En
noviembre 8 de 2015, la revista Semana
publicó una entrevista titulada: «Colombia podría estar sufriendo de una
ansiedad severa», que en su versión digital[1] se
llama «Así quedó psicológicamente Colombia después del conflicto».
Se
trata de una conversación con dos personalidades: Steven Pinker, canadiense,
lingüista, experto en ciencias cognitivas, catalogado por la revista Time como uno de los 100 intelectuales
más influyentes del mundo. Y David Barlow, psicólogo experimental, fundador del
Centro de estudios de ansiedad y trastornos
relacionados de la Universidad de Boston.
David Barlow |
La
revista no ahorra calificativos: los considera «mentes brillantes de la
investigación del trauma sobre los efectos de la violencia y cómo asumir el
posconflicto»; y juzga que pocas veces el país había recibido a dos psicólogos
tan ilustres. Esta pequeña inconsistencia de llamarlos ‘psicólogos’ a ambos, pese
a haber dicho que sólo uno de ellos lo es, se relaciona con la ponderación de
la psicología frente a cuestiones como la lingüística, en la que Pinker es
profesional, y frente a las llamadas “ciencias cognitivas”, frente a las cuales
se lo nombra como “experto”. Ahora bien, ‘experto’ sólo es el nombre de alguien
susceptible de ser contratado, no necesariamente de alguien con una posición
importante en un campo de investigación o en una disciplina teórica.
Acá
es importante distinguir entre, de un lado, los conceptos producidos en un
campo, que, en consecuencia, tienen restricciones de aplicación; y, de otro
lado, las nociones desagregadas del campo al que pertenecen, sin restricciones
conceptuales o de aplicación, regidas por otros intereses. De este segundo caso,
el género de una pretendida divulgación científica es un ejemplo típico, pues
posiciona cosas como la «ciencia de las parejas felices», según reza el título
del libro de una psicóloga norteamericana[2].
Steven Pinker |
Nuestros expertos, entonces, si están a la altura de su nombre, vienen contratados y a facilitar contratos. Y, efectivamente: vinieron a Colombia invitados por la Universidad de los Andes, la cual no contrata en vano. Si le paga a dos vedettes internacionales es para obtener ganancias. Efectivamente: van a crear el Centro de salud emocional que, desde ya, anuncia «atención emocional a las víctimas del conflicto armado». Se trata, entonces, de puro marketing en el que hasta el presidente de la república trabaja gratuitamente, pues las celebridades en mención fueron a la Casa de Nariño a hablar con él. Desde ya, entonces, antes de comenzar a funcionar, el nuevo Centro de salud emocional tiene casi asegurada la contratación, pues tiene el aval del mismísimo presidente de la república... ¿alguien puede presentar una mejor recomendación? Además, la revista Semana no se queda atrás en la labor de publicitar desde ya la futura fuente de ingresos para la Universidad de los Andes; claro que, en su caso, la labor no es gratuita, pues llena páginas y cobra por la pauta publicitaria, no importa con qué llene las páginas. Ya sabemos a quién se le concederán los contratos más jugosos de esta nueva forma de inversión social —es un eufemismo, se entiende— llamada «atención emocional a las víctimas del conflicto armado».
Pero,
¿cuáles son las víctimas? Reparemos en los títulos de la entrevista: «Colombia
podría estar sufriendo de una ansiedad severa» y «Así quedó psicológicamente
Colombia después del conflicto». O sea, ¡toda Colombia es la víctima!, ¡toda
ella está —«así quedó», dice el título— angustiada! ¡Todos somos clientes
obligados del nuevo Centro de salud
emocional! Y, además, vamos a tener la mejor atención, ¿acaso no vino a
fundarlo uno de los 100 intelectuales más influyentes del mundo?, ¿acaso no
estuvieron en la Casa de Nariño hablando con Santos?, ¿acaso no los entrevistó Semana? ¿Alguien más podría garantizar
por anticipado la calidad de su “atención emocional”?
“Salud
emocional” es un rubro más o menos nuevo; o sea: no se habían combinado de
forma convincente esas palabras para explotarlas económicamente. Es un nuevo compañero
de la “salud mental”. Atención: no crea usted que por tener buena salud mental
está garantizado que tiene buena salud emocional. Usted puede no estar muy loco
que digamos y, sin embargo, puede estar estresado, puede estar deprimido, puede
estar traumatizado por esos sucesos inesperados de la vida. Mientras la salud
mental estaba más atada a asuntos de largo alcance (supuestas predisposiciones
genéticas a la esquizofrenia, por ejemplo), la salud emocional está más ligada
a las contingencias de la vida.
Y
ambas “saludes” comparten un imperativo: es para todos. Por eso, es Colombia-toda
la que está enferma, emocionalmente hablando. Otro imperativo es: la salud
emocional es enseñable. Si todo el mundo cree eso, el llamado post-conflicto es
un negocio inmenso: a cada uno, independientemente de su relación con el
conflicto, más allá de si vive en el campo o en la ciudad, de si es joven o
antiguo, amarillo o verde... le corresponde su cuota de aprendizaje emocional. Incluso:
si no para curarse, al menos para ayudar a curar... no hay escapatoria, todos
somos clientes del nuevo Centro de salud
emocional.
No
es pertinente preguntar si alguna teoría rigurosa permite sostener tales ideas,
pues no se trata de algo teórico, sino de negocios, basados en ese campo en el
que se toman conceptos de aquí y de allá y se los mezcla a conveniencia, unas
veces de una manera, otras veces de manera distinta, para producir la fórmula
ecléctica del momento. Para el gobierno es un descanso: la complejidad de
nuestra historia y de lo que aparecerá por cuenta del acuerdo de paz, ahora tiene
un nombre, puede acotarse de manera aparentemente precisa; ya hay a quién darle
la plata a manos llenas y mirando hacia otro lado.
Antes de oír de viva voz las respuestas (y ver si efectivamente son dos psicólogos tan
ilustres que en realidad podamos afirmar que pocas veces el país ha recibido gente
así), empecedmos aclarando la ambigüedad del término ‘ansiedad’. Parece
ser la traducción más literal de la palabra que nuestros dos genios tienen
entre manos y que también se traduce como angustia. Agreguémosle los
“trastornos relacionados”, pues no olvidemos que el señor Barlow fundó, en la
Universidad de Boston, el Centro de estudios
de ansiedad y trastornos relacionados. Claro, pues los “trastornos” —junto
con los “síndromes”— son el epítome de la inconsistencia clasificatoria de la
psiquiatría actual, que ya no tiene la forma de trabajo que la caracterizó en
sus orígenes, si no que se ha vuelto una práctica de recetar medicamentos, con
base en decisiones de la estadística. Al punto que, con una capacitación de
tres meses, se puede manejar el Manual
diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM).
Dice
el artículo correspondiente en wikipedia, posiblemente redactado por alguien de
la Asociación de psiquiatras de los Estados Unidos, que el Manual «contiene una clasificación de los trastornos mentales y
proporciona descripciones claras de las categorías diagnósticas». Desde aquí ya
vemos que no se parte de categorías, sino de amontonamientos a los que
posteriormente se les dará nombres (no categorías). Y esto «con el fin de que
los clínicos y los investigadores de las ciencias de la salud puedan
diagnosticar, estudiar e intercambiar información y tratar los distintos
trastornos mentales». Es decir, no estamos ante un campo científico, sino ante
el conjunto heterogéneo formado por profesionales de la salud, lo cual sólo habla
de un oficio, de un propósito —curar— que nunca ha sido objeto de una ciencia,
como nos recuerda Jacques-Alain Miller, citando a Canguilhem.
«El
DSM se elaboró a partir de datos empíricos —continúa el artículo— y con una
metodología descriptiva, con el objetivo de mejorar la comunicación entre
clínicos de variadas orientaciones». Como se ve, no se busca hacer consistir un
campo teórico, sino, al contrario, de hacer caber a todos los implicados. Y eso
se logra reduciendo el rigor en la definición del conjunto. Y lo de “descriptivo”
se refiere a lo que la estadística haya revelado como relevante. Acá, la
estadística es usada a conveniencia, no siguiendo el rigor matemático que le es
propio en su campo. El artículo continúa, no sin desfachatez y corroborando lo
que hemos dicho, de la siguiente manera: «Por esto, no tiene la pretensión de
explicar las diversas patologías, ni de proponer líneas de tratamiento
farmacológico
o
psicoterapéutico, como tampoco de adscribirse a una teoría o corriente
específica dentro de la
psicología o de la psiquiatría».
La
pretensión, como la de la Universidad de los Andes, es aparentar estar por
encima de las diferencias. Esto, en el campo teórico, es un exabrupto; pero,
por fuera del rigor del trabajo disciplinar, parece políticamente correcto.
Entonces,
nos las tendremos que ver con “síndromes” y “trastornos” que son, sencillamente
la muestra fehaciente de la falta de rigor, la falta de punto de basta del
furor clasificatorio. Mientras en los campos disciplinares las clasificaciones se
hacen con criterios de clasificación y pretenden —en la medida de lo posible y
no sin la recurrencia propia del saber que rehace sus productos cuando es
necesario— crear clases excluyentes, tratar de agotar el universo, atender a la
parte residual de la clasificación... acá el objetivo es multiplicar las clases
en función de la cantidad de medicamentos que se produzcan. Es una ley más
rígida que la de la gravedad: síndrome encontrado, trastorno formulado...
implican un nuevo medicamento. No olvidemos que el “Trastorno por déficit de
atención con hiperactividad” [TDAH] se atiende con Ritalina y que las ventas de
este medicamento equivalen al producto interno bruto de 52 países.
Veremos,
entonces, desfilar una serie de nociones que no requieren estudiar nada, sino
simplemente leer prensa, ver televisión e ir al médico cuando estemos tristes.
Por ejemplo, la revista dice que la violencia «acaba con la empatía de una
sociedad», donde “empatía de una sociedad” es lo que a usted se le ocurra, con
tal de que crea que es algo.
La
revista pregunta cómo está, emocionalmente, la sociedad hoy en el planeta, como
si ‘emocionalmente’ significara algo, y como si la humanidad tuviera que estar
hoy de una manera distinta, desconocida para nosotros, justamente para que
estos personajes nos iluminen. Pero, ¿acaso la condición humana es distinta hoy
que ayer? No decimos que los acontecimientos actuales sean idénticos a los de
antaño, pero sí necesitamos discriminar entre lo de orden estructural (como la
condición humana misma) y lo de orden contingente (como la historicidad de
nuestras instituciones, como la contingencia de los acontecimientos). Si el
señor Barlow responde a la pregunta es porque se siente concernido en esa falta
de claridad que constituye su campo de acción, su escena de negocios. Y, claro,
ni corto ni perezoso, contesta: «La ansiedad está en aumento. Y junto a esta,
la depresión y el estrés de la vida moderna están teniendo efectos nocivos en
la gente». Frase de cajón, frase cotidiana... ¿o acaso no sabe todo el mundo
que esta vida moderna —dicho hace cien años o dicho hoy, da lo mismo— nos
produce efectos que hemos de reputar negativos? (de lo contrario, no tendría
sentido la expresión todo tiempo pasado
fue mejor).
Ahora
bien, no por diseminada semejante creencia, vamos a considerarla explicativa de
algo, en atención a que si el río suena,
piedras trae. Lo que tiene de verdad —dado que es una frase trans-histórica—
es que el sujeto, de un lado, siempre está un tanto extrañado en su presente
(cada uno de nosotros es una excepción a la regla, dice Miller); y, de otro, siempre
está presto a asignar la responsabilidad a otros.
Ya vamos juntando palabras: ansiedad, depresión, estrés... necesitamos
un Centro de estudios de ansiedad y trastornos
relacionados, pero, como todos no podemos ir a Boston, tenemos la opción del
Centro de salud emocional de la
Universidad de los Andes. Igual, en ambos casos vamos a tener a nuestra
disposición las teorías conductistas más trasnochadas y la milenaria sugestión
como procedimiento terapéutico... todo adobado con palabras de moda.
Ahora
bien, ¿cómo logra el señor Barlow hacer ese diagnóstico que podría hacer
cualquier persona? «Hablando con la gente», responde, «porque la ansiedad
siempre tiene una cara». Ahora bien, hablando con la gente se pueden aprender
muchas cosas, pero también le puede retornar a uno el sentido común, el que uno
también ya sabe, porque el registro en el que uno habla con las personas generalmente
tiene una cara... pero hay otras. De hablar con la gente es que se nutre la
“investigación” que —como dice el sentido común— llena los anaqueles, o sea,
que no sirve para nada. Lo importante es el dispositivo mediante el cual se
habla con la gente, o sea, qué se le hace decir mediante la forma como se la
interpela.
Es
tan importante esto, que Freud tuvo que inventar un dispositivo inédito para
“hablar con la gente”, pues lo que ya había sido inventado y que en la historia
de un par de milenios habíamos usado, no servía para conocer cabalmente cómo se
inserta la gente entre la otra gente, cómo se las arregla para vivir, qué lugar
para sus representaciones, cómo hace para elegir sus objetos de satisfacción,
cómo se satisface... Esto se ha ido entendiendo desde hace un poco más de un
siglo, gracias no a “hablar con la gente”, simplemente, sino a hablar de una
manera que haga posible esa dimensión subjetiva, que queda excluida en las
conversaciones como las del señor Barlow, el cual continúa de la siguiente
manera: «Las personas hoy se sienten incapaces de disfrutar la vida y andan
preocupadas por el futuro. Esto afecta la familia, la productividad y la
capacidad de disfrutar. La ansiedad se ha vuelto un problema para la comunidad».
Señor
Barlow, ¿y cuándo las personas se han sentido capaces de disfrutar la vida? ¿No
es eso algo que oscila a lo largo de la existencia? ¿No hay en la idea de “disfrutar
la vida” muchas modalidades? ¿Acaso no disfruta la vida el alcohólico?; sí y no
—habría que responder—, con lo cual se enreda todo y, entonces, tocaría definir
un panorama más complejo. De otro lado, ¿cuándo las personas no han estado preocupadas
por el futuro? ¿No está el tiempo atado a la condición humana? (tu materia es el tiempo, el incesante | tiempo, eres cada solitario instante, escribe
Borges).
Según
Barlow, como esto afecta la familia, la productividad y la capacidad de
disfrutar, es un problema para la comunidad. Dicho de otra manera, lo
importante es la comunidad, la productividad. Hay que hacer que la gente
circule, plantea Miller, a manera de resumen de la idea de ‘salud mental’. Si
la capacidad de disfrute de los sujetos se altera, no importa sino hasta que
eso altera la circulación urbana. Si todo el mundo circula, no hay problema. El
problema es que hay unos que, de pronto, se quedan quietos y generan embotellamiento.
Luego,
la revista pregunta si hay correlación entre angustia y sociedades que han
sufrido violencia. “Correlación”... acá la revista toma la pregunta de los
entrevistados mismos. Se busca la asociación estadística. No se trata de si la
angustia de la persona X tiene que ver —y cómo— con el hecho de haber estado
involucrada de alguna manera en hechos de violencia; sino, más bien, de si los
datos de ambas variables están correlacionados estadísticamente, para lo cual
se necesitan muchos datos de ambas partes; es decir, de un lado, datos sobre las
emociones de las personas (angustia, sobre todo): y, de otro lado, datos sobre la
relación con hechos de violencia. Ahora bien, en este caso —como en casi todos
en los que se usa la estadística por fuera de su campo— aparece una serie de
problemas, como los siguientes:
·
Sensibilidad del software estadístico
a la correlación. Según los matemáticos, a medida que aumenta la cantidad de datos, se
hacen cada vez más posibles las correlaciones. En otras palabras, la búsqueda
de correlaciones tiende a ser inútil, aunque para cierto tipo de uso (como el
político), conserva su eficacia.
·
Principio estadístico de
incertidumbre.
Los datos cambian su especificidad con cada nivel de aglomeración añadido. Así,
lo que se pueda afirmar del conjunto de los datos no es necesariamente válido
para los subconjuntos colapsados. Así, una correlación positiva encontrada para
el conjunto —ejemplo: declarar que vivir hechos de violencia está asociado a la
emergencia de la angustia—, no indica que eso sea válido para algún subconjunto
de datos (las personas de cierta edad, sexo, región, etc.). Incluso podría no
ser válido para ningún subconjunto y, sin embargo, ser válido para la
totalidad. Esa curiosidad estadística implica que, con esa herramienta
matemática, no podemos acercarnos a la verdad por la vía de la desagregación,
pues siempre podemos encontrar sorpresas en las correlaciones, ni por la vía de
la aglomeración, pues no nos da noticia de las especificidades. Es claramente
una herramienta política, siempre y cuando no se hable de sus secretos.
·
Correlación entre variables
teóricamente relacionadas. La estadística busca correlaciones, sobre la suposición de que está
teóricamente justificada la comparación de las variables en juego. Porque se
puede buscar la correlación entre los asuntos más disímiles y a veces se la
encuentra... como la correlación entre cigüeñas y nacimientos, que está
estadísticamente demostrada, pero que teóricamente es injustificada. La
justificación respondería a una pregunta sencilla: qué teoría permite poner
esos dos asuntos en contacto. Es decir, hay que saber para tomar esa medida, y
no tomarla para después tratar de saber, que es el procedimiento que toma
generalmente la política.
·
Causalidad en lugar de
alerta numérica. La correlación estadística simplemente niega la hipótesis de no correlación.
En ningún caso estamos ante la idea de causalidad. Pero, por supuesto, la
política que encarga el procedimiento estadístico no puede aseverar que lo
obtenido es apenas una posibilidad, sino que afirma que se trata de necesidad.
Donde las matemáticas dicen: ahí hay un punto que valdría la pena investigar
con conceptos propios del campo (y no con estadísticas), la política dice esto
causa aquello. Un caso muy conocido es el de la aserción “Fumar produce
cáncer”.
Pues
bien, a la pregunta por la correlación —que no puede ser sino estadística—, Pinker
contesta en los términos previstos «el incremento de la ansiedad ha sido medido
en Estados Unidos»; y habla de «la curva de ansiedad nacional». Al punto, acude
el señor Barlow para corroborar lo que venimos de asegurar: «Para mí está claro
que cuando una sociedad se siente amenazada por la violencia, la ansiedad
aumenta». Como eso lo puede proclamar cualquiera, tal vez acá se sienta uno —lector
medio— como un importante psicólogo, pues siempre ha pensado lo mismo. Y agrega
Barlow: «Lo dicen los estudios». No pregunten qué tipo de estudios, pues ya
están refrendados por quien habla. No importa si son del tipo de estas
aplicaciones acomodaticias de la estadística, que no valen en el campo de la
investigación seria. Y agrega el ejemplo de que las fobias que presenta la
gente en Estados Unidos, en realidad son ansiedad. No dijo qué era ‘fobia’, ni
cómo se había hecho semejante diagnóstico, sino que en realidad aquello era
ansiedad... ¡pero tampoco dice qué es ‘ansiedad’, ni cómo se hace el
diagnóstico respectivo! Es como cambiar una marca por otra. Es una cuestión de
marketing. Hoy se vende más si usamos la palabra ‘ansiedad’, que si usamos la
palabra ‘fobia’, un tanto demodé.
Y,
gracias a una pregunta de la revista, el señor Barlow hace una comparación con
Colombia, autorizado en que llevaba varios días aquí. Olvida una respuesta
anterior, dada por él mismo, según la cual se diagnostica hablando con la gente;
aquí su respuesta no respeta su propio principio terapéutico y se lanza a
elucubrar: «Colombia ha sufrido algo parecido. Acá la gente se ha sentido y
quizá todavía se siente amenazada por la violencia. Y esa violencia ha sido
impredecible. En otras palabras, no se sabe cuándo, ni dónde va a darse, y a
veces tampoco se sabe quién será el perpetrador. Esa es la fórmula perfecta
para una ansiedad severa en una sociedad». De nuevo, lo que cualquiera podría
decir, lo que dicen los periodistas día a día sobre la guerra no-convencional
(o no-regular)... pero dicho por un experto, que cobra cien veces más.
El
presidente, que no cobra por hacerle propaganda a la nueva institución
receptora de dineros para el post-conflicto, se mostró interesado, según revela
el señor Pinker «en un sinnúmero de cosas y muy comprometido con el proceso de
paz». Eso se llama: Tú me ayudas, yo te ayudo. Como parte de ese sinnúmero de
cosas, el presidente quería saber de ellos «qué tipo de procedimientos podrían
aplicarse en el país para comenzar a curar emocionalmente a una sociedad
devastada por más de 50 años de guerra». No sabemos si lo dijo el presidente,
pero lo puede haber dicho cualquiera... Ahora bien, el mandatario habría pedido
procedimientos; habría hablado de curar emocionalmente; y tendría identificado
el objeto: una sociedad devastada por la guerra. O sea: como si fuera un
experto más, es decir, como si tuviera sentido común. No obstante, como venimos
diciendo:
·
Se habla de un paciente colectivo; mientras más colectivo, mejor, para
hacerle un solo contrato al nuevo centro de viejos tratamientos.
·
A ese paciente colectivo, aplicar un procedimiento. O sea, el asunto es
instrumental; nada que concierna a una historia social, política, cultural, subjetiva...
sino un instrumento que arregla la pequeña parte dañada. No se considera la
posibilidad de algo estructural: a lo que ya tenemos, agregar la aplicación del
buen instrumento.
·
Y el resultado es una cura emocional. También está identificado el
punto al cual debe aplicarse el buen instrumento. Y, casualmente, el punto ya
tiene un nombre que presupone los dos pasos anteriores. Y lo que ha de
producirse en ese punto del cual sólo sabemos que no nos suena como un concepto
difícil de entender, pues es una palabra del buen sentido común: una cura.
Aquello que aqueja, desaparecerá. No se trata de una condición que sigue ahí y
que puede ser tramitada de otra manera... sino de una ruedecilla que se arregla
y todo vuelve a estar bien, como en los sueños de la política de salud
emocional, pues aquello de la «empatía de una sociedad», como dice la revista,
no es más que una manera de evadir la pregunta de cómo es posible que hagamos
lazo social.
Parte
de esas idealizaciones es expuesta por el señor Barlow en una de sus
respuestas: «Las emociones suelen ser algo bueno pues nos ayudan a vivir». Bastante
soso. No obstante, si las emociones siempre produjeran eso, los expertos en
mención habrían tenido que dedicarse a algo decente, por lo tanto, a
continuación viene la adversativa: «Pero bajo condiciones como las que ustedes
vivieron, las emociones se salieron de control. Los efectos pueden ser
perjudiciales, pueden incluso transformar el funcionamiento del cerebro». ¡Horror!
Desde los ideales sosos hasta el cerebro, sin escalas. En un negocio en el que
no hay que entender ni explicar, sino saber vender su producto, hecho de
palabras no inofensivas, no hay necesidad de explicar ese triple salto mortal.
Pero como la revista le preguntara cómo, el experto contesta: «Haciendo que el
ser humano pierda la capacidad de empatizar». O sea, las emociones han de estar
bajo control... no sabemos qué es eso, de dónde viene el imperativo de control,
ni cómo es posible lograrlo, ni cómo las emociones se salen de ese redil;
además, que aquello no vaya como debe ser, es perjudicial, al punto que ¡puede transformar
el funcionamiento del cerebro!... no sabemos en qué sentido son perjudiciales,
y menos aún cómo eso puede transformar el cerebro... ¿cómo está hecho el
cerebro para dejarse dañar por una salida del redil de las emociones?
Finalmente, importa poco si, a la larga, lo que está en juego es el cerebro.
Por favor, señores expertos, ayúdennos, no vaya a ser que más que un
tratamiento de terapia cognitivo comportamental, nos toque sufrir una
lobotomía. Pero volvamos al punto: ¿cómo se puede afectar el cerebro?
¡Perdiendo la capacidad de empatizar! Ah... empatizar es una función del
cerebro. Pero claro, personas que nada saben de neurología posan de expertos si
dicen que el cerebro es el que decide, que el cerebro es el que ama, que el
cerebro es el autor de la ficción llamada “yo”, etc.
Un
ejemplo: ante la evidencia de los riesgos del cambio climático, aparece la
pregunta de por qué los gobiernos no actúan de acuerdo con la magnitud del problema.
Pues bien, según Daniel Gilbert (profesor de psicología de la Universidad de
Harvard), la respuesta está «en el cableado del cerebro humano. El experto
señala que la mente no está diseñada para reconocer amenazas sin rostro y
verlas como un enemigo concreto»[3].
Ahí tenemos a los psicólogos parloteando sobre lo que no saben, pero de una
manera que todos reconocemos y que, por lo tanto, nos parece evidente, natural.
El
señor Pinker no se podía quedar atrás con las cifras: Colombia es un país
inusual, pues «tiene tasas de violencia mucho más altas de lo que uno esperaría
si mira el nivel de desarrollo». Otra vez las correlaciones. No importa la
historia: si tienes el nivel de desarrollo X, te corresponde una tasa de
violencia Y; si es mayor, debes esforzarte en reducirla; si es menor, sal a
matar a unos cuantos.
Finalmente,
veamos algún detalle poco detallado del tratamiento, de la clínica que estos
sabios pregonan. La revista pregunta cuál es el tratamiento correcto, no para
las personas, sino para los traumas que dejan hechos como haber visto masacres,
haber presenciado la violación o el asesinato de los suyos. La respuesta de
Barlow brilla por su sabiduría: «Cuando alguien ha estado expuesto a la
violencia extrema, el impacto emocional es fuerte». Brilla por su sabiduría...
popular. Pero, claro, esto no es irreversible, porque entonces no habría lugar
para nuestros expertos: «Por fortuna —dice—, desde la psicología en años
recientes hemos desarrollado procedimientos para tratar esas emociones
intensas, comúnmente acompañadas de sentimientos de amenaza, culpa y vergüenza».
¿Qué hacen, concretamente?, pregunta la revista con verdadera curiosidad. Y
Barlow responde: «La gente que tiene esos traumas tiende a querer evadir
cualquier emoción, incluso las buenas. Así, pierde la capacidad de manejar sus
emociones. Entonces, lo primero es ayudarles a volver a aceptarlas. Luego
miramos lo que piensan cuando sienten emociones: las ideas que surgen, las
atribuciones que hacen. Y lo típico es que al principio todo lo que piensan es
negativo. La meta es enseñarles a volver a vivir con sus sentimientos y a ver
el mundo con nuevos ojos».
Lo
dicho: nada nuevo tenían en la valija estos marchantes. La vieja sugestión,
basada en ideales sacados de la manga. Hay buenas y malas emociones... o sea,
drama de telenovela. El tema con las emociones es de saber o no saber
manejarlas... lo que, por supuesto, le abre la puerta al que sabe más, al
experto; así, todo se reduce a enseñar las competencias emocionales, o a desarrollar
la inteligencia emocional. Y la acción se concreta en ayudar a volver a aceptar
las emociones... o sea, los sujetos que deben someterse a esta terapia son
brutos y tercos, pero, además, ingenuos y dóciles. Se creen las tonterías de
los terapeutas y se dejan gobernar por ellos. Pero, ¿no es muy deleble un
trabajo hecho sobre semejante materia tan débil? ¿No podría venir otro experto
y convencernos de lo contrario? ¿Qué lo impediría, según estos fundamentos? La
meta, según dicen, es enseñar a volver a vivir con sus sentimientos y a ver el
mundo con nuevos ojos... O sea, que sólo tenemos sentimientos y una debilidad
que hace que los juzguemos mal en ocasiones como la de la violencia; cuando,
gracias a esa debilidad nos sugestionan para creer en idealizaciones, entonces
vemos el mundo con otros ojos, sí: los del terapeuta, es decir, los del sentido
común.
No hay comentarios:
Publicar un comentario