martes, 9 de mayo de 2023

Antes de hablar de “inteligencia artificial” en relación con educación...

 

Universo y aprendizaje 

En general, el universo funciona con arreglo a lo que entendemos desde la física y la química y, en consecuencia, no requiere el aprendizaje. En el panorama del cosmos, la vida es prácticamente inexistente. El destino del universo parece estar ligado a la gravitación. Hay prácticamente un solo reino —que convenimos en llamar “mineral”— que no necesita aprender. Ahora bien, en un rincón infinitesimal de ese universo hay vida (y es posible que haya en otros rincones, bajo esa misma proporción). Y la mayor parte de esa vida tiene una sola opción ante los desafíos del entorno: la respuesta instintiva, que puede ser o no exitosa, pues no depende de una figuración de lo existente o del porvenir, sino, en gran medida, del azar, condición que arriesga permanentemente la supervivencia de las especies. De hecho, de la época de los dinosaurios hasta acá, ha desaparecido el 95% de las especies.


La posibilidad de aprender 

De entre las múltiples formas de vida, sólo algunas disponen de la opción de aprender. Y este aprendizaje es inversamente proporcional a las respuestas instintivas: a más respuesta instintiva, menos aprendizaje. Con todo, el aprendizaje también aplica a aquello para lo que sirve la respuesta instintiva: alimentación, defensa, reproducción (¿algo más?); ninguna acción animal desborda la orientación, directa o indirecta, hacia esos fines. Los animales que aprenden no modifican los ámbitos de existencia de la especie, sino que los afrontan de manera más compleja. Los animales no pueden no sujetarse a los estímulos que los rodean.

Entonces, para sobrevivir y reproducirse, los especímenes no pueden ser infieles a la imagen perceptiva que se tienen del mundo. Que el contexto es un caos estimulante se hace evidente cuando consideramos sin ayuda del lenguaje. En esa dirección, los sentidos del animal no perciben, simplemente, sino que jerarquizan y seleccionan de entre esa multiplicidad de estímulos. Por eso, su “imagen” del mundo es paradójica: de un lado, es necesariamente limitada: no lo percibe “todo”, ni tiene “todos” los sistemas perceptivos posibles; y, de otro lado, es “objetiva”: percibe aquello que es capaz, en función de sus necesidades; no introduce “subjetividad”.

De tal modo, un espécimen no puede cambiar el margen de su régimen alimenticio, su elección sexual para la reproducción, sus maneras de encontrar el alimento, de protegerse, etc. Es más: no necesita modificar esas prácticas que, en muchos casos son automatismos, pues siguiéndolas garantiza su existencia y la reproducción de la especie.

Aunque en contextos educativos y de divulgación se les asignan a los animales afectos, preferencias, conocimientos, intenciones, etc., no es necesario hacerlo para comprender la vida animal.


El homo sapiens: ¿una excepción? 

Uno de los pocos animales que aprenden son los homo sapiens. Sin embargo, objetan —punto por punto— la descripción anterior. De hecho, los filósofos siempre lo percibieron como diferente. Por ejemplo, en el siglo XVII, entendieron que los animales tienen un principio uniforme, originalmente instruido: inflexible e indócil; así, ante un conjunto de estímulos, aplican un repertorio de respuestas posibles. Los seres humanos, en cambio, tienen un principio multiforme, desprovisto de instrucción: flexible y dócil. En el primer caso, el principio mecánico explica la función corporal que lleva a la adaptación para poder actuar; en el segundo, el principio creador explica la mente que responde a toda contingencia, aunque de manera impredecible (ni siquiera es posible prever la respuesta que la misma persona dará, aún en condiciones similares).

Los pensadores del siglo XVII asumieron la creatividad lingüística como rasgo distintivo del homo sapiens, más allá de la fisiología (un cerebro más grande), la pasión (el apetito) o el condicionamiento (el temor al castigo). El ser humano forma expresiones apropiadas a nuevas situaciones, expresando nuevos pensamientos, a diferencia de los autómatas cartesianos. El uso del lenguaje parece ilimitado y no requiere estímulos; ante nuevas situaciones, su acoplamiento no es una aplicación mecánica, sino plástica. Como este aspecto creador del lenguaje no es explicable mediante el mecanicismo, para poderlo entender se le atribuyó una mente al hombre.

No es posible prever cómo va a responder un humano ante un estímulo; siempre hay algo de la posibilidad que no es respuesta al estímulo. Esa capacidad, que no aparece toda en la respuesta, comenzó a llamarse inteligencia, una “potencia cognoscitiva” creadora, independiente de la percepción, la imaginación o la memoria. (Estos planteamientos —de pensadores como La Mettrie, Bougeant, Cordemoy, Herder, Harris, Huarte— permiten decir a Chomsky que, respecto al siglo XVII, no hemos avanzado de un modo claro en la determinación de la conducta inteligente.) Tal virtualidad es una condición de la realización que lleva al menos cuatro nombres: 1.- en Aristóteles, se llamaba potencia, por oposición a acto; 2.- en el siglo XVII, era la posibilidad (o sea, el ‘repertorio’ variable que va más allá del estímulo), que no se materializa plenamente en la realización (o sea, en la ‘respuesta’); 3.- en la psicología, es la inteligencia (facultad intelectiva), que no se realiza plenamente en la conducta (o desempeño); 4.- y, en las ciencias del lenguaje, es la competencia (conocimiento implícito, realidad mental subyacente), que no se realiza plenamente en la actuación (uso real de la lengua).

Entonces, el homo sapiens no depende por completo de los estímulos sensoriales, pues trasciende el aquí y el ahora (las lenguas no solamente tienen presente: también tienen pasado y futuro); capta gamas se sensación inaccesibles en las fuentes que le está dado percibir con sus órganos de los sentidos, e incluso fuentes perceptivas ajenas a su dotación sensorial (rayos X, ultrasonidos, etc.); para escoger el alimento, usa principalmente la pauta cultural, más que la información olfativa que le permite el instinto; juzga los olores con criterios que no van en el sentido de la agudeza olfativa; no percibe los períodos de celo, los cuales no limitan una actividad sexual cuyos lazos, edades y comportamientos desbordan la relación instintiva y están codificados socialmente; la sexualidad no encuentra su justificación en la reproducción y se vuelca sobre sí misma.

Los sentidos han devenido sentidos humanos (Marx), y sus objetos se han hecho sociales. Nuestros sentidos no testimonian, sólo excitan la razón (Bruno).

El “trabajo” animal —damos el ejemplo de los primates— fabrica utensilios para buscar el alimento (un sacador de termitas), para defenderse (un garrote), o para protegerse (un lecho). El homo sapiens, en cambio, puede fabricar instrumentos para fabricar instrumentos (el primitivo percutor, por ejemplo); no amenaza erizando los vellos o exponiendo los dientes, sino mediante enunciados; sus normas no se circunscriben a establecer cotos de alimentación o reproducción, también se refieren a la norma misma: como la norma que da lugar a crear o a abolir otras normas.

De tal forma, para los humanos el camino a la “objetividad” es un tránsito por los signos que nunca termina. Siempre partimos de —y llegamos a— una interpretación (Nietzsche).


Enseñar para que haya sociedad 

A diferencia de las otras especies que aprenden, el ser humano eludió la fidelidad a la imagen del mundo que la especie posibilita (esa precaria objetividad de cada especie). Por eso su proyecto no es garantizar una forma única de supervivencia y reproducción, sino inventar el mundo humano: la cultura. En consecuencia, todas las prácticas que inventa para crear la cultura no son naturales y cambian con la época, con el contexto. A un animal no hay que enseñarle alimentarse, a reproducirse; en el ser humano, en cambio, lenguaje, alimentación, sexualidad, trabajo, costumbres y normas tienen que ser enseñadas para poder continuar existiendo.

Así, mientras el aprendizaje es una posibilidad para algunas especies, la enseñanza es sólo de humanos (un incipiente proceso de enseñanza se ha comprobado en cierta clase de chimpancés... pero ligado a la alimentación). En ese sentido, las sociedades humanas son dispositivos pedagógicos que se reproducen en la medida en que enseñan su funcionamiento: qué comer, con quién reproducirse, cuándo hablar, qué vestir, a quién hacerle la guerra, qué saberes aplicar, etc. El hombre es la única criatura que ha de ser educada (Kant). Donde hay sociedad humana, hay educación.

Y uno de los mecanismos para llevar a cabo algunas de las funciones educativas, es la escuela. Ésta surge en condiciones específicas: allí donde la modernidad es inventada por un conglomerado de eventos entre los que también puede situarse la aparición del sujeto, la búsqueda de la lengua nacional, la conformación del Estado-nación, las estadísticas nacionales...

Aunque la educación es una condición de reproducción de la cultura, el dispositivo ‘escuela’ no es natural —como podría aparecer a primera vista—, no ha existido siempre ni en todas las sociedades. La escuela atiende la infancia pero, sobre todo, la hace existir: no siempre, ni en todas partes, ha existido un período de la vida caracterizado por carencia, desvalimiento, latencia. La escuela reinventa en cada momento la infancia; a su vez, en tanto producto, la infancia le da sentido a la escuela, la hace existir, le da razón de ser. Sin una, no hay la otra.


La inteligencia, camino a la escuela 

En tanto especificidad humana, la idea milenaria que opone posibilidad y realización —y que da lugar a formular el concepto inteligencia— también hace carrera en la escuela. Sin embargo, no siempre con los mismos términos, pues durante la existencia de este dispositivo, diversos discursos se han disputado la comprensión, tanto de la especificidad de lo que ella hace, como la prescripción de lo que tendrían que llevar a cabo sus prácticas. En ese sentido, no habría un discurso propio del trabajo escolar, aunque algunos sostengan que las llamadas Ciencias de la Educación (entre ellas la psicología) le son “ajenas” y que, en consecuencia, enrarecieron el concepto de enseñanza y subestimaron el campo del saber pedagógico (que, en tanto distinto de cualquier otro, podría ser tomado como objeto de una disciplina... de ahí la propuesta de un estatuto epistemológico para la pedagogía).

En realidad, un discurso puede dominar en el ámbito escolar a causa de la pugna que siempre reina en lo social por el control simbólico; no domina sencillamente porque su discurso se adecúe al objeto. En determinado momento, entonces, la psicología entró en la pugna por controlar lo que ocurre en la escuela, por nombrarlo, por proponer un objeto a sus esfuerzos. Con seguridad, muchas razones confluyeron para que ello fuera posible (por ejemplo, algo de la noción de “formación integral”, en relación con la idea, engendrada en el siglo XVII, de “facultades humanas”). Pero el caso es que su concepto de inteligencia se ofreció como descripción del objeto del trabajo escolar y allí se lo recibió.

A comienzos del siglo XX, la psicología busca establecerse como una disciplina en el campo del saber. ¿Cómo entiende la ‘inteligencia’?: capacidad para actuar, manera de resolver problemas, uso de conocimientos, aplicación de datos, etc. El concepto se llena de determinaciones y de restricciones: transformable por el ambiente; dependiente de la percepción, la atención y la memoria, pero también del aprendizaje, las asociaciones, la imaginación y las emociones; no reductible a algo libresco; dependiente de los puntos de referencia del grupo al que se pertenece, etc.

Se mantuvo la idea de que, en tanto potencialidad, la inteligencia no podía establecerse totalmente, pues sólo percibimos algunas de sus manifestaciones: lo que alguien hace difiere de lo que puede hacer. Así, determinadas condiciones pueden mostrar como inferior un desempeño que resulta superior en otras; por ello, si se quiere conocer la capacidad, es necesario dar las más variadas posibilidades de demostrarla.

El camino para ganar su estatuto epistemológico llevó a la psicología a la aplicación de test cuya confiabilidad la otorgaban las matemáticas; de ahí que se plantee una serie de precauciones: las respuestas en una prueba no demuestran las capacidades potenciales; los resultados también dependen de las circunstancias de aplicación; hay pruebas más apropiadas que otras para buscar el nivel intelectual; los estímulos dependen de cómo los vea la persona; las reacciones humanas no son respuestas a un estado de conciencia en condiciones objetivas; un desacierto deja de reflejar un déficit tan pronto se le pregunta a alguien los motivos de su respuesta.

También sobre los test hubo serias advertencias: exploran al niño desde el punto de vista del adulto; incluyen demasiados aspectos informativos; crean un instrumento estático de medida; usan un sólo carácter como muestra de inteligencia; dan lugar a generalizaciones peligrosas; arrojan puntajes que no se pueden sumar, pues es decisiva la interrelación; sus métodos no se adecúan a niños en edad escolar; su excesivo apoyo en un concepto de inteligencia general no permite apreciar la variedad individual; miden la inteligencia desde una posición cultural alta, siendo que la sociedad está estratificada; etc.


El campo de producción

El campo de producción simbólica trasciende la imagen de una “comunidad académica” que describe realidades. De un lado, allí, como en todo ámbito social donde se produce significación, el control simbólico está en disputa. Más allá de ser solamente el lugar donde se comparten los métodos y las preguntas, es también la arena donde la producción académica ingresa en un juego en el que obran ciertos mecanismos de poder: reconocimiento, prestigio, publicaciones, menciones, premios, etc. Y, de otro lado, allí no se describen realidades, sino que se construyen objetos de conocimiento. Como dice Piaget, definir la inteligencia es un asunto de convenciones pues, como término genérico, ella designa un ámbito muy amplio: el de las formas superiores de organización de las estructuras cognoscitivas. Años después, Gardner puntualizará que ‘inteligencia’ es ante todo una palabra, una forma de nombrar fenómenos que pueden o no existir; pero que, de tanto emplearla, nos parece una entidad tangible, genuina y mensurable.

Así, más que ser la inteligencia un objeto común en la psicología, es un concepto que gana las más diversas definiciones. Por ejemplo, en función de si se reconoce o no la evolución:

-         de un lado, cuando no se reconoce, se presentan tres descripciones: cuando se piensa en una armonía preestablecida entre intelecto y realidad, la inteligencia se entiende como una facultad; cuando se concibe un preformismo de estructuras virtuales, que no se construyen y que se explicitan gradualmente, se la entiende como un espejo de la lógica; y cuando se cree que hay una emergencia de estructuras de conjunto, no construidas, se la entiende como una totalidad irreductible a componentes, con sus leyes propias.

-         Y, de otro lado, entre quienes reconocen la evolución, aparecen tres maneras de definir el concepto: cuando la presión del medio tiene máxima importancia, la inteligencia se entiende como un mecanismo anterior; cuando se conciben mutaciones endógenas, se la entiende como convencionalismo y pragmatismo, como una actividad del sujeto; y cuando se cree que interior y exterior interactúan progresivamente, se la entiende como una colaboración indisociable entre experiencia y deducción, como una relación sujeto/objeto. 

Hoy en día, las teorías psicológicas pretenden no pasar por alto los contextos, en el entendido de que la inteligencia es una interacción entre potencialidades y oportunidades (hasta el punto de que algunos estudian las diferencias cultura/práctica social, más que las diferencias entre individuos) y se expresa siempre en el contexto de tareas, disciplinas y ámbitos específicos: si bien tenemos ciertas tendencias intelectuales (inteligencias), las culturas tienen ámbitos (prácticas, ocupaciones) que requieren ciertas destrezas en un conjunto de inteligencias, y campos (personas, instituciones, mecanismos de premiación) que emiten juicios acerca de la calidad del desempeño personal.


La escuela recontextualiza el término ‘inteligencia’ 

Es diferente lo propuesto por la psicología, como campo de producción —donde los discursos tienen sus objetos, prácticas, ordenamientos y límites internos—, y lo que de ello se realiza en la escuela como un nuevo contexto donde se reubica esa propuesta (y no necesariamente por parte de personas distintas). Allí, lo que era el concepto ‘inteligencia’ empieza a funcionar en un entramado distinto al que lo produjo y que le dio sentido, a compartir enunciados con nociones con las que no tiene por qué tener relaciones claras, y a experimentar modificaciones. Así, entra a la escuela un concepto que no fue pensado para educación y se produce una noción. Entonces, la idea de ‘conducta’ empieza a imponérsele, siendo que posibilidad (inteligencia) y realización (conducta) son distintas —según vimos—, aunque generalmente concurran de forma simultánea.

El concepto se asocia a nociones que pueden no serle pertinentes, como la idea de “objetivos”. No hay correlación entre lo que es posible realizar y lo que la escuela se propone: en el sujeto subsisten las preteorías, pese a sus años de escolaridad y a su capacidad para dar información proveniente de campos que, no obstante, contradicen esas preteorías.

En la escuela, la noción de ‘inteligencia’ —y actualmente la de ‘competencia’—forma parte de una moda terminológica, y se sostiene por razones que no coinciden con las de la pertinencia conceptual y no se ve afectada por los cambios propios de la teoría. Por eso la escuela se quedó con la idea de la inteligencia como capacidad general única, poseída por todos, y no como se piensa hoy en la disciplina, según la cual la cognición humana tiene un repertorio más amplio del que suele considerarse, no medible mediante la combinación de capacidades lógicas y lingüísticas.

La categoría inteligencia funciona en un orden de exposición, forma parte de una jerga especializada que exige la preparación de sus usuarios; en la escuela, en cambio, forma parte de un sistema de suposiciones y queda en el mismo nivel en el que se venía hablando durante la historia de la humanidad, sin una definición consistente, en la que ‘inteligente’ es sinónimo de ‘brillante’, ‘ingenioso’, ‘sagaz’. En la escuela se esgrime a nombre de un “consenso” que poco exige de sus beneficiarios.

Como la inteligencia está en relación con la resolución de problemas, la escuela se inventó unas tareas a las que llama “problemas”, pero que se diferencian de aquéllos que definen la inteligencia, pues muchas veces no son problemas reales, sino ad hoc.

La categoría inteligencia le vino bien a la escuela en tanto su estructura le exige discriminar los desempeños. Se quedó con la idea de que la inteligencia puede ser medida, sin importar cómo se la entienda. Mientras la psicología pretende averiguar cómo se asimila lo real y cómo se acomoda a él la acción, en la escuela, la noción apuntala la formulación de buenos propósitos cuyas condiciones de posibilidad poco se establecen; por eso se introduce la inteligencia en un sistema de valores, se la usa para increpar, para sancionar... algo excluido de la perspectiva descriptiva de la disciplina.

Así, la tendencia de la escuela a la masificación no da la opción de detectar cuáles son los grupos cuyos puntos de referencia habría que tener en cuenta al evaluar, en la medida en que, según la psicología, la inteligencia depende de eso. No obstante, hacerlo sería un impedimento a la aplicación de pruebas masivas en el campo educativo a nombre de la detección de la inteligencia. Y, si bien el hiato entre posibilidad y realización fundamenta el concepto ‘inteligencia’, las pruebas y las evaluaciones masivas supuestamente detectan lo que los estudiantes tienen “en su cabeza”. Con esto se hace a un lado el esfuerzo por inferir la inteligencia (dadas las condiciones de su postulación), ya que estaríamos ante la posibilidad de percibirla objetivamente mediante instrumentos (incluso mediante un instrumento, acto contrario al espíritu investigativo de la disciplina que requiere hacer un rodeo múltiple).

Las pruebas escolares y educativas siguen operando bajo criterios de medición muy parecidos a los que se criticaban desde comienzos del siglo XX como artífices del abuso de la noción de “coeficiente intelectual”; siguen limitándose a un sólo carácter como muestra de inteligencia; siguen haciendo generalizaciones; siguen arrojando puntajes, como si el instrumento de medida fuera isomórfico con el objeto; siguen produciendo discriminaciones sociales, pues son hechas desde una posición cultural, no desde una supuesta neutralidad que percibe una inteligencia general; siguen sin permitir apreciar la variedad individual, que es aquello con lo que nos topamos día a día en el aula.

Las pruebas que se anuncian como veloces y eficientes —aunque muchos teóricos no estén de acuerdo con que la inteligencia se pruebe por tiempo de respuesta— le resultan atractivas a la escuela, pues ella tiene sus tiempos propios (año lectivo, examen, plazos de acreditación, época fiscal, período ministerial, nueva legislación, etc.), distintos de los de la investigación.

Los cambios de la teoría entran a la escuela bajo otro ritmo (que también los selecciona) y bajo los efectos de la recontextualización. Así, hoy en la escuela se oye hablar de “inteligencias múltiples”. Ahora bien, el autor de esta teoría —Gardner— investiga rigurosamente aislamiento cerebral, excepcionalidad, operación medular, historia distintiva de desarrollo, evolución, tareas psicológicas experimentales, hallazgos psicométricos y codificabilidad en un sistema simbólico. Por eso tardó mucho tiempo en producir las inteligencias ‘lingüística’, ‘musical’, ‘lógico-matemática’, ‘espacial’, ‘cinestésico-corporal’ y ‘personal’ (inter- e intra-); y tardó más de 10 años en agregar otra: la inteligencia ‘natural’. En cambio, en el ámbito educativo se necesita apenas una reglamentación para hacer aparecer y desaparecer dimensiones del ser humano. Y, en el intento de introducir las inteligencias múltiples en la escuela, se agregan otras que supuestamente faltan, al comparar los ámbitos escolares con los nombres de las inteligencias encontradas por los expertos. No se requiere el paso por los esfuerzos propios de la teoría.


Cierre 

Cuando floreció la psicometría, la ‘inteligencia’ era una entidad única (incluso hereditaria), y todos podíamos ser capacitados en lo que fuera presentado adecuadamente. Hoy, en cambio, se habla de inteligencias independientes entre sí, con líneas naturales de fuerza difíciles de desafiar. Esto va en un sentido distinto de lo que domina en la escuela, donde se habla de “formación integral”, donde los propósitos supuestamente determinan los hechos, donde el paso a las “competencias” no ha hecho más que repetir esta misma historia.

La escuela es un campo de tensiones y los discursos que allí operen dependen de esas fuerzas. Y la calidad de nuestros actos en ese contexto depende en gran medida del nivel de recontextualización que le imprimamos a los conceptos.

 

Bibliografía mínima

 

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Kant, Immanuel [1803]. Pedagogía. Madrid: Akal, 2003.

Marx, Carlos [1844]. Manuscritos economía y filosofía. Madrid: Alianza, 1968.

Narodowski, Mariano [1994]. Infancia y poder. Buenos Aires: Aique.

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