La revista de la Organización de
Estados Iberoamericanos —Revista iberoamericana de educación—, Vol. 78 #1 de
septiembre-diciembre de 2018, tiene un monográfico denominado «Neurodidáctica
en el aula: transformando la educación».
Un abrebocas
Chema Lázaro Navacerrada y Susana
Mateos Sánchez hacen la Presentación del monográfico de la revista de la OEI.
Él es profesor investigador, CEO de Niuco, un negocio español de venta de
asesorías a nombre de la ciencia, pero no es neurocientífico; y ella es jefa de
Estudios del Colegio bilingüe Humanitas de Torrejón (España). Allí señalan lo
siguiente:
-
«[…] el cerebro aprende
a través de la experiencia […]»;
-
«[…] uno de los
principios de la neurodidáctica […] es
que no se puede aprender sin emoción. Y
es aquí donde entra en juego nuestro cerebro emocional, en los mecanismos
básicos para el aprendizaje, así como los neurotransmisores implicados en el
mismo, en conexión con el área prefrontal del cerebro, sede de las funciones
ejecutivas, imprescindibles para un adecuado aprendizaje»;
-
«[…] nuestro cerebro aprende
mejor en compañía de otros y, por tanto, nuestro cerebro es social»;
-
«por ello, en la medida en la que utilicemos
metodologías activas y participativas, como el aprendizaje cooperativo y el
aprendizaje basado en proyectos, no sólo fomenta las relaciones sociales, sino
el nivel de atención en la tarea. Y si además lo hacemos a través del juego,
esto genera placer y bienestar, impactando directamente en su nivel de
motivación»;
- «[…] hábitos saludables como el ejercicio físico y una buena alimentación influyen de manera significativamente positiva en nuestro cerebro, predisponiéndolo en mejor medida hacia los nuevos aprendizajes y a consolidar los que ya tienen».
¡Son las mismas ideas de antaño!:
la experiencia, la emoción y la interacción como parte del aprendizaje; el
fomento educativo de la actividad, del juego y de la participación; la
consideración de la salud física como condición del aprendizaje... sólo que esta
vez están adosadas con palabras venidas de las neurociencias, pero no por
razonamientos de la disciplina. Basta reemplazar ‘cerebro’ y tendremos
frases conocidas en el ámbito educativo
desde hace siglos: “el sujeto aprende
a través de la experiencia”, "el conocimiento está aunado a la emoción", “el sujeto aprende mejor en compañía de otros”,
etc. Nada que no hayan dicho ya los pedagogos clásicos y, mucho después, los psicólogos.
Claramente, NO se trata de lo que la ciencia
puede decir, sino de recontextualizaciones, hechas por dos educadores,
no por neurocientíficos. Claro está que la
recontextualización también puede ser hecha por científicos, caso en el que
ganan otro tono de enunciación; suele suceder que, dado su prestigio en una disciplina, se
pronuncien sobre asuntos ajenos a su objeto de conocimiento (como Rodolfo Llinás, por ejemplo), no siempre con acierto.
Cinco principios
El primer artículo se llama «5
principios de la neuroeducación que la familia debería saber y poner en
práctica». Es escrito por David
Bueno y Anna Forés. Ambos son de la Universidad de Barcelona (España): el
primero, de la Sección de Genética Biomédica, Evolutiva y del Desarrollo; y la
segunda, del Departamento de Didáctica y Organización Educativa.
El científico y la educadora, pues se van a referir a la educación desde la perspectiva de las neurociencias. Sin embargo, ¿basta con que las dos partes estén representadas por sendos personajes? Un encuentro no constituye una interdisciplina. Las perspectivas pueden ser tan diversas que el terreno común para poder hablar no sea ninguno de los aludidos en el tema del monográfico, sino el sentido común de la recontextualización de la neurociencia, en el ámbito ya recontextualizador de la educación. Y, si no, véanse las expresiones en el título del artículo: “que la familia debería saber”, y en el nombre del monográfico: “transformando la educación”.
La neurociencia es un ámbito muy activo, con
mucha producción, pero no podemos decir que tiene “avances en educación” (lo
que en la revista se denomina con un neologismo que, no por curioso significa
algo en términos epistémicos: “neuroeducación”). Alentados por esta ilusión,
ahora los autores quieren que las familias lo apliquen en la vida cotidiana.
Esto sólo prueba lo que decía Basil Bernstein: que la diferencia en los
resultados educativos estaba relacionada con la manera como la escuela está
incorporada en la vida familiar: ¿quiénes están dispuestos a “poner en
práctica” los principios esbozados en la publicación?
Sin que se haya sustentado la pertinencia del
espacio así creado, los autores sueñan con que padres y madres optimicen el
aprendizaje y el desarrollo cognitivo de sus hijos mediante el conocimiento de
los principios de la neurociencia. ¿Y cómo?: ¿se trata de que se vuelvan
neurocientíficos? No, más bien de que se apropien de unas consignas y las
pongan a andar. O sea: pasamos del campo de saber al campo de la política (de
una débil política, además). Según los autores, ello impactaría positivamente la
calidad de vida de la familia. No estudian la relación entre condiciones
educativas y nivel socioeconómico, que podrían estar determinadas no por los
buenos propósitos de una política educativa ad hoc, sino por las relaciones
sociales.
Veamos los principios a los que se refieren:
Cada cerebro es único
Y, por tanto, cada persona. Por esa
vía, lo mismo ocurre con los chimpancés; de hecho, no hay dos ejemplares
idénticos de ninguna especie. El asunto es si esa singularidad es relevante.
Cuando se ponen veinte mil huevos por vez (como ciertas especies de ranas), es
seguro que un alto porcentaje va a ser devorado por otros animales. La
“apuesta” de la especie es por los sobrevivientes, sean los que sean. Necio
sería ponerle un nombre a cada uno. En cambio los seres humanos tienen nombre; su
singularidad no está en el hecho de que cada cerebro sea único, sino en el
hecho de que ha sido producido subjetivamente, por lo cual sólo tiene la opción
de ser único. Compartimos más del 99% de los genes con los chimpancés, los
cerebros de ambos son únicos, pero los hombres son singulares. Si bien los chimpancés también, esa singularidad no es
relevante; lo relevante es el hecho de que pertenecen a la misma especie, es
decir que son particulares. Para la especie, el asunto es que se
reproduzcan. Los hombres, en cambio, ya no pueden ser definidos por las
características de la especie, una vez han devenido seres hablantes, pues ahora
no pueden formar conjunto (que es una propiedad de lo singular). Si podemos
decir que los chimpancés pertenecen a una especie es porque son particulares
(son parte de). Esto se puede decir en jerga recontextualizada de la
neurociencia: el cerebro de cada uno combina de forma única factores
genéticos y experiencias personales, plasticidad cerebral manifiesta en las
conexiones sinápticas. Pero, aun así, no es cierto que esto sea lo que permite a
cada persona desarrollar su propia manera de pensar, actuar y sentir —como
dicen los autores—, pues esa diferencia no está en los cerebros, sino en el
lenguaje, en la cultura. Otra cosa es decir que el cerebro es condición material
de que haya lenguaje, pero no determina al lenguaje ni, por lo tanto, la
singularidad.
Uno puede decir que cada
interacción y experiencia que tienen los niños influye en la formación de
nuevas conexiones neuronales, o puede decir que cada interacción y experiencia
que tienen los niños influye en la formación de vínculos, de preguntas, de
saberes… que, por supuesto tienen soporte en el sistema nervioso central pero que —otra vez— no están determinados por dicho
sistema. Si lo que afecta el desarrollo cognitivo y emocional son las
conexiones cerebrales, pues uno tendría que quejarse de su cerebro y no de las
decisiones que ha tomado en relación con los demás y con la cultura.
De estas ideas elementales, que no necesitan el soporte de las neurociencias, los
autores concluyen que padres y educadores deben ser conscientes de que cada
experiencia cuenta en la formación del cerebro de los niños. Pero ¿cómo introducir un “deber ser” cuando se está
hablando de neurociencias? El tema de “ser consciente” implica un contexto
distinto al estudio del sistema nervioso central. Se habla de que padres y
maestros tendrían una responsabilidad, cuando de lo que se está hablando es de
la determinación biológica, donde no cabe la posición ética. Ésta sólo tiene
lugar si consideramos un ámbito más allá de la determinación. Proporcionar
entornos estimulantes y seguros a los niños corresponde a la cultura, a la
sociedad, a la familia, a las decisiones de cada uno; y está tan alejado de la
determinación biológica, que podemos esperar
todo lo contrario… a diferencia de las especies animales, donde es esperable
cierto margen de comportamiento ante estímulos parecidos. Por eso podemos decir que los animales son
particulares, mientras que la imprevisibilidad de los seres humanos los
distancia de las propiedades comunes de la especie y los pone en relación con
otros asuntos.
Los enfoques educativos y de
crianza tienen en cuenta estas cosas desde
los orígenes de la humanidad, cuando no había neurociencias, y todo por atender
a la condición humana, sin necesidad de haber entendido la condición neuronal. Entender
la condición neuronal es un hallazgo muy importante, pero no reemplaza las
condiciones que no tienen que ver con lo biológico. Que “cada
niño es diferente” lo sabemos después de una
mínima experiencia con los demás, sin entender de sinapsis. Y si ahora se
intenta sustentarlo mediante la idea de las sinapsis, es en un ejercicio en el
que se usurpan saberes que
sí apuntan a caracterizar la singularidad humana, tales como la filosofía, la
antropología, la sociología, el psicoanálisis. Que los efectos de la familia y
la educación se producen uno por uno lo sabemos, igualmente, a partir de la
vida social. Que los niños no aceptan todo lo que se les ofrece o lo que se les
exige no lo entendemos a partir de los consejos de un tándem entre un biólogo y
una educadora, sino a partir de cualquier interacción social con los niños.
Epigénesis
Según los autores, el desarrollo
del cerebro tiene que ver, de un lado, con la base proporcionada por los genes;
y, de otro lado, con
la experiencia. Por eso hablan de epigenética, es decir,
de los cambios en la expresión de los genes que no alteran la secuencia de ADN.
Así, los genes no
determinarían completamente quiénes seremos. En tal sentido, las decisiones de los padres serían importantes; pero, en
este punto, a los autores sólo se les ocurre hablar del consumo de
sustancias durante la adolescencia. ¡Un discurso moral adornado de palabras
altisonantes de las neurociencias!: no consumas sustancias, pues dejarán marcas en las células reproductivas, lo
que, a su vez, influirá en el desarrollo cerebral de tus hijos! ¿Qué entender,
entonces, por la base que proporcionan los genes para el desarrollo del cerebro? La influencia significativa de los padres en el
desarrollo de sus hijos ¿está en el punto justo
para introducir un discurso moralista? ¿No estaría, más bien, en su inserción
en la vida social, en la vida cultural, en sus decisiones subjetivas, en el
deseo hacia sus hijos?
Desde antes del nacimiento
Los autores informan que el cerebro
empieza a formarse y a establecer conexiones neuronales desde las primeras
semanas de gestación (de una vez, advertencia para quienes exigen la
legalización del aborto, pues esto presenta una forma más de sustentar que en
el aborto de está matando a un ser humano). Destacan que las decisiones que
toman las madres durante el embarazo, en
relación con alimentación y actividad física, tienen un impacto directo
en el desarrollo cerebral del feto. ¡Otra vez un discurso moral!: madres, si no hacen ejercicio y comen bien, ponen en
riesgo el cerebro del niño por nacer… como si las relaciones sociales fueran homogéneas,
como si por el hecho de ser gestante una mujer tuviera a su disposición la
alimentación balanceada que recomiendan dietistas y nutricionistas, así como el
tiempo para realizar unos ejercicios adecuados. Pero, entonces, ¿cómo
sobrevivió la humanidad antes de que existiera la medicina moderna? Recordemos
que los dietistas y los nutricionistas son del siglo XX y sólo fueron posibles
por los descubrimientos hechos en el siglo XIX sobre las vitaminas y los
nutrientes.
Según
este discurso moralista, los hijos más activos físicamente provienen de madres que practican ejercicio
físico durante el embarazo. Es decir, las personas no toman la decisión de ser activas físicamente, sino que eso
está determinado por lo que hizo la madre durante el embarazo. Y aquí retorna el
discurso moralista: si consumes
tabaco mientras estás en embarazo, hay más riesgo de que tu hijo desarrolle
trastornos mentales. ¡Como si los trastornos mentales se transmitieran epigenéticamente!
Si así fuera, la medicina no habría desarrollado la psiquiatría, sino
únicamente la neurología. Para la medicina misma es evidente que la llamada enfermedad
mental generalmente no tiene causas genéticas.
Estamos
suponiendo un traspaso material (marcas en las células reproductivas,
dijeron) y, a continuación, como si fuera la
misma cosa, se refieren a las interacciones emocionales entre los padres
durante el embarazo, en relación con las influencias en el cerebro del feto. Consumir drogas y mantener cierto tipo de interacción
emocional ¿son del mismo nivel de análisis?
La
moraleja que sacan los autores es la importancia de cuidar tanto el
cuerpo como la mente durante el embarazo para fomentar un desarrollo cerebral
saludable. Tal vez creen estar inventando ese eslogan, siendo que Juvenal lo
escribió el las Sátiras, en el siglo II: “mente sana en cuerpo sano”… lo
cual también tenía su toque moralista, pues la frase completa dice: “Debemos
orar para que haya una mente sana en un cuerpo sano”. Con todo, las otras especies que tienen cerebro no cuidan su cuerpo
y su mente durante el embarazo siguiendo consignas de iluminados, pues su relación con ambas cosas es instintiva. Por
eso tienen un desempeño estándar, gracias al cual han podido sobrevivir. Si con
el hombre hay que tener esas precauciones, es porque su estatuto no es natural;
como venimos diciendo, es social, cultural.
Plasticidad cerebral
Aunque la mayoría de las neuronas
ya están presentes al nacer, según los autores es mediante las experiencias y
el aprendizaje que el cerebro sigue construyendo y fortaleciendo sus
conexiones. Ahora bien, ¿por qué los
chimpancés —que también
tienen cerebro, que también tienen experiencia y aprendizaje— no hacen neurociencias? Pues porque no tienen lenguaje.
De manera que ‘experiencia’ y ‘aprendizaje’ son de un orden muy distinto cuando
de los seres hablantes hablamos, pues no se trata de la experiencia peculiar de
una especie, sino de la experiencia que nos define y no puede ser sin el otro; de
ahí que Bachelard sugiera hablar de experimentación en la ciencia y no
de ‘experiencia’. Mientras que la experiencia es sensible, la experimentación
es inteligible.
Así
las cosas, ¿no resulta contradictorio decir —como lo hacen los autores— que el cerebro se adapta y, al mismo tiempo entender —como
hace Ortega y Gasset— que el ser hablante no se adapta al medio sino que lo
transforma? También hace falta aclarar lo que significa la afirmación de que el
cerebro cambia a lo largo de la vida, pues los cambios en el cerebro del
chimpancé serán concomitantes con las rutinas (el instinto es repetitivo) de alimentación, protección y
reproducción del animal. Pero, en el caso del ser hablante es algo muy
distinto, porque hay un acervo cultural inmenso y renovado todo el tiempo; y el
soporte de tal motivo de cambio no es principalmente una experiencia empírica,
sino una vivencia social; no con soporte cerebral, sino con soporte simbólico (la escritura).
Con tales ideas, los autores llaman
a proporcionar entornos ricos y estimulantes para que el cerebro infantil
desarrolle una mayor cantidad de conexiones neuronales, lo que a su vez
contribuye a una mayor capacidad de aprendizaje y resiliencia cognitiva. ¿Y si
no decimos ‘cerebro’? Si decimos que entornos ricos y estimulantes desarrollan
una mayor cantidad de relaciones y una mayor capacidad de aprendizaje y
resiliencia cognitiva, ¿estaríamos diciendo algo distinto? ¿Qué ganamos con
saber que la ‘caída de la bolsa bursátil’ no es por causa de la fuerza
gravitacional? Y no es que no sea interesante conocer las causas de los efectos
de la gravitación, sino que no aplica en ese caso. Con todo, ¿qué significa proporcionar
entornos ricos y estimulantes? ¿Acaso la vida social no proporciona todo el
tiempo ese desafío? Otra vez: antes de que hubiera neurociencias, ¿no había entornos
ricos y estimulantes? Si la respuesta es sí, dado que hemos brindado —durante milenios—
esos espacios, sin necesidad de ese conocimiento, entonces la solicitud que
hacen los autores resulta siendo redundante. Con el agravante de que quienes no
brindan ese tipo de entornos, no van a pasar a brindarlos en virtud de una
solicitud de esa naturaleza. ¡Por alguna razón no lo hacen, y esa razón no es
la de estar desinformados!
No creo que sea asunto de las
neurociencias hablar de un “desarrollo cerebral equilibrado y saludable”. Es más bien la vena moralista de los autores la
que hace presencia, sirviéndose de un ropaje cientificista; el hecho es que, con
ocasión de que en el cerebro se producen “podas sinápticas” (eliminación de conexiones
no utilizadas), los autores demandan a padres, educadores, instituciones
educativas y
responsables de políticas públicas… proporcionar experiencias
significativas y variadas. ¡Como si los autores estuvieran en posición de
pontificar! ¡Como si padres, educadores y burócratas estuvieran pidiendo
pontífice. Dizque se tomarían decisiones
informadas al conocer cómo funciona el cerebro… pero, las demandas superfluas y
moralistas ¿están enseñando algo a padres y a educadores? La demanda no pone al
otro en posición de aprender, sino de obedecer. Pero, si pueden cumplir un
papel activo en el desarrollo cognitivo y emocional de los jóvenes no es por comprender
los principios de la neuroeducación explicitados, sino por su propia relación
con la vida, con la sociedad, con la cultura, con el saber, con los jóvenes,
con su deseo.
Ventanas de oportunidad
Periodos durante los cuales el
cerebro está más receptivo a producir habilidades cognitivas, emocionales y
sociales: de 0 a 3 años (estímulos del entorno, bases para el desarrollo
emocional y social), de 4 a 11 años (habilidades académicas: lectura, escritura
y razonamiento lógico) y la adolescencia (maduración en la toma de decisiones y
el control emocional). Piden, entonces, proporcionar una educación más adaptada a las
necesidades individuales de cada niño, en atención a estas
ventanas.
He ahí una comprensión etológica del ser
humano. ¡Ojalá las cosas fueran así! Pero estamos hablando de seres hablantes,
es decir, de aquellos que no atraviesan principalmente etapas de desarrollo, sino sobre todo duelos.
Y bien, como estas ideas que los autores traen a cuento son hallazgos recientes, hemos de entender que
Freud, Einstein, Picasso, Stravinski, Eliot, Graham y Gandhi —retomo las personas que escogió Gardner para ilustrar
sus inteligencias múltiples— fueron estimulados por el entorno, tuvieron
habilidades académicas y maduraron en la toma de decisiones y el control
emocional, sin que sus padres y maestros hubieran conocido las “ventanas de
oportunidad” en términos de las neurociencias.
Entonces,
¿qué le agrega a la educación este tipo de demandas? Entendemos que es
conocimiento propio de una disciplina, de manera que su recontextualización en
el ámbito educativo no es achacable a la disciplina misma, sino a aquellos que
hacen el ejercicio de adaptación, iluminados —como hemos visto— por buenos
propósitos y posiciones moralistas, y desiluminados de los límites del objeto
de las neurociencias.
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