En
su edición 408, la revista digital Con-fabulación
publica el artículo «La generación digito-pulgar», del poeta, ensayista y
docente universitario Carlos Fajardo Fajardo. El tema queda planteado en
el título: la generación que maneja hábilmente los dedos pulgares en aparatos
electrónicos.
Y
comienza con una canción de Serrat (“Corren buenos tiempos para la bandada de
los que se amoldan a todo, con tal que no les falte nada / Tiempos como nunca
para la chapuza, el crimen impune y la caza de brujas (…) y silenciosa la
mayoría aguantando el chapuzón”) que nos ubicaría «en un mundo donde varias
circunstancias de índole global y político, son el alimento diario de estos
“buenos tiempos” en el actual tablado mundial». Ahora bien, esta afirmación, ¿no
dice lo mismo de un lado y del otro de los términos que se pretenden
relacionar? Ahora, veamos las circunstancias de las que se habla: «la
reactualización del neofascismo mediático en la generación digito-pulgar, hija
de esta era de la información ciber». Es decir, en primera instancia, el
fascismo se podría realizar a través de los medios (“fascismo mediático”); en
segunda instancia, este “fascismo mediático” se habría renovado (de ahí que se
lo califique de ‘neo-’); y, en tercera instancia, este “neofascismo mediático”
se re-actualiza (o sea, ya se había actualizado antes).
Para
entender, dejémoslo sólo en “fascismo mediático” (sólo así podríamos, luego,
saber si se le puede agregar ‘neo-’ y, además, actualización y, además, ‘re-’).
¿Qué es “fascismo mediático”? Hasta donde sabemos, “fascismo” es una categoría
que nombra un régimen político; se trata de un campo semántico preciso, en el que
esa palabra se define en relación con otras como bonapartismo, por ejemplo. Así las cosas, si uno quiere ser
riguroso (pero nadie está obligado), acerca de lo mediático no se puede
predicar que sea fascista. Eso se puede predicar —insistimos— acerca de uno de
los regímenes políticos posibles en el marco del modo de producción
capitalista. Queda claro, entonces, que el autor no está caracterizando un
régimen político, sino que está molesto (como cuando, del otro lado del
espectro, se le dice “terrorismo” a cualquier cosa). La expresión “neofascismo
mediático” ha de ser entendida, entonces, como una afrenta. Otra cosa es si
aquello —que no queda claro— a quien dirige el insulto, es de la naturaleza tal
que lo reciba, que lo entienda… o si se trata, como en el caso de las botellas
con mensajes adentro, de una mera expectativa de ser oído. Aunque también
podría ser una manera de decir que está del lado de los que están molestos con
la generación pulgarcita, donde también es posible que no se oiga, pues de lo
que se trata es de ser reconocido, en tanto se maneja la jerga correspondiente.
Y
por el lado de la “re-novación” y de la “re-actualización”, parece ser más bien
una pátina “moderna” del texto: hoy no se vende lo que no se promueve como
innovación, como actualización. Y si se subraya con un ‘neo-’ o con un ‘re-’,
posiblemente tenga más opciones en el mercado. Allí vemos cómo pululan los
subrayados: los productos son nuevos, reforman sus empaques, agregan un
ingrediente (triclosán) o eliminan uno que está de moda condenar (gluten)… pero
cuando un concepto ocupa un lugar en una teoría, no se lo puede “actualizar” de
manera precipitada. No hay neo-bosones, ni neo-hipotenusas; tampoco hay re-plus
valía ni re-metáfora. Podemos, o bien, dejarnos obnubilar por los supuestos
cambios —tal vez le pasa al autor: cree que está ante algo nuevo, o sea que el
“neofascismo mediático” le metió un gol, o es víctima de la “neo-esclavitud
digital”, a la que se referirá más adelante—; o bien utilizar las categorías
para describir nuevas manifestaciones de asuntos que bien pueden no ser
novedosos, como es el caso del tema del que trata el artículo que comentamos.
Según
Fajardo, la sensibilidad de la nueva generación «se ha despolitizado debido a
la idiocia y trivialidad gerenciada por los dos grandes macro-proyectos del
capitalismo global: el mercado y los medios de comunicación que penetran en
todas las esferas de la vida». O sea que el capitalismo global le habría quitado
la sensibilidad política, a la nueva generación. De nuevo, uno siente que, más
que conceptos, los términos sirven para expresar una sensación.
Definitivamente, el ensayista está molesto. Porque, andando despacio, no
creemos que haya algo así como una “sensibilidad política” que, además, sería “buena”
(de lo contrario, el autor no la estaría echando de menos). Términos como ésos
—también tomados de los odiados medios— son los que llevan a convertir la
política en un asunto de “sensibilizar” al otro. Pero en el texto, la
“sensibilidad política” sería espontánea. Ahora bien, una posición —que no “sensibilidad”— política es efecto de una cierta
manera de hacer vínculos sociales; por lo tanto, no es ni buena ni mala. La
formación política, es decir, nuestra posición frente a los asuntos de los
vínculos sociales, no es el resultado de los buenos propósitos del formador, ni
de la emergencia de algo espontáneo (de pronto más presente en los espíritus
sensibles, proclives a la estética...). Nos puede resultar odioso que hoy se
entienda por idea política el reclamo del derecho a contestar el celular en
medio del concierto. Pero eso es lo que tenemos. ¿Queremos otra cosa? Entonces
nos toca ponernos a trabajar en el sentido de crear unas condiciones de
posibilidad —a escala del lazo con el otro— para que las personas puedan llegar
a concebir su participación en lo social de otra manera. Pero, ¿quién nos va a
escuchar, si todos están ocupados con sus pulgares? Nadie se ha despolitizado.
Lo que ha ocurrido es que nos hemos politizado de las maneras posibles en el
marco de las condiciones existentes (lo cual incluye las que estamos en
capacidad de crear). Mientras Fajardo sueña con un sujeto politizado —en el
sentido que él lo entiende, o sea, por ejemplo, que denuncie el “neofascismo
mediático”—, las condiciones están produciendo otra cosa; y todos formamos
parte de esas condiciones. ¿Será que la denuncia, mientras todos están
concentrados en sus aparatitos, tiene algún sentido más allá del ruido
circundante? ¿Será que a la generación digito-pulgar le interesa? ¿Acaso no
está entre sus pulgares aquello que sí le interesa?
De
eso —tal vez lo principal— no se ocupa el ensayista. ¿Por qué les interesa a
esas personas estar adheridas a los aparatitos? ¿Ese interés es algo nuevo,
algo ‘neo-’? Si es políticamente correcto denunciarlo, no caer en la trampa,
¿por qué la gente no lo denuncia, no le interesa la denuncia y sí lo pone en práctica?
¿Se trata de que el “capitalismo global” (¿no es redundante?) nos “gerencia” —como
“neologiza” el autor—, mediante el mercado y los medios de comunicación? Sí,
pero el capitalismo sólo “gerencia” lo que da en el corazón de los sujetos. ¿Por
qué la gente pasaba sólo en cierto sentido el muro de Berlín? ¿Por qué la gente
sólo conduce sus balsas en una dirección entre Cuba y La Florida? ¿Acaso no
había un discurso correcto del lado de donde se quería escapar? Creemos que el
mercado triunfa en todas sus propuestas, pero, en realidad, más son los proyectos
que fracasan en el capitalismo que aquellos que triunfan. Lo que pasa es que
sólo vemos el resultado. Y esos triunfos no significan validez ni legitimidad,
sólo significan efectividad. De uno y otro lado del muro no están la razón y la
sinrazón, o la verdad y la mentira... de manera que los saltos y los
desplazamientos de los balseros no prueban nada. Pero el caso es que hay saltos,
el caso es que hay balseros. Nuestra postura acá es preguntar por la decisión
de los sujetos.
Dice
el artículo: «Dicha generación nació y creció bajo el imperio global neoliberal
que ha impuesto estos dos macro-proyectos como supremas utopías económicas y
culturales». Veamos unos cuantos de los presupuestos que hay en esta cita: a)
Las palabras “imperio”, “global” y “neoliberal”, ¿por qué se pueden poner en
fila?, ¿no presentan repeticiones, al menos parciales?, ¿pertenecen al mismo
nivel de análisis? b) Si hay macro-proyectos, ¿será porque el capitalismo
“proyecta” sus estrategias?, ¿no era —al decir de Marx— un modo de producción
con leyes estructurales más allá de las voluntades de sus participantes?, ¿no
era por eso que, para tener una sociedad distinta, era forzoso transformar las
concepciones de los trabajadores, concepciones que legitimaban su relación con
la sociedad y, a la vez, la reproducían? d) el mercado y los medios de
comunicación, ¿son macro-proyectos?, ¿están en el mismo nivel de análisis? d)
Si los dos eran “utopías” (“utópico” es lo que no tiene lugar), no entendemos
por qué son tan exitosos, como el mismo autor testimonia. e) El “imperio global
neoliberal”, ¿impone?, ¿cómo?; vemos claramente imposición cuando una
manifestación es disuelta con gases lacrimógenos, pero ¿a quién le imponen que
compre un Smartphone y que le dedique su existencia?, ¿no se necesitan más
conceptos para entender eso? f) Entre “economía” y “cultura”, ¿ponemos una ‘y’
o un guion?, ¿o acaso el capitalismo tiene una oficina para pensar el mercado y
otra para pensar la cultura?
Agrega
el documento: «Educados totalmente en los treinta años del neoliberalismo, se les
ha ido cambiando el sentido de lo humano, de lo político, de la historia, de la
memoria, de la ética, del arte, la educación y del mundo». Efectivamente, se
trata de un asunto de educación. Ahora bien, entendiendo por educación ¿qué? La cita parecería más
bien hablar de “amaestramiento”, es decir, una práctica realizada con seres con
los que se tiene el vínculo de reacción,
no de respuesta. La respuesta es
réplica, contestación… la reacción es saltar o no por el arco de fuego, traer o
no el periódico entre el hocico. Pensamos que la diferencia es importante, ente
otras para entender que el autor pueda dirigirse a las nuevas generaciones (¿o
se dirige a las que no fueron educadas en los treinta años del neoliberalismo?,
pero, ¿para qué?, ¿no se supone que son distintas?). No podemos llegar a donde
un elefante de circo a darle las órdenes que se nos antojen; si no se obra en
consecuencia con la manera como fue amaestrado, no hará lo que queremos. En
cambio, el autor del artículo puede dialogar con Platón y con Rabelais con los
que no tiene una distancia de años, sino de siglos. ¿Por qué puede? Porque son
humanos, es decir, criaturas hablantes, a las que no se puede amaestrar, sino
—como bien dice el autor— educar, o
sea, que aprenden del otro aquello que condescienden a aprender. Entonces, esa
imagen de una educación que le cambia a una generación el sentido de lo humano,
de lo político, de la historia, de la memoria, de la ética, del arte, la
educación y del mundo, es una ficción, una exageración del autor pues, como
hemos dicho, está molesto con la actualidad.
Nosotros
compartimos con el autor esa molestia. El problema es que esa educación que
imagina, que no puede tener lugar, postula implícitamente un solo sentido para
‘humano’, ‘política’, ‘historia’, ‘memoria’, ‘ética’, ‘arte’, ‘educación’ y ‘mundo’.
Suponemos que se trata de lo humano... para Fajardo; la política... para
Fajardo; etc. Ideas sobre tales asuntos que, además, serían buenas, justas,
consecuentes... mientras que las enseñadas a las nuevas generaciones, las
“cambiadas” —según la cita—, serían malas, injustas, inconsecuentes... No vamos
a decir que ‘humanidad’, ‘política’, ‘historia’, etc., tienen el sentido que
les dé el momento histórico, como se está tentado a decir hoy, animado por un
historicismo que le crea condiciones justamente al mercado. Pero tampoco vamos
a decir que tienen el sentido moral que les da Fajardo, o el sentido que más
conviene a nuestros gustos. En este punto, sólo encontramos preguntas: ese
listado, ¿es de asuntos del mismo orden?, ¿contienen propiedades de la
condición humana o son meros caprichos de las situaciones históricas?, ¿qué
tanto de una cosa y de otra? Los tópicos de estas preguntas no se pueden
explorar con juicios morales —que, por otra parte, es imposible no tener— o con
buenas intenciones: hacen falta categorías, hacen faltan teorías.
Según
el artículo, los miembros de la generación del pulgar digital son «multiculturales,
deslocalizados, heterogéneos, impactados por los medios de comunicación y la
publicidad; adaptados para reducir su capacidad de atención a pocos segundos;
obligados a ver los espectáculos de lo atroz y de la violencia mediática;
reducidos a ser consumidores compulsivos de redes sociales». Como toda lista, presenta
al menos dos opciones: o es el output
de una clasificación, o es —como decía Borges— una enumeración caótica. Nos
parece que la de la cita corresponde a la segunda opción. Y bien, la
enumeración caótica va desde la ilógica hasta la poesía. Como la de la cita
maneja más bien una serie de estereotipos —es lo que dicen los medios sobre la
gente de hoy— y como no vislumbramos un giro irónico en el listado, entonces pensamos
que responde “no” a las siguientes preguntas: ¿tiene criterio(s) de
clasificación?, ¿son excluyentes los elementos listados?, ¿se describe un
universo?, ¿hay aplicación recurrente de criterios? Por eso, hay sinónimos y
paráfrasis que se hacen pasar por cosas distintas, por eso se pasa de un campo
al otro sin previo aviso, por eso podríamos agregar casi cualquier cosa a la
lista sin que se note, por eso podríamos quitar algún elemento de la lista sin
que se altere el conjunto, por eso en la lista pueden estar las causas al lado
de las consecuencias y de las circunstancias.
Cuando
uno no ha sido capaz de ver en ese listado una ironía o un enunciado poético,
se pregunta si hay alguien que no sea multicultural, si hay alguna cultura
pura; si hay alguien localizado, cuando el estatuto de lo humano se juega en la
virtualidad del lenguaje; si hay alguien o algo en el universo que sea
homogéneo; si hay alguien a quien no impacten los medios y la publicidad
(¿habría publicidad si no impactara?). También se pregunta uno si “adaptados”,
“obligados” y “reducidos” son términos aplicables a los humanos. Es una paradoja:
si el ser humano es susceptible de sufrir esos procesos, ¿cómo hizo Fajardo
para darse cuenta?, ¿acaso él es inmune?, ¿o antes todos éramos inmunes?... ¿o
sea que todo tiempo pasado fue mejor? Tales expresiones pintan, eso sí, un
drama (como los de los medios denostados por nuestro autor) de buenos y malos,
de víctimas y victimarios, de barbarie mediática.
Hace
rato que la etología se encarga de estudiar los animales, campo en el que
posiblemente quepan esas ideas de adaptación, obligación y reducción. Pero para
entender al hombre tenemos otros criterios y, por tal razón, hay antropología,
sociología, psicoanálisis... Los seres humanos no se adaptan, más bien crean el
ámbito —la cultura— en el que se desenvuelven; los seres humanos no pueden ser
obligados a ser de cierta manera (Hanna Arendt, aun en una especie de campo de
concentración en Francia, decía que en ningún momento había habido alguien que
le quitara algo de su libertad); tampoco pueden ser reducidos (o manipulados, o
esclavizados, como también dice) por el otro, a no ser que quieran. ¡Pero si el
mismo autor dice, más adelante, que «una
buena parte de estos usuarios viven en una grata coexistencia pacífica con los
dueños del globo»! O hay grata
coexistencia (es una manera de hablar de la satisfacción) o hay imposición, despotismo,
caso en el que los personajes del drama serían otros. Si hay lo que el autor
llama “foto-adicción”, es porque hay goce del sujeto; no es simplemente que le
hayan impuesto hacer selfies. Es más:
la tecnología vino después a adaptar
las cámaras para visión frontal y a diseñar los bastones necesarios para alejar
y activar la cámara. ¿Quién se lo impuso a quién?
Insistimos:
si bien podemos establecer condiciones de tipo social, no podemos despreciar el
asunto de la decisión del sujeto (que hace, por ejemplo, a Fajardo, escribir
contra unos mecanismos que, no obstante describe como omnímodos); y es ahí
donde las conductas que tanto molestan al autor —y a nosotros— han pasado por
la decisión de cada uno. Nadie está obligado a ver «los espectáculos de lo
atroz y de la violencia mediática», así sea lo único que presentan los medios.
Si no hubiera en eso algo de lo que el sujeto quiere ver, ¿cómo haríamos para
obligarlo a ver? Pongamos peso del otro lado de la balanza: ¿por qué la gente no
se concentra hoy de la misma manera cuando en lugar de tales imágenes ponemos
ante él un libro de poesía? ¡Pues porque no es lo que quiere ver! ¿Y cómo hacer
para que quiera leer poesía y no ver “espectáculos atroces de violencia
mediática”? Ahí está el asunto de la educación. No es fácil. Tal vez el
artículo nos da una de las claves: «la generación pulgar proyecta un estado de
aceleración del “para ya”, de lo urgente, de lo de “ahora”», viven en la «fugacidad
inmediatista». La educación, efectivamente, introduce mediación, inyecta
tiempo, enseña a esperar, muestra que en un proyecto (algo que apunta al
futuro) hay una promesa de satisfacción. Bueno, entonces, hace falta que la
educación materialice esa posibilidad... Pero, ¿no es la escuela hoy una de las
agencias donde se promueve la eficacia y la utilización de los aparatitos para
ser más competitivos? Y no es que haya una «des-educación política, cultural,
social», sino que los sujetos se están formando de cierta manera que bien
valdría investigar.
Según
el autor, los oligopolios mediáticos «alteran, cambian, organizan, crean los
hechos de la realidad acorde a sus deseos». De entrada, no sabíamos que los oligopolios
mediáticos tuvieran deseos. ¿No será más bien que hay una interacción entre
leyes estructurales de determinación social, económica, política, de un lado, y
las modalidades de satisfacción de los sujetos? No podemos arrojar al cesto las
ciencias sociales para justificar una manida idea de que los medios manipulan
la información. Sí que la manipulan, pero ahí no está lo más importante, pues
el asunto no es sólo de contenidos. ¿Se cambió el capitalismo malvado luego de
que los periodistas hicieron conocer la “verdad” en el caso watergate? El
cinismo actual opera más bien en sentido contrario al ocultamiento... y todo
sigue igual.
El
autor denuncia los medios, pero les cree: ¿de dónde más sacó la idea de “nativos
digitales”? No se trata de una teoría seria sobre la subjetividad actual, sino
de una buena etiqueta para vender. Es que también hay intelectuales que operan
con la lógica del mercado y logran acuñar términos que se venden en el mercado
de los que dicen que siguen siendo como antes: atentos a lo que se dice en los
libros. Sí, pero libros hay de todas las calañas. Pero, anota el autor, las
nuevas generaciones sólo leen «lo que le transmiten las transnacionales
mediáticas»... como si la posibilidad de leer, en muchos casos, no fuera hoy posible
gracias a las transnacionales mediáticas, que también imprimen libros de buena
calidad, entre las montañas de best seller que la gente compra, que quiere leer. No es cierto que haya “divertimentos banales”,
como afirma Fajardo; ese sintagma es casi una contradicción en los términos. Tampoco
hay divertimento válido para todos. Cada cual goza de una manera singular. Por
eso, es necesario entender la labor de la educación y de la cultura más allá de
la “transmisión” (el autor se pregunta cómo “transmitir” amor por la memoria
histórica y no por la memoria ram)
y más allá de la sugestión (que sería lo que nos sentimos inclinados a hacer
cuando nos parece que nuestras ideas son moralmente mejores). Habría que
entenderla en el orden de la producción de efectos a escala del tiempo: que el
proyecto sea posible, independientemente
de su contenido. Y como el único que puede hacer eso es aquel para quien el
tiempo acumulado es condición de satisfacción, pues los contenidos no van a ser
cualesquiera, pero tampoco han de ser los mismos que los de él.
Ahora
veamos del lado de los objetos. Véase la lista que hace el autor: diseño, turismo,
música, cosméticos, decoración, reality
show, pasarelas, museos... otra vez las enumeraciones caóticas. Esos
asuntos formarían parte de lo que el autor llama “capitalismo artístico”. Pero,
¿podemos llamarle “arte” a esas cosas? El problema no es —como se anota— que
esto se orqueste para producir rentabilidad mercantil... el problema es que, si
eso es arte, entonces no es posible saber qué es arte, pues en ese listado hay
elementos excluyentes. A no ser que arte sea lo que se reconoce como arte... en
cuyo caso nada es arte y todo es arte (en esas andamos hoy en día) y ya sabemos
para qué sirve un concepto que lo nombra todo. Además del tiempo, la educación
tendría que ver también con el objeto que pone en juego. Pero, ¿cuál es ese
objeto?, ¿qué características tiene? En esa dirección, el documento habla de «cultura
viva, propositiva, activa, creadora, dialogante, analítica»... el problema es que
no sabemos cómo se accede a eso, cómo se produce. En su lugar, se explicita la
posición moral, la causante de la molestia, de las enumeraciones caóticas y de
las contradicciones. Por eso se deleita en los «líderes de las ciber-polis del
futuro» (para el autor, a la sociedad la rigen los líderes), por eso elogia a
los “indignados” (... y se queja de la red), «caballos de Troya digitales»... sin
embargo, acierta a darse cuenta de que la virtualización vuelve ineficaz los movimientos
sociales. Con todo, sueña con unas “democracias participativas”; la protesta y la
lucha serían el mecanismo.
Estar
educado —le parece— es pensar contra el sistema. Esa idea está bien para un
adolescente. Pero el mundo está movido por algo más que la simple reacción; es
necesario hacer algo para que los adolescentes tengan contra qué protestar, algo
a lo cual oponerse. Falta concebir qué es eso que puede producir la educación
—y cómo— para que otros vínculos entre humanos y otras formas de satisfacción
sean posibles.
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