La “Conferencia sobre la eficacia” de François Jullien (ver bibliografía) puede
leerse como una invitación a cambiar la gramática con la que pensamos la
acción. Trasladada a la educación, esa invitación consiste en dejar de mirar la
práctica pedagógica como una sucesión de actos heroicos —clases memorables,
reformas fulgurantes, proyectos que prometen “transformar”— y aprender a leer,
cargar y recoger la propensión de las situaciones escolares. En vez de
“imponer” un plan, se trataría de favorecer disposiciones que hagan probable el
aprendizaje, con la menor fricción posible y con efectos que se sostengan sin
vigilancia permanente.
Jullien opone dos maneras de entender la eficacia. La
primera, típica de la tradición occidental, es teleológica y voluntarista: fija
objetivos, dispone medios, ejecuta un plan y evalúa el resultado de cara a la
verificación de los objetivos. La segunda, inspirada en la estrategia china,
trabaja con la propensión: atiende a la configuración de fuerzas ya
en curso y, mediante intervenciones mínimas, inclina el campo hasta que el
resultado “cae por su propio peso”. Para la escuela, la diferencia es crucial.
El enfoque voluntarista privilegia el acto frontal (la “gran clase”, el “nuevo
currículo”, el "plan de estudios", el "plan decenal",
etc.), valora lo visible y mide por cumplimiento inmediato; el enfoque de la
propensión, en cambio, privilegia el proceso continuo, la disposición favorable
del entorno, el ajuste fino de ritmos y secuencias, y mide por economía, sostenibilidad
y robustez de los efectos.
De cara al aula, la pregunta occidental típica es: “¿Cómo
enseño hoy este contenido para lograr el objetivo X?” La pregunta, según la
propensión, sería: “¿Cómo dispongo hoy las condiciones para que el contenido
sea deseable, accesible y necesario, de modo que mañana su comprensión requiera
menos fuerza?”. En la primera, el docente concentra la eficacia en su performance;
en la segunda, redistribuye la eficacia en el ecosistema: tiempos, materiales,
posiciones, consignas, reglas de interacción, modos de evaluación, circulación
de la palabra. Una rutina de inicio que recupera saberes previos sin exámenes
sorpresa; un uso constante de ejemplos anclados en problemas que ya importan al
grupo; una secuencia de tareas crecientes que no humillan ni aburren; un
sistema de ayuda entre pares visible y legitimado; una forma de cierre que deja
una pregunta abierta: todo ello “carga” la situación. No hace ruido. No luce
épico. Pero reduce la fuerza necesaria mañana.
Este desplazamiento obliga a revisar la mitología del
acontecimiento que tanto nos seduce: la clase “brillante”, la feria
“innovadora”, el proyecto “estrella”. No es que lo espectacular sea malo, es
que suele ser caro y frágil: exige un gasto enorme y, al terminar, muchas veces
deja el campo como estaba (deber cumplido, pero nada de formación). La
propensión, en cambio, es parca: prefiere la intervención mínima que, hecha
cuando y donde corresponde, puede desencadenar trayectorias. Donde ayer
necesitábamos insistir con recordatorios, hoy basta un gesto porque la
disposición del grupo está ganada. Ese ahorro de fuerza no es pereza: es
inteligencia de la situación, que requiere también mucho trabajo, pero no en el
sentido de la acción visible.
Jullien sugiere además cambiar el binomio medio–fin por
condición–consecuencia. En educación, esto significa que no concebimos las
prácticas como instrumentos para cumplir objetivos ya fijados, sino como
condiciones que hacen emerger consecuencias pedagógicamente valiosas (necesidad
vs. contingencia). Una regla de trabajo colaborativo no “sirve” sólo para que
“se cumpla la meta del trabajo en equipo”; más bien instituye una condición de
reconocimiento mutuo y responsabilidad compartida que, con el tiempo, vuelve
probable la ayuda legítima. De la evaluación que verifica objetivos previos,
pasamos una reflexión permanente sobre el proceso; la primera casi siempre se
convierte “en un medio” para aprobar, para "mejorar notas", para
graduarse... todo ello en un marco de cumplimiento de ritos; la segunda, en una
condición que induce ciclos de retroalimentación y autorregulación: la
consecuencia no es un evento (una calificación), sino la comprensión de una
trayectoria de aprendizaje.
De esta manera, se reubica el lugar del docente. Menos héroe
que operador de propensiones: alguien que lee vectores (quién habla, quién
calla, qué conceptos gravitan), ritmos (fatiga, entusiasmo, tiempos “muertos”
aprovechables), umbrales (cuándo algo está maduro para introducir una ligera
dificultad) y resistencias (qué obstáculo conviene rodear en vez de chocar). Su
virtud no es el “carisma” del acto frontal, sino la sensibilidad situacional
que le permite actuar sin forzar. No se trata de inacción, sino de
no-forzamiento: intervenir o no intervenir lo justo, en el momento justo, en el
punto justo. También se replantea el lugar del equipo directivo: menos gestor
de golpes de timón que tejedor de condiciones infraestructurales: horarios que
no rompen el pulso pedagógico, tiempos protegidos para la preparación
colaborativa, circuitos cortos de decisión, cuidado de las señales
institucionales que orienta sin mandar.
势
Shì: propensión
La propensión ayuda a repensar la política educativa más allá
de la obsesión por la “solución modelo”. Preguntarse por los límites del modelo
—tan caro a nuestra tradición de estándares y recetas— equivale a admitir que
la escuela no es completamente modelizable: la guerra “no se deja modelar”,
dice Jullien; tampoco la vida escolar, con su diversidad de actores, saberes,
contextos, historias... No por ello es incoherente: es situacional. En vez de
exigir que la realidad se ajuste al esquema, conviene ajustar el esquema al
curso real, y medir la eficacia no sólo por el logro visible, sino por el costo
evitado, la resistencia no suscitada, la durabilidad del efecto. Y esto no
equivale a una posición acrítica: el descentramiento de Jullien no diluye el
juicio, sino que lo desplaza hacia una crítica inmanente de las condiciones
—estándares, rutinas, jerarquías y dispositivos— que producen (o bloquean) los
efectos. A la luz de estas ideas, la educación puede y debe ser crítica, no por
oponer un “modelo mejor” desde fuera, sino por interrogar desde dentro qué
configuraciones favorecen la formación y cuáles sólo acumulan fricción y
simulacro.
Este cambio de criterio ilumina la evaluación. Si seguimos
adorando el evento (la prueba, el ranking), producimos maniobras para “salir
bien” que rara vez se traducen en comprensión durable. Una lectura por
propensión puede tener indicadores de trayectoria: ¿qué tanto disminuye, semana
a semana, la necesidad de ayuda externa? ¿Qué tan “espontánea” se vuelve la
transferencia de lo aprendido a tareas nuevas? ¿Cuánta energía institucional
hay que invertir para sostener los logros? Si seguimos bombeando fuerza, quiere
decir que no hay propensión, sino voluntarismo: y si se requiere cada vez menos
fuerza, la condición es mejora.
La pregunta por la ocasión, tan subrayada por Jullien, tiene
un rostro pedagógico: no cualquier “momento” es ocasión. La ocasión aparece
cuando el campo está cargado: cuando un error se repite con variaciones que el
grupo ya percibe; cuando un ejemplo “tira” más que otros; cuando el conflicto
por una consigna mal entendida abre un pliegue de interés. Allí, un microgesto
—reformular, pedir un ejemplo propio, “quitar la escalera” para que se sostenga
la idea— puede produce consecuencias impensadas. Enseñar no consiste en
inventar ocasiones a voluntad, sino en detectarlas y usarlas sin solemnizarlas.
Habrá quien diga que esto suena a “dejar hacer” o a renunciar
a metas. Al contrario: la propensión no abandona objetivos; los orienta por
acumulación discreta. Tampoco idealiza lo “indirecto” como astucia: más bien lo
propone como economía de medios frente a resistencias previsibles. Y no
desconoce las urgencias: reconoce que hay situaciones que piden actos frontales
(poner un límite claro, proteger a un estudiante), pero advierte que la
normalidad de la escuela no se puede sostener a golpes de efecto sin agotar al
sistema.
La distinción eficacia/eficiencia también cambia de tono. La
idea no es “hacer más con menos” (ajuste fiscal neoliberal), sino pensar a qué
costo se sostiene lo que hacemos, si genera daño colateral, si
efectivamente produce relación con el saber que dispensa la escuela. Eficacia,
en clave Jullien, es lograr consecuencias que se vuelven "naturales"
en el curso de la vida escolar: ya no hace falta recordarlas porque la
situación las “pide”. La eficiencia, entonces, se evalúa por el gasto evitado
—menos control, menos pelea por la atención, menos burocracia para cada cambio—
y la eficacia por la inserción de las prácticas en la corriente viva del aula.
Finalmente, no necesitamos el gran héroe que “salva” la
escuela cada año, sino el político, en el sentido de Jullien: leer el
campo, identificar márgenes para subsistir y crecer, transformar sin
estridencia. Reformar horarios para favorecer bloques concentrados de trabajo;
reordenar espacios para que la conversación académica sea probable; instituir
un consejo de curso que resuelva desacuerdos antes de que se fosilicen;
instalar ciclos cortos de prueba–ajuste sin castigar el error: todo eso fabrica
propensión. No sale en la foto, pero cambia el curso.
En suma, pensar la educación con Jullien es pasar de la
fascinación por el acto al cuidado del curso; del plan perfecto a la
disposición adecuada; del “cumplir” a la maduración; del control a la lectura
sensible; del golpe de efecto a la economía de medios. No es una pedagogía de
la renuncia, sino una política de las condiciones: la ética paciente de quien
prefiere que el aprendizaje ocurra porque el mundo de la clase lo hace
verosímil, deseable y necesario. Allí reside, quizá, la forma más alta de eficacia
pedagógica: aquella que, cuando por fin aparece, parece haber sucedido sola.
Bibliografía
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