sábado, 16 de marzo de 2024

Los niños-amos

 

Reseña comentada del libro Los niños amos, de Adela Fryd (Buenos Aires: Grama, 2018)

 

Niños amos no son aquellos herederos al trono que, por contingencias de la vida, han tenido que posesionarse, siendo niños aún. Es una herencia cultural la que les ha asignado ese rol. En la subjetivación que hace la persona de ese acontecimiento social, muchas veces se percibe que no tiene el propósito de instalarse como amo; de hecho, diversos candidatos al trono han renunciado a sus derechos sucesorios por asuntos “personales”: por ejemplo, en el Reino Unido, Eduardo VIII abdicó, en 1936, para casarse con Wallis Simpson.

Podemos ver con detalle la subjetivación de Alfonso XIII, pues en algún momento se hizo público su diario. Había sido coronado al momento de nacer, pero mientras fue menor de edad, en su nombre gobernó la “reina regente” (su madre). A los 16 años, a comienzos de 1902, año en que va a asumir el poder efectivo en España, escribe:

En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de suma trascendencia tal como están las cosas, porque de mí depende si ha de quedar en España la monarquía borbónica o la república; porque yo me encuentro el país quebrantado por nuestras pasadas guerras, que anhela por un alguien que lo saque de esa situación. Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado. 

Habla del rey que quiere ser, quiere estar a la altura del lugar que ya ocupa formalmente. Fantasea un reinado en el que va a trascender, a hacer historia. Pero ha pasado por un largo entrenamiento durante el cual ha asumido las normas que le vienen del Otro. No intenta un dominio yoico que excluya a los demás. Por lo tanto, no se trata precisamente de un amo.

Entonces, cuando Adela Fryd habla de niños amos, no introduce una categoría, sino que hace un llamado de atención en relación con un fenómeno actual notable para todos. La parte propiamente conceptual, la que no percibe cualquiera porque requiere un andamiaje teórico, vendrá en el análisis del fenómeno que haga la autora. ¿Cuál es el fenómeno? Menores que: se ponen en paridad frente a los adultos; no responden a nadie; demandan ser reconocidos por quienes los rodean; se sienten dueños de una autonomía absoluta, capaces de comandar su elección de ser; presentan un ‘yo’ sin fracturas aparentes, dominado por ellos mismos; carecen de síntomas (que son un mensaje cifrado al Otro); que no plantean interrogantes y que no están dispuestos a poner en cuestión ni su decir ni su acción. En pocas palabras, el imperio del yo, una “yocracia”.

Tal fortaleza puede producir admiración; parece una cosecha de lo que hemos venido sembrando: “ahora sí tenemos niños autónomos”, “es que ahora vienen con el chip impreso”, “por fin reconocimos los derechos de los niños”, etc. Pero una cosa es proferir tales estereotipos desde la barrera y otra desde el ruedo: quienes deben permanecer con estos niños —padres y maestros— se muestran preocupados, impotentes (pues sus recursos y autoridad están banalizados) y hastiados; entonces, buscan “expertos” que puedan penetrar el caparazón de esos niños. Ante esto, se preguntarán algunos: “¿Con qué derecho modificar algo en estos niños?” Recordemos que los anti-psiquiatras (Laing, Cooper) iban en esa línea: promulgaban la libertad de los locos y sostenían que era el encierro lo que enloquecía… pero, de puertas para adentro —según se supo después— hacían lo mismo que los psiquiatras del momento, porque enfrentaban algo que desconocían y que los angustiaba. Quien hace esa pregunta cree, o bien que no se debe alterar el “desarrollo natural”, o bien que es necesario implementar y mantener cierta iniciativa “políticamente correcta”.

Pero no hay desarrollo natural una vez somos tocados por el lenguaje; ni hay propuestas políticas “correctas” por fuera de toda discusión. Más bien, la pretensión de “desarrollo natural” niega la condición humana, 1.- neutraliza la responsabilidad, en tanto lo que lo que hacemos tendría una causa genética, biológica o cerebral y, en consecuencia, no se le podría pedir cuentas al sujeto por los efectos de sus actos; y 2.- prescribe medicamentos para paliar la falta de ser que nos constituye. Y, de otro lado, algunas iniciativas políticas también neutralizan la responsabilidad, cuando sostienen que vuestros actos tienen una causa social y, en consecuencia, tampoco se le podría pedir cuentas al sujeto por lo que hace, pues la culpa sería del poder; además, pese a los propósitos progresistas, tales iniciativas se afianzan en el sentido común más retrógrado, si vemos las terapias que recomiendan.

Los niños-amos no están tomando una decisión racional. Freud nos explica (El malestar en la cultura) que el sujeto se rige por la búsqueda de satisfacción y que la razón aparece como una de las modalidades de satisfacción. Entonces, ¿de qué orden es lo que quieren estos niños? Hay varias formas de orientarse hacia el objeto de satisfacción. Un adicto no se orienta hacia su objeto por un deseo, sino por un impulso. Así, cuando se intenta “desintoxicarlo”, no se le está coartando su deseo, sino que se quiere detener un impulso del que, en muchos casos, el propio sujeto dice querer desembarazarse.

Los niños-amos ¿están ejerciendo un derecho? Aunque algunas personas elijan sufrir, podríamos decir que el individuo jalonado por un impulso no constituye un “sujeto de derecho”. Los niños-amos ¿obtienen una conquista política? Para los que peroran desde el ruedo, sí, pero no tienen idea del sufrimiento del otro. Entonces, el niño-amo no opera por racionalización, por derecho o por política. Ejerce una tiranía: “Tómame como soy, porque yo soy así”. No invita a la relación, o al amor, en nombre del cual incluso nos proponemos no ser como somos.

El reconocimiento del otro —que nos constituye, según Hegel— no nos da una identidad, algo idéntico que continúa. Si fuéramos idénticos a nosotros mismos, no necesitaríamos el reconocimiento. Lo que obtenemos es, más bien, una identificación con otro. La identificación, entonces, nos provee un semblante-de-ser, no de un ser, tan falible que cae en la identificación siguiente.  Basta con leer algo que hemos escrito hace un tiempo, para sentir que hemos cambiado, no principalmente por propósitos, sino como efecto de una serie de relaciones. Pero los niños-amos parecen tener un ser, un carácter inamovible, una identidad. Pero “la procesión va por dentro”…

La identificación es una de las primeras formas de inclinación hacia el objeto: es hacia el objeto que no somos: el cuerpo del otro; nuestra insuficiencia se precipita sobre la imagen, aparentemente completa; y luego, hacia la orientación que el otro tiene hacia los objetos. Entonces, parafraseando a Lacan diremos que el anhelo es el anhelo del otro. No es que “dentro” de la persona se quiera algo que está “afuera”. Como el sujeto está construyendo su propio cuerpo, se encuentra interesado por los objetos, pero aquellos que están adosados al otro. Por eso es tan eficaz la moda, y tan sempiterna la envidia.

Pero el yo del niño-amo se presenta como el “yo lo quiero”, “soy yo quien lo quiere”. Parece que el yo que se construyera sólo consigo mismo. No es un yo ligado al anhelo (producto de la relación con el semejante), sino al impulso, es decir, ligado a la pulsión. Produce la impresión de que su poder y su fuerza le permitiría llegar a donde quiera. Un temprano autocomando sin ley. Pero, realmente, ¿quién comanda? Tras esa fuerza parece estar lo que Freud llamaba el Yo ideal, que sería ese otro yo que está en la imagen del espejo, que ha logrado una unidad y una totalidad que el ‘yo’ no tiene todavía.

Y eso ¿qué tiene de malo?, se preguntará alguien. Como en este contexto nada está bien ni mal, más bien preguntamos: ¿qué tanta mortificación y qué tanto placer le reporta la satisfacción de su pulsión? Satisfacción no equivale a placer. La satisfacción de la pulsión muchas veces es dolorosa y dañina; el sujeto lo puede reconocer, pero no puede dejar de buscarla. Preguntar por la mortificación del sujeto no enarbola un deber-ser, no legitima valores sociales. ¡Al contrario!: no pocas veces, satisfacer las demandas sociales es doloroso. Es una pregunta dirigida al corazón del sujeto. La tiranía de los niños-amos tiene un envés: se conjuga con la muerte, esteriliza y detiene el poder de despliegue. Destino inevitable a quien se mantiene en la satisfacción pulsional y no soporta que, en la relación con el otro, algo no funcione.

Cuando los niños-amos no demandan y son indiferentes al discurso del Otro, no acceden a objetos de satisfacción que provienen de la relación con el otro. Los de la mirada, porque el mundo ha sido erigido como resultado de haber construido el cuerpo y su contexto gracias a la mirada del otro, a la mirada del reflejo en el espejo. Y los de la voz, porque el hecho de que el semejante nos dirija la palabra activa otras formas de satisfacción que pasan por la demanda, por la palabra. Una implicación de esto es quedar ceñidos a su propio pensar, lo que termina en un pensamiento repetitivo, limitado, pues la plasticidad y la creatividad del lenguaje no nace en el sujeto no es espontáneo ni adviene por la visita de la musa, sino que es posible por el intercambio verbal. Así mismo, si el amor requiere entrar en la dialéctica de las identificaciones y del consentimiento, la posición del exceso y la demasía de la presencia no lo permite. En la autosuficiencia, en el despliegue de “inteligencia”, de los niños-amo anida la satisfacción pulsional que se logró en algún momento… pero podría ser otra menos mortificante.

Con la palabra, cae la necesidad; lo que sería necesario, ahora se hace pasar por la demanda. Ésta no pide lo que se necesita, sino que hace lazo, a partir de un objeto. La demanda se hace, y se consiente, por amor; por amor el niño entrega sus heces, pues es un objeto solicitado por el otro; y, finalmente, es por amor que un impulso se puede convertir en un deseo, es decir, una relación con el objeto de satisfacción que requiere pasar por el otro. Los niños-amos perpetúan su modalidad de goce porque no admiten pasar por la demanda del Otro —“yo soy quien lo dice”—, justamente el punto donde podría tener lugar el deseo: detrás de la demanda del otro hay un deseo: ¿por qué me pide eso?, ¿qué desea? Estas preguntas son cruciales, pues ponen del lado del otro una falta. Más allá de lo que desee, lo desea porque algo le falta. Las anteriores preguntas traen consigo otras: ¿qué falta le hago al Otro? y ¿en qué el Otro me hace falta? Entonces, el niño puede encontrar refugio en esa falta del otro. Así, si no hay enlace con el deseo del Otro, es imposible encontrar un lugar en él, y se fabrica una trampa difícil de desarmar. Queda solo, aunque afirme que quiere estarlo.

Para tener la posibilidad del deseo, y no solamente el puro goce de la pulsión, es inevitable hacer una separación, permitir que opere un límite. De manera que ser un poco incauto permite tener acceso al vínculo, al amor, al acervo cultural. En cambio, para el no-incauto (obsesionado en denunciar el poder), todo es farsa, manipulación. Sólo el niño-amo lleva a sus máximas consecuencias esta posición: no quiere saber del Otro, todo lo relacionado con su propia vida lo pone él mismo. Con todo, la crítica le ha hecho mella al Otro. En una época pensábamos que sobre aquello que no podemos decir algo, era mejor callar (Wittgenstein). Pero luego no quedó ni un solo espacio que no pudiera ser objeto de la demolición, incluso los lugares que dan soporte a la vida de muchos: hacer mofa del Profeta (Charlie Hebdo). Así, los niños-amos ¿serían el paradigma de los desengañados de los semblantes del Otro? Si nos deslumbramos en presencia de un niño-amo —¡qué inteligente!, ¡qué autónomo!— es porque nos satisface presenciar la caída del Otro: “no es necesario el padre”, “no es necesario el maestro”, “no es necesaria la ley”. De lo que el niño-amo sería un ejemplo: se ha “hecho a sí mismo” sin la intervención de esos agentes del poder.

Estos “progresistas moralizantes”[1] no se enteran, ni del sufrimiento con el que cargan estos niños, ni de lo que significaría, en realidad, la abolición del límite… (que ellos sí aplican —¿inocentemente?— cuando fruncen el ceño al que intenta hacerles trampa en un juego).

Y, claro, el discurso familiar está hoy atravesado por diferentes imperativos: derechos del niño, inclusión, dar la palabra, no frustrar, no exigir, aceptar las exigencias del niño… es decir, reconocer y enaltecer sus modalidades de goce y, en ningún caso, crear las condiciones de posibilidad para el deseo (límite, trabajo). Entonces, emerge la falta de autoridad, de reglas, de normas y la ausencia de empatía con la expectativa del Otro. Y, después de crear este Frankenstein, se le pide, no obstante, ¡que tenga un el comportamiento social que nos parezca aceptable en cierto contexto!

Los niños-amos están concentrados en lo que creen que es su propia “voluntad”, es decir, en la persistencia de la satisfacción pulsional. Por eso, cuando el Otro intenta exponerlos a su deseo, responden con rabia, agitación, protesta. Su posición habla de la forma en que se han ubicado dentro de la estructura, que, en consecuencia, es interpelable, dialectizable, aunque con mucha dificultad en casos como éstos. Son niños cuyo auto empoderamiento no logra ser una solución para ellos ni ahora ni después. Un intento de dominio ‘pretencioso’: pretender ser más de lo que es y encontrar allí su límite y frustración. Terminan esclavos de ese goce tonto, embrutecido. Un exceso que los sobrepasa y que —casi como las adicciones— los deja encerrados, sin creatividad, ocurrencia o gracia.

Tras ese “yo hago lo que quiero”, “yo hago lo que me pulsiona”, hay una extremada agitación corporal. Pretenden mostrar que son quienes creen ser, que su convicción no tiene que subordinarse a nadie. Su inversión de energía no es un cálculo para llegar a ocupar un lugar determinado y trascender, sino sólo imponer su decir, su capricho… con mucha su frustración, si esto no se cumple. Son reivindicadores incansables de sí mismos, no pueden parar de hacer lo posible por ocupar un lugar en el entorno, por ser reconocidos como amos.

Son adalides del imperio del yo, algo paradigmático de esta época donde el narcisismo, el individualismo y el afán de poder ocupan el sentido de la existencia. Pero, si bien el contexto y la familia ponen unos elementos, el sujeto decide. De hecho, al lado de los niños-amos, hay niños que, de entrada, se abren con simpatía, asombro, hasta avidez, al lazo social. Se lo ve en su mirada, en su sonrisa, en su búsqueda.

Algo faltó en la captura por el lenguaje y por eso aparece el capricho de imponer sus normas. Sin saberse víctimas de su mirada quedan encerrados en el “soy único, soy yo, soy…”. No es el narcisismo freudiano que permite un nuevo acto psíquico, sino el que clausura toda relación con el Otro.

Los niños amos están lejos del “Yo [je] es otro” de Rimbaud, que se deja atravesar por lo Otro. Es decir, el ser buscado asoma en lo externo al yo, allí donde el yo no gobierna. Están más cercanos al mito de Narciso: un ser Uno, fascinante, que no puede unirse al Otro. Él es él y él es el otro. Yo (moi) soy como el otro materializa el registro imaginario.

En lo imaginario no hay pregunta sino identificación. Se obtiene un semblante de ser mediante la identificación especular. Con todo, este registro es persecutorio, porque el semejante es, al mismo tiempo, un rival, según nos enseñó Hegel. No se anula el mundo exterior, sino que goza tratando mal, haciéndose maltratar, repitiendo. Mueve el entorno, pero él no se modifica. Su lazo social es perturbar el lugar del Otro. Quedan encerrados en un círculo agresivo, sin salida. También Narciso concluye en una trampa donde no tiene cabida la modificación. Es castigado por la justicia distributiva, la reposición del equilibrio entre los hombres (Némesis).

La dignidad del capricho es que el sujeto asuma como propia la voluntad que lo mueve: “Quiero aquello que me pulsiona” (“quiero drogarme”)… Estos niños monologan y solo escuchan al otro si dice lo que ellos saben. El Otro, al no ser escuchado sino como otro (como semejante), al no incidir, al no perturbar, no genera ninguna herida narcisista. Esa satisfacción pulsional no pasa por el Otro. No hay una articulación con el deseo, no se da la posibilidad de la pregunta sobre el deseo del Otro. Entonces, ¿cómo incidir en esto, cómo provocar esa falta que no está, cómo tramitar la presencia de lo pulsional del niño?

Como no hay encuentro con el Otro, el niño queda solo, a oscuras, angustiado. El narcisismo en Freud era un acto psíquico producto de la herida introducida por la palabra, que altera lo que el sujeto era hasta ese momento: pura satisfacción y autoerotismo. El sujeto pierde algo y esto marca lo que va a tratar de reencontrar, pero ya pasando por el otro. En cambio, los niños-amos fundan la soledad como compañera-testigo del único goce que incorporan. Es como una tentativa autística. Su soledad es soledad de goce. Goce vs. unión social.

Ignora que existe una apropiación para evitar la mirada, la envidia, la fascinación. La autocontemplación sujetada a la fascinación erótica, que Narciso adopta respecto de sí mismo, es la fascinación suicida. Afectivamente, muere. El mito de Narciso muestra que cuando el autoerotismo fascinante prima de esta manera, hay algo mortífero gozante que no deja ver nada alrededor. Si los niños-amos no son conmovidos a tiempo, les espera un destino empobrecedor y riesgoso (les impactan actos que llegan al horror y al espanto).

El Otro del niño amo no presenta faltas, no se sabe qué lo divide, será difícil extraer un significante que falte, que pueda provocar una herida. En algún momento se produjo una relación con el discurso del Otro, pero algo quedó opacado en esa experiencia; desde muy temprano aparecen como si fueran los que eligen, sin pasar por el Otro.

Y estos niños crecen…


[1]      Como los llamó Miguel Ángel Giusti Hundskopf (Pontifica Universidad Católica del Perú) durante la Cátedra doctoral de la UPN, en marzo 12 de 2024.