores no depositan la pasión), sino a estos héroes de momento donde sí está depositada la pasión… mientras no les rompan el ligamento cruzado anterior, caso en el que se los olvida rápidamente… a no ser que pasen a engrosar el ejército de los comentaristas.

Esta pasión de la que hablamos es ciega. Igual sirve para corear a favor del equipo de nuestro favoritismo, como para agredir a un fanático del otro equipo (según el DRAE, ‘fanático’ es el «Que defiende con tenacidad desmedida y apasionamiento creencias u opiniones, sobre todo religiosas o políticas»). La pasión, entonces, sirve para elogiar y admirar a jugadores que, cuando pasan a otro equipo —son profesionales, en general no manifestan preferencias al respecto— son objeto de vilipendios y odios. No en vano, el sociólogo habla de «amor a la camiseta», pues se trata de un trapo —así se refieren también los periodistas a las banderas partidistas en política— que puede ser llenado por el que ayer suscitaba nuestro desprecio.

¿Amor a la patria? María Jimena Duzán, fue invadida en su ser interior por una extraña sensación cuando, lejos de su país, en Brasil, oyó a otros “compatriotas” (ahí no se distinguen honrados de pillos, violentos de víctimas, etc. de etc.) cantar el himno nacional y enarbolar la bandera. Entonces lloró y luego escribió una columna enalteciendo el sentimiento de patria. Es un claro ejemplo de que a unas lágrimas que se le salen a uno y no se saben explicar se las puede llamar de cualquier manera. La frase se construirá, como hemos dicho, con un lexicón y una gramática, escogidos en ejercicio de una forma de vida, como plantearía Wittgenstein (ideas como esta, ¿son parte del «hermetismo del discurso universitario» que llevó a CLACSO a crear los Cuadernos del mundial?)

No, no es amor a la patria, no es amor a la bandera, no es amor al himno, no es amor carnal por James Rodríguez —como declaran algunas fanáticas de forma explícita, con detalles que, si los relatáramos acá, nos censurarían el blog—. El amor más bien permite condescender al deseo por parte de ese salvajismo constitutivo que nos lleva, por ejemplo, a matarnos entre sí, a quemar buses; el mismo que llevó a un periodista a afirmar, luego del triunfo del Nacional en la Copa Libertadores, que «sólo hubo 17 muertos», esfuerzo que luce justificado si lo comparamos con los 82 muertos y 725 heridos en actos relacionados con la celebración del triunfo ante Argentina, durante las eliminatorias al Mundial de 1994 (titular de prensa: «El 5-0: la fiesta que terminó en tragedia para Colombia»)

No llamemos ‘amor’ a lo que se siente por un trapo, a lo que de manera fácil nos hace sentir autorizados de tomar represalias con el otro porque las cosas no funcionan como queremos. ¿No se nota que con una actitud así es imposible hacer pan, composiciones, descubrimientos cognitivos, estadios, pianos?

Los 11 jugadores que saltan a la cancha (algunos tocando el campo y dándose la bendición con ese untadito), serán efectivamente héroes o traidores, pero sólo gracias a un mecanismo muy interesante, no tan evidente, parecido al del fetichismo que ya comentábamos: atribuirle al otro la culpa de lo que somos. El ejemplo clásico es el del que siente más celos a medida que se entrega más a la infidelidad («el ladrón juzga por su condición», dice el refrán). Entonces, el jugador sólo puede resultar traidor cuando los hinchas hacen depender de él su propia felicidad. Si algo como la propia felicidad existe, dependería más bien de la manera como uno regula sus relaciones con los demás, con su trabajo, con aquello que le gusta. Pero, si la ponemos en el otro, estamos al vaivén de sus resultados, no de nuestro esfuerzo. Por eso, los fanáticos pueden pasar, en unos segundos, de la felicidad beatífica a la tristeza demoníaca. En contraste, la felicidad que depende del resultado de nuestro propio empeño fluctúa en períodos más largos. ¿A quién culpó Einstein de no haber logrado, tras 20 años de trabajo, una teoría unificada del campo?; al contrario, declaró que había aprendido mucho durante ese lapso. ¿A quién culpaba Picasso de tener que modificar constantemente su estilo?; a nadie: más bien declaraba que él no buscaba, sino que encontraba. Y, sin embargo, aquel cuyo único esfuerzo —si puede llamárselo así— es comprar una camiseta, una boleta y una vuvuzela, siente que toca el Cielo con las manos o que la vida se le va entre los dedos, porque el otro acertó o desacertó en sus esfuerzos.

A diferencia de esto, nos parece que la labor educativa —con todo y lo atada que está a coquetear con el deporte— ha intentado inocular tiempo, introducir mediación. Tal vez hoy no parezca así y, por eso, los salones de clase se están volviendo como los estadios de fútbol, en todo sentido.

Ya ni siquiera incurrimos en esa hipocresía de decir que lo importante es la participación. La revista Semana distribuyó entre sus suscriptores una entrega extra, dedicada al Mundial, en la que se lee con todas sus letras: «A competir, no a participar». Y un periodista dice lo que quiera, pero algo distinto es que nos parezca legítimo lo que enuncie. Por ejemplo, durante una de esas transmisiones que se hacen como si el televidente no estuviera viendo el partido, sino oyéndolo por radio, un periodista afirmaba que Colombia debía hacer las faltas en el medio campo y no cerca a las 18, pues Brasil tiene un gran potencial con la pelota quieta. ¡Y no pasa nada!... son los mismos locutores y comentaristas que vienen haciendo ese tipo de afirmaciones desde jóvenes y ya se van a jubilar diciéndolo.

El editorial habla del Mundial como espectáculo, negocio, evento deportivo y atropello de mafiosos. Obsérvese la alternancia de valores en ese listado. De esa forma, se concilian dos perspectivas: de un lado, el hermetismo del discurso universitario —que hablaría, sólo para unos pocos, de negocio y mafia—; y, de otro lado, lo que quieren oír los usuarios del espectáculo y del evento deportivo —que son la inmensa mayoría—. Pero, así no se lo proponga, la enseñanza de este tipo de reflexión es que todo vale y que es decente darle la palabra a cada uno, según su turno. A eso también se lo llama 'interdisciplinariedad'. Extraña, valga la pena mencionarlo, pues un crimen también es un espectáculo, pero no por eso es validable… Thomas de Quincey habló de El asesinato como una de las bellas artes. Así estamos hablando hoy: reconocemos que se trata de un atropello de mafiosos y, sin embargo, lo disfrutamos como espectáculo. Pero mientras de Quincey estaba haciendo una broma espléndida, nosotros nos creemos ese discurso e, incluso, lo llamamos de manera “políticamente correcta” (¡obsérvese a dónde ha empujado el discurso a la política!), usando palabras de moda, tales como tolerancia, participación, democracia, inclusión.

Nos suena admisible que la felicidad de una nación esté sobre todas las demás. Y, efectivamente: Alemania quería hacerle más goles a Brasil en la semifinal (eso recuerda el enunciado de las series que hoy se tomaron la TV: de las 10 puñaladas, sólo la primera era letal, las otras 9 indican sevicia). Y, cuando llegaron a su tierra, después de quedar campeones mundiales, los jugadores alemanes también bailaron —como los colombianos— ante las cámaras… Y al bailar, hicieron mofa de los argentinos. Por supuesto, de inmediato, noticia: «Jugadores alemanes se burlan de los argentinos en Berlín», dice un portal que reproduce en primera página, en alta densidad, el acontecimiento que, en los noticieros, se repitió de manera consecutiva tres o cuatro veces. Fingida indignación de los medios que se alimentan de esa carroña. Medio millón de visitas tiene el primer video que, en Youtube, reproduce dicha danza primitiva. 11 videos se encuentran en el primer pantallazo sobre el tema. El segundo tiene 110 mil visitas… y así sucesivamente. Debe ser que la gente odia a tal punto ese tipo de comportamientos que va a Internet a fortalecer su formación por contraste con semejantes desafueros.

No juegan el odio y el deseo —como se cree—, sino el impulso, como dice Kant cuando se refiere a la formación. De manera que no estamos obligados a optar, como cree Gentili, por la repugnancia o el amor, a riesgo de ser «espíritus indolentes». ¡Eso parece una campaña publicitaria de la FIFA!: di lo que sea sobre el fútbol, pero di algo, pues lo importante no es lo que se diga, sino que se diga algo. Si la oposición es entre apasionados (capaces hasta de matar) e indolentes, preferimos ser acusados de indolentes que ser elogiados con calificativos provenientes de la macabra lógica del impulso. Salirse de la dicotomía no implica cargar la cruz de ser incapaces de explicar el poder o de hacer política —como dice Gentili—. Pero, claro él ya se salvó: «nosotros, desde CLACSO no podíamos ser indiferentes al Mundial». Pero, ¿no es este un mecanismo ejercido también desde espectros de la política situados en el otro extremo? El que no esté conmigo, es ciego, torpe, políticamente incorrecto…

Por supuesto que «Hay muchas formas de entender el fútbol», como dice el editorial. La pregunta es si todas tienen el mismo valor. Igualar, hacer equivaler doxa y episteme, fetichismo de la mercancía y teoría del valor, esfuerzo y consumo… es un efecto de la época que hace carrera, como se ve, en todos los ámbitos… incluido el educativo, que es lo más triste. Ahora dizque tiene el mismo valor lo que sabe el maestro y lo que sabe el estudiante (pero, entonces, ¿por qué los unos pagan y los otros cobran?). Otra cosa es que una diferencia en el ámbito cognitivo se haya utilizado para ejercer un domino en un ámbito social, como en el caso del autoritarismo que puede ejercer un maestro en la escuela. Pero de ahí a nivelar, además de lo político-social, lo cognitivo, hay un salto acrobático sin consideraciones epistemológicas, pero de mucha acogida mediática. Y la pereza, que cunde por la aulas, agradece enormemente que se la elogie como conocimiento.

De igual forma, de las graderías populares habrá aplausos a la idea de que «hay muchas formas de producir conocimiento», como se corea en el editorial. Claro, si conocimiento es la pericia, la doxa, la técnica, la ciencia, la filosofía, las competencias, las ingenuidades… sí. Pero si, independientemente de la legitimidad que cada manera de esas tenga en su propio contexto, se tratara de comprender con ayuda de la sociología, como anuncia el editorial, ya no hay muchas formas de producir ese tipo de conocimiento. ¿Da lo mismo —en términos cognitivos— el fetichismo de la mercancía que El capital de Marx?; ¿da lo mismo Ptolomeo que Copérnico?; ¿da lo mismo la física de Aristóteles que la de Newton? Que sean distintos, insistimos, no quiere decir que un tipo de saber sea más legítimo que otro, no implica que no tengan relaciones de tensión en el curso de su formación, no les niega su derecho a existir en la diferencia (para que las barras también nos aplaudan)… Pero es que alguien no puede ser portador de todos los intereses sociales en pugna. Si, como dice el editorial «las luchas populares y la narrativa producida por colectivos juveniles» también son formas de conocimiento, pues también lo serían las luchas anti-populares y la narrativa que acalla a los colectivos juveniles. Y no creemos que a Gentili le parezcan iguales. Incluso ha tomado partido al hacer oír en los Cuadernos del mundial a jóvenes que han hecho una apuesta por informar de manera alternativa.

No estamos de acuerdo con que la forma como entienden el fútbol comentaristas y especialistas en estrategia futbolera es la menos “importante”. No se trata de un escalafón de importancias, sino de unas diferencias específicas, de intereses en juego, de propósitos sociales distintos, de contextos. No es más importante lo que dice Umberto Eco sobre el fútbol que lo que dice un periodista que habla virginalmente: antes del partido, durante el partido y después del partido… hasta conectar con la víspera del siguiente. Son diferentes. Si compartieran un realizativo, por ejemplo, conocer, posiblemente lo que diga Eco sea más aproximado (no más importante). Y, así mismo: si ponemos a Umberto Eco a transmitir un partido (es otro realizativo), los fanáticos cambiarían de canal o de emisora (aunque, quién sabe: se metió a novelista y no le fue mal…).

A nosotros tampoco nos gustan muchos de estos «aspirantes a directores técnicos de equipos que jamás tocarán una pelota», como los ironiza Gentili. Pero a millones de personas sí les gustan. En Colombia, las primeras transmisiones de fútbol por televisión iban dirigidas a quien estaba viendo y, por lo tanto, gran parte de la transmisión se limitaba a dar el nombre del jugador que tenía el balón y a explicar las decisiones arbitrales. Pues bien, la teleaudiencia empezó a bajar el volumen del televisor y a escuchar la transmisión radial, que en principio va dirigida a quien no está viendo el partido. ¿Increíble? No tanto: es más dramática la transmisión radial, se parece más a la guerra que nos hacen “ver” los locutores radiales, que a lo que tendríamos que decidir nosotros mismos sobre lo que vemos, si quisiéramos decidir. Pero no: el otro, el medio, nos tiene que indicar cómo usufructuar los productos de consumo. Obsérvese que muchas mercancías no sólo se promueven describiendo sus propiedades, sino sobre todo la manera de consumirlas y el ámbito en el que habría que consumirlas O sea, en un caso, la cantidad de dentífrico que es necesario depositar en el cepillo para que haya que comprar otra vez en poco tiempo, la forma de hacer explotar el paquete de papas fritas para ser el centro de atención durante unos segundos, el gesto con el que hay que abordar a otro cuando se destila cierto perfume, etc. Y, en el otro, el costoso yate, la compañía de una super-modelo y el mar Mediterráneo en el fondo, para poder fumar John Player Special… y, bueno, si uno no tiene esas condiciones y fuma esa marca de cigarrillo, al menos declara que quisiera tenerlas.

«Al fútbol se lo vibra en los estadios, pero se lo entiende fuera de ellos», afirma el editorial. La frase suena bien, pero el sociólogo, que nos acaba de enseñar que hay muchas formas de producir conocimiento, parece separar la práctica de la teoría. Vibrar el fútbol no tendría que ver con conocimiento, el cual sólo ocurriría afuera. A veces hay que pagar un alto precio por acuñar una buena frase. Y después, como si fuera lo mismo, dice: «Al fútbol, como a la política, se la entiende en la calle, en los barrios de arriba y en los de abajo, en el barro de los “potreros”, de los estadios improvisados donde juegan y sueñan los hijos de los más pobres». Sí, la arena del fútbol es la cancha y la de la política parece ser la calle. Y la cancha no está solamente en el Maracaná; la más de las veces es una delimitación producida por una creencia (de ahí que, en la cancha callejera se discuta sobre si el balón pasó o no a la altura justa para ser gol): ¡tiene reglas!, ¡no es la calle! De manera que se trataría de lugares contrarios en relación con la especificidad de la práctica correspondiente. Entender el fútbol en la calle es detenerse a pensarlo, más allá de la emoción del juego (en la gradería o en la gramilla, al pie de la cerca o en el barro, en el límite imaginado o en la playa). En cambio, y siguiendo con el símil, ¿cuál es equivalente del estadio en la política? Por supuesto, quien juega en los potreros se divierte, pero —como Gentili ha dicho— son millones de personas las que ven el Mundial, mientras que los partidos del fútbol callejero —que se juegan al mismo tiempo—, no lo ven millones de personas. ¿Para qué entonces, el argumento —con votos en las barras— de que el fútbol se lo entiende «en los estadios improvisados donde juegan y sueñan los hijos de los más pobres»? Es tan demagógico que si esa fuera la motivación, el Mundial de Fútbol Callejero tendría más importancia que el otro, habrían ido al aeropuerto a recibir a los jugadores (¡Colombia fue campeona mundial de esa competencia!) tantas o más personas que las que recibieron a la selección Colombia de mayores, las cuñas televisivas en ambos certámenes tendrían un costo al menos similar, etc… Pero, ¿quién vio la transmisión en directo de ese torneo, paralelo al Mundial Brasil 2014, que se disputó en la ciudad brasileña de Sao Paulo por 300 jóvenes beneficiarios de proyectos sociales en 21 países? Nadie, porque no hubo transmisión, porque ese torneo no revestía las condiciones de satisfacción (dramatismo, potencias en pugna [con sus presidentes en las graderías], humillación, venganza…) que sí cumplía el otro, el que —como afirma Gentili— «se lo entiende en las lujosas oficinas donde despachan los dueños del dinero con el que se administra el negocio de comprar y vender atletas». ¡Pobres atletas! Tapados en plata, llenos de contratos deportivos y comerciales, siendo ídolos de millones de personas que no les pagan para que se cuelguen la propaganda, sino que ¡pagan para hacer propaganda!



En efecto, el fútbol se puede comprender como «un espacio en el que es posible reconocer muchas de las tantas agonías y sueños, desconsuelos y utopías sobre las que se construye el presente y el futuro de nuestras sociedades». Pero, ¿hay algún espacio social excluido de esa condición? Así mismo, «Entender el fútbol es una forma de entendernos a nosotros mismos». Pero, ¿será que hay algún ámbito cuya comprensión no implique una forma de entendernos a nosotros mismos? El argumento sociológico nos debe la clave para entender por qué algo en lo social llegó a ser así como es. Palpitamos con el fútbol, sí, pero ¿por qué? Gentili sólo lo enuncia. Queda poco claro el saldo de enseñanza que tiene el elogiar esa palpitación.

Quien gusta del fútbol, puede que poco le importen todas estas discusiones. Pero a quien le importa la educación y los saldos educativos de asuntos que aparentemente no lo son, no le da lo mismo que esto tenga un lugar u otro. El acto educativo no ha sido tolerante con las diversas formas de saber: llega “imponiendo por las buenas” una lógica, un alfabetismo, un cierto acervo cognitivo. Esto porque ha tenido una fe —que podría ser infundada, pero no es el caso discutirlo acá— en la potencia formativa de eso que propone y que hoy nos sentimos con derecho a objetar: la cultura, como diría el joven Nietzsche. O sea, asuntos como las matemáticas, las ciencias naturales, la filosofía, las ciencias sociales... ¡la sociología, por ejemplo, la que Gentili antepone como el lugar desde el que se va a conversar!

Nosotros, formadores, no queremos hacer —como el editorial— concesiones a la autoestima y al reconocimiento, pues sabemos que son lugares de desconocimiento, donde tiene lugar una autorepresentación no problemática que nos articula muy bien a una sociedad capitalista. Eso no quiere decir que se pueda pasar por encima de lo que los estudiantes piensan o de lo que quieren (¡como jugar fútbol!). Ahí está el asunto del formador: es un heterometido —como dice Estanislao Antelo—, pero interesado en una dimensión del futuro del otro, del futuro de la sociedad. Un maestro puede dejar al otro en su pensamiento, en su “autoestima”, exacerbar incluso ese lugar donde el otro construye una relación de goce fácil con el mundo; o puede, desde un lugar con alguna solidez, apostar por la transformación, consentida por el otro, no impuesta desde un criterio moralista como lo es la “posición crítica” que suena bien, pero que es tautológica. ¡No existe el «fútbol liberador»! ¿Liberar de qué? Pero al que le gusta, oye con agrado que le elogien su gusto. El conocimiento, en cambio, viene a introducir trabajo, no una "liberación" abstracta. No viene a pelear con lo que se juegan las personas en el deporte, en el movimiento, en la confrontación. Viene a proponer algo más, para que el sujeto decida, en su momento, qué lugar tienen esa y otras cosas.


Nota:

(1) http://cuadernosdelmundial.clacso.org/opinion4.php