miércoles, 15 de octubre de 2025

¿Eficacia educativa?

 

La “Conferencia sobre la eficacia” de François Jullien (ver bibliografía) puede leerse como una invitación a cambiar la gramática con la que pensamos la acción. Trasladada a la educación, esa invitación consiste en dejar de mirar la práctica pedagógica como una sucesión de actos heroicos —clases memorables, reformas fulgurantes, proyectos que prometen “transformar”— y aprender a leer, cargar y recoger la propensión de las situaciones escolares. En vez de “imponer” un plan, se trataría de favorecer disposiciones que hagan probable el aprendizaje, con la menor fricción posible y con efectos que se sostengan sin vigilancia permanente.

Jullien opone dos maneras de entender la eficacia. La primera, típica de la tradición occidental, es teleológica y voluntarista: fija objetivos, dispone medios, ejecuta un plan y evalúa el resultado de cara a la verificación de los objetivos. La segunda, inspirada en la estrategia china, trabaja con la propensión: atiende a la configuración de fuerzas ya en curso y, mediante intervenciones mínimas, inclina el campo hasta que el resultado “cae por su propio peso”. Para la escuela, la diferencia es crucial. El enfoque voluntarista privilegia el acto frontal (la “gran clase”, el “nuevo currículo”, el "plan de estudios", el "plan decenal", etc.), valora lo visible y mide por cumplimiento inmediato; el enfoque de la propensión, en cambio, privilegia el proceso continuo, la disposición favorable del entorno, el ajuste fino de ritmos y secuencias, y mide por economía, sostenibilidad y robustez de los efectos.

De cara al aula, la pregunta occidental típica es: “¿Cómo enseño hoy este contenido para lograr el objetivo X?” La pregunta, según la propensión, sería: “¿Cómo dispongo hoy las condiciones para que el contenido sea deseable, accesible y necesario, de modo que mañana su comprensión requiera menos fuerza?”. En la primera, el docente concentra la eficacia en su performance; en la segunda, redistribuye la eficacia en el ecosistema: tiempos, materiales, posiciones, consignas, reglas de interacción, modos de evaluación, circulación de la palabra. Una rutina de inicio que recupera saberes previos sin exámenes sorpresa; un uso constante de ejemplos anclados en problemas que ya importan al grupo; una secuencia de tareas crecientes que no humillan ni aburren; un sistema de ayuda entre pares visible y legitimado; una forma de cierre que deja una pregunta abierta: todo ello “carga” la situación. No hace ruido. No luce épico. Pero reduce la fuerza necesaria mañana.

Este desplazamiento obliga a revisar la mitología del acontecimiento que tanto nos seduce: la clase “brillante”, la feria “innovadora”, el proyecto “estrella”. No es que lo espectacular sea malo, es que suele ser caro y frágil: exige un gasto enorme y, al terminar, muchas veces deja el campo como estaba (deber cumplido, pero nada de formación). La propensión, en cambio, es parca: prefiere la intervención mínima que, hecha cuando y donde corresponde, puede desencadenar trayectorias. Donde ayer necesitábamos insistir con recordatorios, hoy basta un gesto porque la disposición del grupo está ganada. Ese ahorro de fuerza no es pereza: es inteligencia de la situación, que requiere también mucho trabajo, pero no en el sentido de la acción visible.

Jullien sugiere además cambiar el binomio medio–fin por condición–consecuencia. En educación, esto significa que no concebimos las prácticas como instrumentos para cumplir objetivos ya fijados, sino como condiciones que hacen emerger consecuencias pedagógicamente valiosas (necesidad vs. contingencia). Una regla de trabajo colaborativo no “sirve” sólo para que “se cumpla la meta del trabajo en equipo”; más bien instituye una condición de reconocimiento mutuo y responsabilidad compartida que, con el tiempo, vuelve probable la ayuda legítima. De la evaluación que verifica objetivos previos, pasamos una reflexión permanente sobre el proceso; la primera casi siempre se convierte “en un medio” para aprobar, para "mejorar notas", para graduarse... todo ello en un marco de cumplimiento de ritos; la segunda, en una condición que induce ciclos de retroalimentación y autorregulación: la consecuencia no es un evento (una calificación), sino la comprensión de una trayectoria de aprendizaje.

De esta manera, se reubica el lugar del docente. Menos héroe que operador de propensiones: alguien que lee vectores (quién habla, quién calla, qué conceptos gravitan), ritmos (fatiga, entusiasmo, tiempos “muertos” aprovechables), umbrales (cuándo algo está maduro para introducir una ligera dificultad) y resistencias (qué obstáculo conviene rodear en vez de chocar). Su virtud no es el “carisma” del acto frontal, sino la sensibilidad situacional que le permite actuar sin forzar. No se trata de inacción, sino de no-forzamiento: intervenir o no intervenir lo justo, en el momento justo, en el punto justo. También se replantea el lugar del equipo directivo: menos gestor de golpes de timón que tejedor de condiciones infraestructurales: horarios que no rompen el pulso pedagógico, tiempos protegidos para la preparación colaborativa, circuitos cortos de decisión, cuidado de las señales institucionales que orienta sin mandar.




 

Shì: propensión

La propensión ayuda a repensar la política educativa más allá de la obsesión por la “solución modelo”. Preguntarse por los límites del modelo —tan caro a nuestra tradición de estándares y recetas— equivale a admitir que la escuela no es completamente modelizable: la guerra “no se deja modelar”, dice Jullien; tampoco la vida escolar, con su diversidad de actores, saberes, contextos, historias... No por ello es incoherente: es situacional. En vez de exigir que la realidad se ajuste al esquema, conviene ajustar el esquema al curso real, y medir la eficacia no sólo por el logro visible, sino por el costo evitado, la resistencia no suscitada, la durabilidad del efecto. Y esto no equivale a una posición acrítica: el descentramiento de Jullien no diluye el juicio, sino que lo desplaza hacia una crítica inmanente de las condiciones —estándares, rutinas, jerarquías y dispositivos— que producen (o bloquean) los efectos. A la luz de estas ideas, la educación puede y debe ser crítica, no por oponer un “modelo mejor” desde fuera, sino por interrogar desde dentro qué configuraciones favorecen la formación y cuáles sólo acumulan fricción y simulacro.

Este cambio de criterio ilumina la evaluación. Si seguimos adorando el evento (la prueba, el ranking), producimos maniobras para “salir bien” que rara vez se traducen en comprensión durable. Una lectura por propensión puede tener indicadores de trayectoria: ¿qué tanto disminuye, semana a semana, la necesidad de ayuda externa? ¿Qué tan “espontánea” se vuelve la transferencia de lo aprendido a tareas nuevas? ¿Cuánta energía institucional hay que invertir para sostener los logros? Si seguimos bombeando fuerza, quiere decir que no hay propensión, sino voluntarismo: y si se requiere cada vez menos fuerza, la condición es mejora.

La pregunta por la ocasión, tan subrayada por Jullien, tiene un rostro pedagógico: no cualquier “momento” es ocasión. La ocasión aparece cuando el campo está cargado: cuando un error se repite con variaciones que el grupo ya percibe; cuando un ejemplo “tira” más que otros; cuando el conflicto por una consigna mal entendida abre un pliegue de interés. Allí, un microgesto —reformular, pedir un ejemplo propio, “quitar la escalera” para que se sostenga la idea— puede produce consecuencias impensadas. Enseñar no consiste en inventar ocasiones a voluntad, sino en detectarlas y usarlas sin solemnizarlas.

Habrá quien diga que esto suena a “dejar hacer” o a renunciar a metas. Al contrario: la propensión no abandona objetivos; los orienta por acumulación discreta. Tampoco idealiza lo “indirecto” como astucia: más bien lo propone como economía de medios frente a resistencias previsibles. Y no desconoce las urgencias: reconoce que hay situaciones que piden actos frontales (poner un límite claro, proteger a un estudiante), pero advierte que la normalidad de la escuela no se puede sostener a golpes de efecto sin agotar al sistema.

La distinción eficacia/eficiencia también cambia de tono. La idea no es “hacer más con menos” (ajuste fiscal neoliberal), sino pensar a qué costo se sostiene lo que hacemos, si genera daño colateral, si efectivamente produce relación con el saber que dispensa la escuela. Eficacia, en clave Jullien, es lograr consecuencias que se vuelven "naturales" en el curso de la vida escolar: ya no hace falta recordarlas porque la situación las “pide”. La eficiencia, entonces, se evalúa por el gasto evitado —menos control, menos pelea por la atención, menos burocracia para cada cambio— y la eficacia por la inserción de las prácticas en la corriente viva del aula.

Finalmente, no necesitamos el gran héroe que “salva” la escuela cada año, sino el político, en el sentido de Jullien: leer el campo, identificar márgenes para subsistir y crecer, transformar sin estridencia. Reformar horarios para favorecer bloques concentrados de trabajo; reordenar espacios para que la conversación académica sea probable; instituir un consejo de curso que resuelva desacuerdos antes de que se fosilicen; instalar ciclos cortos de prueba–ajuste sin castigar el error: todo eso fabrica propensión. No sale en la foto, pero cambia el curso.

En suma, pensar la educación con Jullien es pasar de la fascinación por el acto al cuidado del curso; del plan perfecto a la disposición adecuada; del “cumplir” a la maduración; del control a la lectura sensible; del golpe de efecto a la economía de medios. No es una pedagogía de la renuncia, sino una política de las condiciones: la ética paciente de quien prefiere que el aprendizaje ocurra porque el mundo de la clase lo hace verosímil, deseable y necesario. Allí reside, quizá, la forma más alta de eficacia pedagógica: aquella que, cuando por fin aparece, parece haber sucedido sola.

Bibliografía

 Jullien, François [2005].  Conferencia sobre la eficacia. Buenos Aires: Katz, 2015.

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