François Dubet es una autoridad
en sociología de la educación, profesor de sociología en la
Universidad de Burdeos II y director de estudios en la Escuela de Altos Estudios
de París. Steven Navarrete
Cardona lo entrevista para El Espectador (http://www.elespectador.com/noticias/educacion/casi-todas-escuelas-son-injustas-francois-dubet-articulo-569824).
1. Dice el sociólogo francés: «En todas las sociedades
existen desigualdades». Esto es evidente; el asunto de un sociólogo es saber
por qué; y con mayor razón si se tiene en cuenta que en tales sociedades
desiguales —todas— se dice que se lucha contra la desigualdad y, sin embargo,
no es inusual que ésta se incremente. Entonces, veamos en qué consiste la “justicia
social”, según Dubet: «en saber qué desigualdades son justas y qué
desigualdades son consideradas injustas». ¡La justicia social sería calificar
los términos de la desigualdad! ¿Hace falta un profesional que se haya dedicado
a estudiar la sociedad para decir que la justicia social consiste en saber
cuáles desigualdades son justas y cuáles “son consideradas injustas”?, ¿no está
todo el mundo dispuesto a hacer de entrada precisamente eso? ¿O será que, cuando
quien hace eso es un sociólogo, se lo llama “sociología”, y cuando lo hace la
gente del común se lo llama “sentido común”? ¿Será que ahora la sociología
estudia las opiniones y no las causas de las opiniones? ¿Qué más da que un
porcentaje de la sociedad considere que algo es justo o injusto? ¿Acaso de esa
manera se entiende por qué lo es?, o, peor aún: ¿acaso de esa manera se pueden
tener elementos para tratar de hacer algo?
No estamos exagerando. ¿Qué tal esta perogrullada?: «Cuando
decimos que esto es justo y aquello es injusto tenemos una concepción de la
justicia social». Claro, de lo contrario sería imposible decir la frase. Es
como si Dubet dijera que es necesario tener alguna idea de las palabras con las
que uno hace sus frases. De otro lado, que cada uno tenga una concepción de la
justicia social, ¿no es justamente algo a explicar? Lo decimos porque tales
concepciones, en un nivel de análisis, no hacen conjunto, no se definen
solidariamente con otros conceptos relativos a lo social, que es lo que
supuestamente haría la sociología; y, en otro nivel, tienen un grado de
similitud que más allá de hablar de que tenemos una concepción de la justicia
social, tendría que alertar al sociólogo acerca de la existencia de una matriz
social (no individual, no voluntaria) de producción de “concepciones” y, de
nuevo, es algo que supuestamente tendría que investigar la sociología.
Veamos el ejemplo de Dubet: «podemos decir que tal salario es
justo porque corresponde al esfuerzo y a la cualificación del trabajador, o que
es injusto porque el trabajador no es suficientemente bien remunerado». Parece
que hubiéramos retrocedido un par de siglos. ¿Acaso los asuntos de la
sociología están a escala de la sensibilidad?, ¿no son sus categorías más bien de
orden inteligible? ¿Es la plusvalía —para
poner un ejemplo— algo que “corresponda al esfuerzo y a la calificación”? ¿No
se trataría de un juicio sin referente alguno? ¿No se trataría justamente de
una justificación de la injusticia
social? La frase “tiene el salario que corresponde al esfuerzo y a la
cualificación”, parece ser de un empresario —o de un empleado del ministerio de
trabajo—, pero no de un sociólogo...
2. Ante la pregunta de cuál es la relación entre justicia
social y escuela, Dubet responde: «Una escuela justa debe permitir a todos sus
estudiantes conseguir logros en función de su trabajo y su talento. Una escuela
es injusta cuando los logros de los estudiantes dependen de las condiciones
sociales y de los ingresos de sus familias. Desde este punto de vista, casi
todas las escuelas en el mundo son injustas, porque los estudiantes de clases
favorecidas tienen mejores resultados que aquellos de clases desfavorecidas».
Veamos la respuesta con detalle: de un lado, la idea de “resultados”,
que se toma como algo dado, como algo que no necesita explicación sociológica,
es relativa a las evaluaciones masivas (¿de qué otra fuente se puede beber para
tener esa capacidad comparativa?). Además, a las evaluaciones que comprometen a
varios países, dado que Dubet se permite hacer comparaciones entre países. Es
decir, su idea no interroga las evaluaciones masivas; es, más bien, una sugerencia
de cómo mejorarlas. Ahora bien, mientras la comprobación de que los estudiantes
de clases favorecidas tienen mejores resultados que aquellos de clases
desfavorecidas le sirve a Dubet para decir que eso es “injusto”, a sociólogos
como Bernstein o Bourdieu les sirve para mostrar que la escuela es un lugar
donde se reproduce la desigualdad, dadas ciertas condiciones estructurales.
Puede que nos parezca injusto... el asunto es que no cesa de producirse ese
efecto. La escuela no es el lugar donde se imparte justicia
—extraterritorialidad que habrían de explicar quienes así opinan—, sino un lugar
donde, entre otras cosas, se reproduce la desigualdad.
De otro lado, Dubet no ubica el “trabajo” y el “talento” como
variables, sino como constantes. Como si ya los niños trajeran a la escuela
un talento (en nuestras latitudes, es el sueño de un Francisco Cajiao) y una
energía (capacidad de trabajo) dados. Pero, ¿acaso la escuela no está en
relación con la producción de lo que
llaman “talento”?, ¿no es éste el resultado de cierto tipo de relaciones? ¿O
vamos a volver a la teoría fascista de que es algo hereditario? Los entusiastas
de estas simplezas reducen la función de la escuela a no atravesarse en el camino
del supuesto “talento natural” de los niños; nada de enseñar álgebra o cosas de
esas en cuyo esfuerzo se mata lo que ya traen los críos en su ADN. Pero, si
bien es cierto que la escuela puede favorecer la singularidad de los
estudiantes, esto es algo que puede hacerse en relación con lo que ella tiene
por función, a saber: que haya disposición del estudiante para poner trabajo en relación con el saber, que
haya ganas de desplegar una labor (de
donde después sacan la idea de “talento”). Ideas como aquella de la que Dubet
se está haciendo portavoz en la entrevista dejan a la escuela a la zaga del
capricho o, en el mejor de los casos, la alternativa de ser un club, una caja
de compensación. A la escuela de los pobres —valga la aclaración—, porque la
élite sigue educándose bajo el antiguo lema de estudiar; por eso sus hojas de
vida —cuando son hombres públicos tenemos el privilegio de fisgonear— no
exhiben “talentos”, sino postgrados en las universidades más prestigiosas del
mundo. Y tienen talentos, claro, pero eso es otra cosa.
Al final de la respuesta, Dubet afirma: «En todos los países
hay excepciones y algunos estudiantes de familias pobres tienen logros
sobresalientes en la escuela, pero no son muchos». Sin embargo, esta excepción
no le merece una explicación: ¿cómo es posible establecer una determinación entre nivel
socio-económico y desempeño escolar, y después afirmar que hay excepciones? O bien no
hay tal determinación o bien no hay tales excepciones. ¿Qué ocurre en esos
casos en los que, pese al nivel socio-económico,
se tienen buenos desempeños? No olvidemos, de otro lado, que ese es precisamente
el argumento de los gobiernos para descargar la responsabilidad de la
desigualdad en las escuelas...
3. El entrevistador pregunta por la práctica gubernamental de
becar a quienes tienen las más altas calificaciones. Y Dubet responde: «Para
ser justos se debe ayudar a los estudiantes en función de sus recursos
económicos, con el fin de que puedan acceder a la educación elemental. En
seguida se debe ayudar a los estudiantes pobres que son buenos estudiantes y
que tienen altos rendimientos escolares. Pero no hay que darles más dinero a
aquellos que ya tienen mucho». Parece la respuesta de alguien que hace —o cree
hacer— política educativa: un Ministro de Educación, un rector, un Secretario
de Educación, La UNESCO, un investigador en educación, etc. “Para ser
justos...”, dice. Pero un sociólogo es alguien que busca entender la sociedad
y, en consecuencia, podría explicar la desigualdad; pero no, asume la postura
de quien cree que hablar de justicia es ser justo. Tal vez quede en paz consigo
mismo, pero ni ayuda a comprender, ni disminuye un ápice la “injusticia”. La
prueba de esto es que introduce el “deber-ser”, que es completamente ajeno a la
sociología (y, en general, a la ciencia): “se debe ayudar a los estudiantes en
función de sus recursos económicos”. De nuevo, esto lo puede decir cualquiera,
sin necesidad de estudiar sociología.
Que los niños accedan a la educación elemental es un asunto
político. Por eso está en nuestras normas, en tanto deber del Estado y de las
familias. De ahí en más queda la otra tarea —política— de garantizar ese
derecho o de luchar para que se garantice, o para que tenga cierto sentido, etc.
Pero eso, que es perfectamente legítimo, ¡no es sociología! La idea, con la que
cierra Dubet la respuesta, según la cual “no hay que darles más dinero a
aquellos que ya tienen mucho” se puede poner al lado de la otra, cuyo autor es
un boxeador de Palenque: «Es mejor ser rico que pobre». Y, con todo, no sirve de
mucho decirlo: por ejemplo, darles a los más ricos fue exactamente la fórmula
que se utilizó para salir de la crisis del 2008. La cantidad de dinero con que
se “recapitalizó” a los bancos excedía el monto de las deudas hipotecarias; es
decir, que si les hubieran dado ese dinero a los deudores, se habrían pagado
las hipotecas, se habrían recapitalizado los bancos, no habrían quedado deudores
y habría sobrado dinero; pero se les entregó el dinero a los bancos, con lo que
los gerentes se pudieron subir los salarios y, de todos modos, continuaron los
deudores de las hipotecas en idéntica situación, es decir, con sus deudas “refinanciadas”.
La respuesta, además, hace gala de una defectuosa teoría de
conjuntos: dice Dubet que, se debe ayudar a los estudiantes en función de sus
recursos económicos, y en seguida se
debe ayudar a los estudiantes pobres que tienen altos rendimientos escolares. Parece
no darse cuenta de que quienes supuestamente siguen, ya estaban incluidos en el primer grupo: si se ayuda en
función de los recursos (además, con la condición de no darle al que ya tiene),
pues los alumnos pobres con altos
rendimientos ya fueron ayudados, tanto como aquellos que tienen bajos rendimientos.
No se expone un solo concepto que explique la razón por la cual sería plausible
ayudar a los pobres que tienen bajos rendimientos; por ejemplo, podría
argumentarse que el “rendimiento” no es neutral, que no depende solamente de
las características del estudiante, sino también de las condiciones de
posibilidad, éstas sí establecidas socialmente... pero no, se trata de buena
acción per se. Tampoco hay
interrogación sobre la manera como se establece esa escala de “rendimientos” y
su relación con lo social.
4. Ante la pregunta de si hay ideología tras la meritocracia,
Dubet contesta: «La meritocracia es una teoría de la justicia aceptable en la
medida en que es bueno recompensar los méritos». En primera instancia, la “meritocracia”
no es ninguna teoría... al menos que ‘teoría’ fuera el equivalente de ‘idea’, o
de ‘concepción’. Más diferencias parece hacer el entrevistador, que la califica
de ideología. “Ideas” tiene todo el
mundo, pero para hacer teorías se
necesita algo más que atribuir significación. En segunda instancia, a Dubet le
parece aceptable la idea según la cual es justo dar en función del mérito...
sin embargo, antes había dicho que, para ser justos, había que dar en función
de los recursos. ¿Será que ya no opera la lógica de no contradecirse o, al
menos, de explicar en qué sentido serían aceptables afirmaciones excluyentes?
Además, este tipo de “argumentación”, ¿no condena a unos a estar siempre en la
posición de recibir?
Pues bien, Dubet encuentra dos “debilidades” (¿ahora la
sociología usa la matriz DOFA?) en la “teoría” meritocrática: «La primera es
que el mérito depende a menudo de las condiciones sociales y de la educación:
los ricos tendrán más méritos, pero no necesariamente merecen estos méritos». Hasta
donde sabemos, ‘mérito’ tiene relación con ‘merecer’. Entonces, si algo se
merece, ¿por qué los ricos tendrían más méritos? Es claro que el mérito pasa
por un juicio y que éste es social, pero —por sesgado que sea el juicio— nunca
se opondrá a la idea misma de mérito, al punto de autorizar a proferir el enunciado
de Dubet que es una contradicción en los términos: “no merecer estos méritos”,
equivalente a “agua deshidratada” (pero en una sociedad que vende café
descafeinado y leche deslactosada, ¿acaso no parece admisible el agua deshidratada
o el mérito sin mérito?). Una cosa es lo que la sociedad esgrime como meritorio
y otra cosa lo que el sociólogo describe, explica, que serían las maneras
sociales como se configura la idea de mérito y las maneras como se genera la
adhesión o la pugna en torno a esos criterios. Pero vemos que Dubet, haciendo
gala no de categorías de la sociología, sino de enunciados “políticamente
correctos”, toma partido por los débiles y nos habla de “merecer”... él mismo
atrapado en los mecanismos sociales de hacer juicios.
Veamos la segunda “debilidad”, según Dubet, de la “teoría”
meritocrática: «las desigualdades producidas por la meritocracia pueden parecer
demasiado grandes para ser justas». No parece tener claro qué es la
meritocracia. Si se trata de producir igualdad, la fórmula es la primera que
esgrimió: repartir en función de las necesidades económicas. Que de eso no sea
posible encontrar, dado que socialmente no hay condiciones de posibilidad, es
otra cosa. Ahora bien, la idea de repartir por mérito, de entrada, da por
hechas las diferencias (al menos entre personas). De manera que aplicar la
meritocracia y aterrarse después de sus efectos es proceder de manera
inconsistente o no entender lo que se está haciendo. Además, Dubet habla de que
las diferencias son “producidas por la meritocracia”, cosa que no es cierta,
que no es lógicamente posible; a lo sumo podríamos decir que tal práctica
mantiene, reproduce las diferencias... incluso que las acrecienta, pero no que
las produce. Y, finalmente, dice que las desigualdades “pueden parecer demasiado
grandes para ser justas”, con lo que deja el asunto del lado del “parecer”, que
suele ser más bien el punto de partida —no el de llegada— de las ciencias
sociales (recordemos a Marx: «A primera vista, la riqueza burguesa aparece como una descomunal acumulación
de mercancías, y la mercancía individual como su existencia elemental»).
Y Dubet pone un ejemplo de esta “debilidad” de la
meritocracia: «¿Es justo que un jugador de fútbol, que tiene el mérito de
marcar goles, gane millones de dólares mientras un obrero no puede alimentar a
su familia porque no tiene ningún talento particular?». El ejemplo muestra con
contundencia lo que hoy se hace a nombre de la sociología. ¿Es posible un
ejemplo más maniqueo?, ¿un drama más telenovelesco? Y, aun así, no nos sentimos
inclinados a darle razón, a riesgo de parecer inhumanos, pues nada tiene que
ver una cosa con otra. El salario del obrero no depende de méritos, o sea que
no le retribuyen lo que produce dado el
modo de producción en el que se desempeña; de ahí que podría tener méritos
—si hemos de dar momentánea consistencia a una idea tan problemática— y su
salario seguir igual. Por el lado del jugador de fútbol, es posible pagarle
tanto dinero por su habilidad (¿es lo mismo que “mérito”?), no en función de la
“cantidad” de habilidad o de la “justicia social”, sino gracias al nivel de
consumo que tiene lo que hace.
Parece que, para Dubet, el criticable sistema que produce la
injusticia hubiera sido montado con “malos propósitos”, ya que pretende
desmontarlo con buenos propósitos. Pero, ¿cuáles son las condiciones de
posibilidad de algo así?, ¿no sería precisamente tarea del sociólogo la de establecer
las formas de funcionamiento de la sociedad, con lo cual podría saberse cuáles
propósitos de cambio son posibles y cuáles —por buenos que sean— no hacen más
que reproducir lo que, en las palabras, pretenden transformar?
5. A la pregunta de si el Estado debería financiar la
educación pública superior, responde: «Si solamente los niños ricos acceden a
la educación superior financiada por el Estado, es decir, pagada con impuestos,
su estudio estaría siendo pagado por los pobres. En este caso sería más justo
que los ricos pagaran por sus estudios. Pero si la clase media y la clase
popular acceden a la educación superior, el Estado debe financiarla. De manera
general, es necesario que la educación sea financiada por el Estado». La última
frase borra las diferenciaciones que acababa de hacer. Pero no nos detengamos
en esa frase.
Dice que si son los ricos los que acceden a una educación
superior financiada por el Estado, en últimas la estarían pagando los pobres,
lo cual no sería justo; por lo tanto, en tal caso, lo justo es que los ricos
paguen su propia educación. De forma complementaria —“justa”, suponemos— el
Estado debería financiar la educación superior cuando a ella pueden acceder las
clases media y popular. Esta postura, no por estar muy difundida en estratos “críticos”,
deja de ser desconcertante. Toman el Estado justamente como él quiere
presentarse: como el lugar neutral al que apelan los contendientes para dirimir
sus disputas. ¿Y qué quedó de la teoría según la cual el Estado es la dictadura
de una clase sobre otras? ¿Ya no es pertinente hablar de Aparato de Estado, de Aparatos
ideológicos de Estado? Si tales consideraciones tuvieran algún grado de
pertinencia, no se ve por qué el Estado “debería” financiar la educación
superior de los pobres cuando éstos tienen acceso a la Universidad. No aclara
el sociólogo cómo se puede producir el hecho de que, en un caso haya sociedades
donde “no acceden” las clases media y popular a la Universidad, en cambo en
otras sí... ¿No sería a estas causas a donde habría que apuntar? ¿Acaso el
sentido social de la Universidad termina en el estatuto social de quien la
financia, o en el estatuto social de quienes tienen acceso a ella? ¿No valdría
la pena una caracterización sociológica —ya que el entrevistado es un
sociólogo— de la educación, de la universidad, para —ahí sí— hablar de lo que
ocurre y de lo posible?
6. Al final, Dubet sostiene que hay dos maneras de buscar la justicia
social: a) reducir la desigualdad mediante redistribución (“igualdad de
posiciones”); y b) dar a todos oportunidad de acceder a las posiciones
disponibles, sin discutir la desigualdad de estas posiciones (“igualdad de
oportunidades”).
Ante este panorama, prácticamente limitado a las formas
demagógicas de los gobiernos liberales, toma partido por la igualdad de posiciones,
pues —según él— las sociedades igualitarias dan oportunidades, mientras que las
sociedades que dan oportunidades son más desiguales, dado un “darwinismo social”
según el cual los mejores ganan y es justo que dominen, pues son superiores.
Triste final, no sólo el de Dubet, cuyas opciones políticas no se diferencian
de las de los regímenes políticos que reproducen el salvajismo del capitalismo,
sino el de la disciplina, si es que esta “autoridad en
sociología de la educación” —como dice el periódico—, profesor de
sociología en la Universidad de Burdeos II y director de estudios en la Escuela
de Altos Estudios de París... representa realmente
lo que hoy se entiende por “sociología”.
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