martes, 29 de octubre de 2019

¿Necesitamos un cambio educativo rápido y profundo?


La frase anterior, sin los signos de interrogación, es el título de una entrevista reciente (2019-09-11) a Mariano Fernández Enguita, sociólogo y catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, con ocasión de la publicación de “uno de sus últimos libros” (¿publicó varios al mismo tiempo?, ¿o ya publicó otro, dos semana después?), llamado La educación en la encrucijada (Fundación Santillana). La entrevista está publicada en el portal Educación 3.0[1].

Análisis o prescripción


El autor dice analizar la educación actual “teniendo en cuenta los cambios tecnológicos y sociales” y pasa —sin solución de continuidad— a decir “qué necesita la escuela actual o el profesorado”. Esta típica salida, sin embargo,
-       no explica la relación que hay entre la especificidad de la educación (de hecho, el autor la sigue denominado así, independientemente de los cambios que registra en ella) y lo que llama “un mundo que ya es global, digital y mutante”;
-       ni tampoco explica cómo saltó al plano de las prescripciones.

     En relación con la primera, pensamos que sólo la comprensión de lo que es la educación permitirá entender el sentido de los cambios registrados, no al contrario: no son los cambios de momento los que le dan el sentido a la educación. Si sólo buscamos comprender los cambios, quedamos a merced del momento, de la moda: la “visibilidad” de los cambios depende del punto de vista. Y, en relación con la segunda, es necesario explicitar el puente entre la comprensión y la prescripción, pues no son estrictamente concomitantes: no todo lo que se proponga a nombre de una teoría se desprende de ella. De hecho, varias salidas prácticas son posibles a partir de una misma comprensión.

La utilidad del saber


En nuestra época está de moda un lema según el cual “el saber debe servir para algo”. Es un lema de éxito comercial, pero pobre desde el punto de vista del saber, pues los hallazgos prácticos no suelen coincidir con los momentos de las búsquedas cognitivas. Dada la vigencia del estereotipo mencionado, la primera pregunta que el entrevistador hace al autor es la siguiente: “¿cuáles son los retos de la educación del futuro?”. Un sociólogo tendría que interrogar esos términos, pero en este caso tenemos es a un autor, es decir, a alguien que quiere vender su libro, y por eso manda a la investigación social de paseo mientras tanto. ¿Y por qué tendría que cuestionar la pregunta? Si la condición actual (un mundo “global, digital y mutante”) nos tomó por sorpresa —razón por la cual hace el análisis y sugiere unas salidas—, ¿ya no demostramos que no podemos prever? Pero el autor pasa por encima de esto y responde; para ello, trae a cuento a un escritor estadounidense que dice: “el futuro ya está aquí”… ¡el lema con el que se introdujo la doctrina neoliberal en Colombia! La frase, “el futuro ya está aquí”, es una contradicción en los términos, pero funciona para hacer política o publicidad. De esta forma, la prescripción de Mariano Fernández es de naturaleza política y/o comercial, pero no sociológica.
     Ese contradictorio futuro (para asuntos explicativos, insistimos, pues en algunos otros ámbitos funciona a las mil maravillas), materializado hoy en la “digitalización”, el autor lo opone a un pasado que, como en las propagandas, es negativo. Así, a un decadente mundo “nacional, impreso y previsible”, le opone un promisorio mundo “global, digital y mutante”. Ahora bien:
-      Global’… y, sin embargo, le paga la Universidad Complutense de Madrid;
-      digital’… y, sin embargo, está promoviendo un libro impreso;
-      mutante’… y, sin embargo, lo propone en un libro que pretende prever lo que va a pasar.

     ¿Se nota la triple contradicción? Pero, bueno, eso de fijarse en el pasado —la frase que se acaba de decir— ya no está de moda. Y, como todo un político/promotor comercial, pasa a decir lo que la globalización requiere: “conciencia de una comunidad global, humana, ya no nacional”… pero lo dice en un país que cierra sus fronteras —lo contrario de ‘global’— a la indigencia que ha dejado la historia en África; una historia no muy “humana” o, si se quiere, muy humana, pero no en el sentido de la “multiculturalidad” a la que alude el autor. Más que “comprender y entender al diferente”, lo que hubo históricamente fue un expolio al que hoy los países “globales” responden, paradójicamente, con muros. Por eso cabe la pregunta de si la “fluidez digital” que reclama el autor para un “nuevo ecosistema informacional”, va a enriquecer a esos pueblos que bañan las costas de Europa con sus náufragos exánimes, o si promueve nuevas formas de expolio.


Mariano Fernández Enguita

¿Gestionar la incertidumbre?


Propone que es necesario “gestionar la incertidumbre”, pero ¿a causa de las avenidas de información o a causa de las estrechas vías de la condición humana? Si sostiene que la vida es incierta, que el “ecosistema informacional” nos tomó por sorpresa, ¿en qué se basa para justificar una “gestión de la incertidumbre”? Cuántos como él no hicieron predicciones que no alcanzaron a ser verosímiles ni un quinquenio (véase, en Colombia, el caso de la Misión de sabios para la educación).
     El tono de la investigación en ciencias sociales —no olvidemos que nuestro autor es sociólogo— es comprender lo social a partir de ciertas categorías. Lo dicen los mismos padres de esa disciplina, en sus diversas tendencias. Pero, en este caso, vemos que el autor responde con beneplácito a la pregunta “¿Qué debe cambiarse en el sistema educativo para afrontar esos retos?”. El ‘debe’ es el tono de la política, no el de las ciencias sociales; es apropiado para quien pontifica: le queda bien a un ministro de educación, a un candidato, a la UNESCO, a la OCDE. Ahora bien, en sus ratos libres, un investigador puede ejercer la triste práctica de la idealización (se puede vender como “experto”): proponer lo irrealizable, mientras arruina la posibilidad de un esfuerzo en pos de estar a la altura de la condición humana… Claro que está en su derecho de decir que lo hace en tanto sujeto de consumo, no en tanto investigador de las ciencias sociales.
     De todas maneras, nuestro autor contesta la pregunta, muerde la carnada, pues es de la misma estofa que él usa en sus propios anzuelos. Dice que “La imprenta creó un nuevo [SIC] ecosistema comunicacional que se expandió a todo…”; es cierto, pero ¿no habría que decir que esos ámbitos (religión, trabajo, comercio, banca, jurisprudencia, administración, etc.) estaban hechos de tal manera que ese invento ajustaba? Por eso, es posible encontrar fenómenos culturales sin la misma docilidad: los amish, por ejemplo, o algunas etnias en inmediaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta que no permiten el arribo de la electricidad hasta sus poblaciones.

¿Deshacer el invento de Comenio?


Según nuestro autor, Comenio se inventó la siguiente serie: “el aula, con una clase de estudiantes, un libro de texto, un programa y un maestro al frente”. Pues bien, parece que esto realiza —de cierta forma— algo de la especificidad de la educación; de lo contrario, ¿habría perdurado más de tres siglos y medio? Ahora bien, hay otras maneras, evidentemente, pues las épocas introducen su plus en esa realización. Pero ¿en qué medida esas otras maneras realizan lo educativo?, ¿qué otras especificidades introducen? Porque ya nuestro autor está pidiendo “un cambio de ecosistema mucho más rápido y profundo, porque la digitalización ha hecho en tres decenios más que la imprenta en tres siglos”.
     Vamos por partes:
-      un cambio de ecosistema “mucho más rápido”.
Si la rapidez le fuera inherente, la educación necesitaría un ecosistema mucho más rápido. Pero ¿lo es? El tiempo sí lo es: la formación inyecta tiempo propio que el aprendiz no tiene. No tiene ni el aprendiz del siglo XVII —jugando con un trompo—, ni el del siglo XXI —jugando con un smartphone—. La velocidad interviene decididamente en los asuntos de información, pero no en los de formación. No discutimos la necesidad de esa información, ni la actual pertinencia de su rapidez, pero esas características no son trasplantables sin más a la educación (incluso: a todos los niveles de la educación). Desde el comienzo estamos diciendo que las declaraciones de nuestro autor adolecen de una respuesta a la pregunta: ¿cuál es el “ecosistema” (para usar su expresión) propio de la educación?
-      Un cambio de ecosistema “mucho más profundo”.
Quizá a la educación no se le aplique la oposición superficial/profundo. La resistencia del sujeto, el límite, el saber, la puesta en escena del docente… todo eso está ahí, al alcance de la mano (si se tiene la perspectiva que los puede desagregar del fenómeno y darles un orden). Ninguno de esos elementos está distribuido por “honduras”. Están distribuidos según una lógica más compleja; por ejemplo, en términos de la lógica modal: hay ahí asuntos necesarios, posibles, contingentes e imposibles. Con eso se configura un “ecosistema educativo” que no está hecho simplemente del “desafío” —el entrevistador usa esa palabra— de la digitalización, sino que más bien inscribe ese “desafío” en su propia lógica.
-      “[…] porque la digitalización ha hecho en tres decenios más que la imprenta en tres siglos”.
Ese “porque” no tiene lugar. Si lo que el autor dice sobre la digitalización fuera cierto, todavía nos debe la explicación de por qué lo que ella ha hecho hace necesario un cambio de “ecosistema educativo”. Con todo, ¿es legítimo comparar los medios actuales con la imprenta?; sin ella, ¿habría habido lo que el autor llama “digitalización”? Por otra parte, ¿hemos de medir con la cronología de hoy los pasos de ayer? ¿Qué quiere decir que la digitalización “ha hecho más”?

     Con esto no evadimos la interesante cuestión de la relación entre la escuela y lo que el autor llama “digitalización”. Pero ¿acaso una función cultural se supedita a un cuestión instrumental? Cuando aparecieron la radio, el cine y la televisión hubo discusiones similares, enunciados apocalípticos, propuestas de transformación radical… A la luz de más de un siglo de estas tensiones, podemos decir que el “desafío” ni es muy nuevo ni justifica una aniquilación de la especificidad de la educación.

En su lugar, más de lo mismo


Entonces, en lugar de “aula, estudiantes, libro, programa y maestro al frente”, el autor propone que los centros educativos:
-      “deben dejar de ser aulas apiladas”.
El tono de quien se dirige al otro anteponiendo un “debe” no es el de un investigador, sino el de un político y/o el de un vendedor. Lo de “aulas apiladas” está dicho para que el interlocutor sienta rechazo; pero ¿qué son esas aulas en términos de la puesta en acto de la educación? No necesita informarlo el autor, pues ya tiene a sus lectores de su lado, rechazando el hacinamiento en abstracto, como consigna comercial. Con todo, hemos de decir que la necesidad de tener a los aprendices en un mismo lugar, susceptible de ser controlado y con elementos al alcance, produjo cierta manera de organizar los centros educativos. Ahora bien, si las disponibilidades mencionadas son necesarias, no lo son forzosamente las maneras de haberlo resuelto históricamente; hay centros que son salones apilados, efectivamente, pero también hay centros educativos en zonas campestres con otro tipo de disposición (con arquitecturas ad hoc). Esas maneras no son aleatorias; hay una historia de la realización en tiempo y espacio de la especificidad educativa. Y no olvidemos que ese plus social específico también puede realizar otras especificidades. Pero, finalmente, los salones apilados —con todo lo negativos que puedan ser— ¿determinan cierto tipo de formación? Nuestro autor no estudió en un centro educativo como el revolucionario que propone, ¿y es por eso incapaz de pensar el proceso educativo?, ¿de ser un sociólogo? Y, en el otro sentido, los centro educativos llenos de espacios amables —con todo lo positivos que puedan ser—, ¿determinan cierto tipo de formación? Tampoco es forzosamente así. Los hallazgos tecnológicos tienen infinidad de aplicaciones; es necesario establecer cómo se articulan a la especificidad de la educación.
-      “Rompan con el modelo de un docente, un grupo-clase, un aula y una materia”.
No explica el autor por qué hay que “romper”, pues está asistido por la razón que le da el principio comercial de la innovación que condena per se lo pasado. Con todo, que los estudiantes tengan varios maestros, que los grupos cambien de composición, que se articulen los temas… ¿en qué transforma el asunto de que hay maestro, de que hay estudiante, de que hay tema? Son cambios que, pese a la sustentación que tengan, no tocan lo esencial. Habrá razones sociales (las mujeres separadas de los hombres), razones instrumentales (llegaron nuevos aparatos), razones fiscales (reducir el costo per cápita de la educación)… pero la pregunta es si lo dispuesto le tributa o no a la formación (de lo contrario, tocaría decir que Sócrates no educó a nadie).
-      “Dar unidad de propósito al plantel de educadores”, para lo cual se requieren “proyectos de centro reales y coherentes, direcciones con competencias pedagógicas, equipos internos más especializados y colaboración vertical y horizontal en redes de centros”.
Más allá de que el autor tenga razón en este mandato (recordemos que habla de “deber”), no vemos novedad en él. Se trata de lo que se dice hace ya siglos, presente en todas las políticas educativas: unidad de propósito, coherencia, competencia, especialización, colaboración. No obstante, si todo eso que dice el político es tan bueno, ¿por qué hay que decirlo una y otra vez? El investigador social, en cambio, estudia las condiciones de posibilidad de la educación, y peor para su investigación si olvida que la “unidad de propósito” es una petición de principios que no parece tener en cuenta la subjetividad (por ejemplo, la manera como se producen los maestros en condiciones específicas).

“Deberían”… ¿según quién?


El autor propone que los docentes:
-       deben “ir un paso por delante de sus estudiantes…”.
¡Pero es así por estructura! (basta con ojear la etimología de ‘maestro’ o de ‘docente’). ¿No es por eso por lo que les pagan? Sólo hoy, a nombre de otros supuestos “desafíos” (originados en otras propagandas), algunos maestros no sólo se declaran iguales, sino que se igualan, con lo que no van un paso por delante. El autor habla de los docentes como “profesionales cultos, cívicos y avanzados”, pero estas características ¿sólo están un paso más allá de quien no es culto, ni cívico, ni avanzado? (y no por carente, sino porque tales condiciones han de ser producidas). El asunto es si los docentes “deben” ir un paso por delante para satisfacer al cliente o para formar, dos procedimientos excluyentes.
-       Deben “ser globalistas, humanistas, abiertos”, a causa de estar en un “mundo global”.
Como se ve, el autor da por buenas tales características, sin ubicar tensiones entre culturas, efectos negativos (como la segregación y la contaminación) y las condiciones sociales específicas (como enseñar en zona de conflicto).
-       Deben “ser digitalmente competentes, computacionalmente informados”, a causa de estar en un “mundo digital”.
En primer lugar, más que en un mundo digital, estamos en un mundo complejo donde 750 millones de personas viven en extrema pobreza (dato del Banco Mundial). En segundo lugar, es esperable que los maestros no tengan la misma “competencia digital”, pues se trata de algo que se introduce socialmente, culturalmente, comercialmente… no algo que se introduce por los buenos consejos de quien quiere dictarle a los maestros el “deber-ser”. Y, en tercer lugar, sólo a condición de atender a las condiciones de posibilidad de la formación encontrará un lugar dicha “competencia digital”, pues los aparatos respectivos están ya en las escuelas… el problema es que también pueden constituir rechazos a la formación (¿es constitutivo de la escena cultural de un concierto que las personas contesten su celular?).
-       Deben “ser abiertos, adaptativos y creativos”, a causa de estar en un “mundo en cambio”.
El mundo, por definición, está en cambio, de manera que no ha descubierto el sociólogo nada nuevo y, por lo tanto, su imperativo no funciona. Ahora bien, la ‘apertura’, la ‘adaptación’ y la ‘creatividad’ ¿son asuntos que nacen por una sugerencia? ¿No son, más bien, posiciones del sujeto atadas a su historia? De ser así, decir que los profesores deben ser X o Y no tiene ningún efecto, pues o bien habría que intervenir su historia, cosa que ya no podemos hacer, porque ya son otra cosa; o bien, habría que intervenir en su presente de manera que constituya —a futuro— una historia diferente. ¡No se crean condiciones de posibilidad diciendo qué “se debe” hacer!
-       Deben “encarnar en su propio trabajo lo que quieren o dicen querer para el alumnado en sus enseñanzas: responsables, colaborativos…”.
Si los maestros están enseñando eso (responsabilidad, colaboración…), entonces en las instituciones que llevan el nombre de “educativas” está sucediendo algo distinto a la educación. Porque es sabido que esos asuntos no se enseñan (aunque se mencionen), sino que son un efecto posible del trabajo docente en relación con el saber. El docente que convierte lo moral en tema de la enseñanza ejerce un doble engaño: no enseña aquello que supuestamente sabe, pero tampoco produce los efectos morales buscados (pues éstos no son el resultado de la cantaleta sino de cierto tipo de relación).
Y no hay necesidad de pedir consistencia entre lo que el maestro es y lo que predica, pues los estudiantes son inteligentes y se lo cobrarán a aquel que no tenga esa consistencia; ahora bien, desde el punto de vista formativo, la consistencia interesante no es que haya poco trecho entre el dicho y el hecho, sino que el maestro esté causado por el deseo de saber y quiere pasar esa posta.


¿Un giro copernicano?


Lo que el autor llama “entorno tecnológico digital” supuestamente provoca el siguiente “giro copernicano” en educación:
-       “El eje pasa de la enseñanza al aprendizaje […]”.
Como el autor está pensando en “giros”, le atribuye una de sus propiedades —el ‘eje’— a la educación. Pero ¿tiene eje la educación? Atención: el giro —si tiene ejes— no necesariamente es para cambiar: es también para volver al mismo sitio (como cuando se habla de “X revoluciones por minuto”). Que una moda política haya introducido un parloteo en el sentido de que ahora el “centro” (otra vez la comparación) de la educación no es el profesor sino el alumno (está en nuestra Ley General de educación), no quiere decir que la comprensión de la educación tenga que someterse a esas figuras retóricas. Docente y estudiante son lugares disímiles y, por lo tanto, no son intercambiables. De nuevo, habría que preguntarse por los efectos del mencionado “entorno tecnológico digital”, pero no pasar directamente a convertirlo en el “entorno educativo” mismo. Muchas prácticas de la vida diaria están tocadas por las nuevas tecnologías, pero ¿han trasformado su especificidad o han incorporado tales tecnologías en su propia lógica? Meter aparatos a la educación es fácil, lo complejo es sostener la especificidad de la formación.
-       “[…] porque la información y el conocimiento ya no necesitan ni pueden venir simplemente del profesor”.
En primer lugar, el profesor informa, inevitablemente, pero no tiene el monopolio de la información, ni es ese su asunto (por lo tanto, si lo busca, encontrará la irrisión). La información acontece socialmente y, por lo tanto, desborda —cada vez más— la función educativa. Si uno cree que ese es el asunto de la educación, coincidirá con la afirmación del autor: “la información ya no necesita del profesor” (los empleadores del autor deberían tomar esta declaración al pie de la letra y dejarlo insubsistente). En segundo lugar, el profesor tiene relación con el conocimiento, inevitablemente, pero no tiene su monopolio, ni su asunto es simplemente exponerlo; tiene una relación personal con el conocimiento, lo cual queda por fuera de que sea “simplemente el profesor” su fuente, como dice la cita.
La información y el conocimiento nunca han estado en el profesor. Por lo tanto, decir que debe dejar de ser así es una perogrullada. En cambio, producir una relación con el saber sí es su asunto, y eso no está en ningún soporte tecnológico.
-       “[…] la inteligencia artificial ha desplazado su eje de la enseñanza al aprendizaje […]”.
La afirmación anterior, de estirpe animista, merece una claridad: sólo las inteligencias no-artificiales (las personas) pueden "darle giros" a la AI. Así mismo hay que aclarar la idea de que “las máquinas aprenden”, que trae a cuento el autor: las máquinas pueden ser programadas para aprender (y habría que especificar lo que en este contextos se entiende por “aprender”), lo cual es otra cosa. El autor está obnubilado con la idea de que hoy no se pone el conocimiento humano en la máquina, sino que ésta aprende sola. No cae en cuenta de lo siguiente: 1.– la programación no es información, sino sintaxis; 2.– la educación no es transmitir al aprendiz el conocimiento humano; la “enseñanza transmisiva” —expresión del autor— es un pasmarote inventado para denostar de la “educación tradicional”, que es otro pasmarote para justificar las “innovaciones” que, en muchos casos, provienen de conocer pocas ideas y experiencias pasadas.
-       “Creo que hay que romper, ya, con el aula convencional [...]”.
Romper con lo convencional está en el alma adolescente, y se entiende, pero el mundo dejado en esas manos produciría la siguiente paradoja: lo que se ponga a cambio, se hará institucional, se hará convencional y, en consecuencia, por innovador que sea, se volverá de nuevo blanco de la idea “hay que romper, ya, con lo convencional”.
-       “La tecnología es interactiva, a diferencia del inerte libro de texto”.
Y nuestro autor, por haber sido formado en “libros inertes”, ¿es por eso un mal profesional? ¿Hemos de confiar en sus asertos, depositados en un libro inerte? Un poco de ingratitud hay en estas palabras que no reconocen la vitalidad de los libros cuando se inscriben en un contexto de relaciones académicas (que lo llevaron, en su caso, a ser un sociólogo). ¡Se le olvidó que el libro es interactivo! Ahora bien, lo que el autor llama “interactividad” es una excelente posibilidad actual… pero, no ha sido la única y es sólo posible. ¿No sabe el autor de las barbaridades que puede generar la interactividad actual? El asunto no son los aparatos, profesor Fernández Enguita, sino las prácticas humanas que siempre se han servido de instrumentos.

Las hiperaulas


El autor sugiere tirar paredes divisorias, poner ruedas a los muebles, diversificar espacios, hacer confluir varios docentes y diversos cursos. Pero, igual tenemos ‘divisiones’, ‘muebles’, ‘espacios’, ‘docentes’ y ‘estudiantes’. Si bien el autor no nos dice qué entiende por educación (para saber si las innovaciones que menciona son ajustes —sin duda necesarios— a la época, es decir, asuntos secundarios de cara a la especificidad de la educación), no obstante, nos hace saber que no puede prescindir de ciertos puntos.
     Si la enseñanza se ha convertido en unos grilletes para el aprendizaje (como dice el autor), no puede ser a causa de la ausencia de aparatos, pues cuando no había los actuales, hubo personas para las que la enseñanza no constituyó unos grilletes. ¿Cuál es, entonces, el problema? Si los estudiantes se aburren (como dice el autor), no puede ser a causa de la ausencia de aparatos, pues con los actuales muchos jóvenes hoy se sienten aburridos, sin sentido. ¿Cuál es, entonces, el problema? Si los estudiantes van a la escuela obligados por la ley, por la complacencia a padres y maestros, y porque en la institución educativa encuentran a los compañeros… debemos informarle al autor (tal vez esto no circule en los aparatos que él sugiere colocar en función directriz en la escuela) que toda formación se lleva a cabo contra una resistencia[2], dada la condición humana que no nos quiso caracterizar.