En su columna habitual en el
diario El Tiempo, Francisco
Cajiao escribió
en Agosto 13 de 2013 unas ideas acerca de la formación que dispensa la escuela,
desde la educación básica hasta la universidad.
Francisco Cajiao |
Comenta que Richard Sennett
—en su libro El artesano— se pregunta
qué representan los actuales oficios en los que nos servimos de los avances
tecnológicos. Reseña que el libro abunda en reflexiones sobre ciertos pasos, como
el que hay entre los sopladores de vidrio medievales y la producción industrial
de grandes superficies de cristal; o como el que hay entre los constructores de
catedrales y los diseñadores de grandes estructuras con ayuda del programa autocad.
Interesante tema de
investigación, por supuesto. Pero ante la aparente evidencia de tales “tránsitos”,
de tales “pasos”, nos parece que habría que aclarar la perspectiva asumida que permite hacer esa comparación (o formular cualquier
otro tipo de relación). Es decir, no viene de suyo que, por el hecho de “hacer
vidrio”, los dos acontecimientos reseñados al respecto se puedan comparar…
igual para la construcción. No en vano, Michel Foucault mostró —en su texto Las palabras y las cosas— que entre
prácticas que parecen tener el mismo “objeto”, como la gramática y la
lingüística, que parecen compartir el lenguaje como objeto, hay una
discontinuidad radical. Igual haría 10 años después con el ars erotica, de un lado, y la scientia
sexualis, por otro. La mirada más simple es la que cree que está ante la
misma cosa y, en consecuencia, pasa a comparar las distintas maneras de hacer
con esa —supuesta— misma cosa. Lamentablemente, no es tan fácil como cree el
columnista. En el caso de Foucault, por ejemplo, el hecho de pertenecer a dos epistemes distintas, hace que no se
trate, contra toda evidencia (pero justamente investigar es trascender la
evidencia) de la misma cosa. Por eso, entre alquimia y química no hay una
continuidad de estudios, no hay una cualificación de la mirada del hombre, un
progreso… o cosas por el estilo, sino un cambio total en las reglas del juego,
en los acomodos entre palabras y cosas, en las relaciones entre los sujetos a
propósito de sus prácticas.
Una prudencia semejante
asiste a los estudios históricos juiciosos, toda vez que no se puede entender
el pensamiento griego clásico, pongamos por caso, sin conocer las
pre-comprensiones que un griego tenía para entender y proferir enunciados, para
relacionarse con los demás, para emprender algo, para entender su lugar en el
mundo. Un fragmento como “el hombre es la medida de todas las cosas” es muy
fácil de entender hoy en día, pero esa comprensión actual puede nada tener que ver con lo que estaba
diciendo Protágoras en el siglo VI antes de Cristo. Entonces, Cajiao cree que
podemos desplazarnos del Medioevo a la modernidad, sin tener que entender nada
más que lo que nos dicta el propósito (bueno o no, no hay necesidad de
establecerlo en el caso de Cajiao, pues lo lectores de sus columnas pueden
inferir aquello que siempre lo anima).
Dice a continuación, que “el
ejercicio de la perfección no es equiparable con la culminación de un plan de
estudios que otorga un título profesional”. En eso tiene toda la razón,
introduce un error lógico y después señala que es un error. Mediante tal
procedimiento, no es difícil tener la razón. Cajiao conoce otras maneras: la
tautología, por ejemplo. Así, no tiene inconveniente en decir que “oficio y
profesión no son la misma cosa” y, entonces, pasa a acusar a las universidades
de no haber comprendido la diferencia. Pero, en primer lugar, uno no puede
decir que el otro no ha entendido la diferencia entre dos palabras de uso cotidiano
y, por lo tanto, provistas de un amplio espectro de ambigüedad. Sería distinto
decir que las universidades no han distinguido entre densidad y viscosidad o
entre sonido y fonema… ahí sí sería para caerse de espaldas. De tal forma, Cajiao
tendría que decir desde qué campo conceptual está hablando y, en consecuencia,
si tales palabras son categorías de ese campo, con lo que a continuación
vendría la restricción de sentido que tal campo impone al uso de tales
términos. De lo contrario, es muy fácil tener razón. Todo parece indicar que a
Cajiao le gusta tener la razón, pero para ello usa métodos non sanctos. Sería como decir que alguien, cualquiera, confunde la
diferencia entre ética y moral… así, sin mayor información, es muy frecuente
encontrar esos términos sustituyéndose mutuamente; otra cosa es precisar que,
en la teoría X, ‘moral’ y ‘ética’ no se aplican a lo mismo, no son
intercambiables; pero no podemos, al escuchar en la calle a dos personas hablando
de ese tema, acusarlos de estar confundidos. Los confundidos seríamos nosotros,
al no distinguir entre los distintos contextos de uso de las palabras.
Richard Sennett |
Es cierto, como dice el
columnista —supuestamente citando a Sennett—, que el artesano es aquel que “hace
las cosas bien”. No obstante, esa frase
no pasa de ser el lema de una empresa colombiana; si queremos hacer algo
más que emitir gratuitamente propaganda, habría que aclarar que el juicio
presente en la frase (“bien”) no funciona por fuera de contexto. De tal manera,
el artesano es aquel que hace las cosas bien según cierto régimen de juicio, que tiene su precisa ubicación
espacio-temporal. Así, en “El agua del paraíso” (cuento árabe anónimo) el pobre
beduino Harith, que
siempre había vivido en el desierto, encontró un día un agua menos amarga, menos salada y menos turbia que la que había
tomado toda la vida. Así que se puso en camino a Bagdad, para darle a probar al
califa aquella agua del paraíso. Harun al-Rasid lo recibió y probó el agua.
Pensó: “lo que nada es para nosotros, lo es todo para él”. Entonces, el califa
le dio mil monedas de oro y lo nombró guardián del agua del Paraíso; luego dio
la orden de llevar al beduino a la entrada del desierto, sin permitirle ver ni
el río Tigris ni ninguna fuente de la ciudad, sin darle otra agua que la suya
para beber.
Entonces, para el beduino se
trata del agua del paraíso (así como para el artesano la cosa está bien hecha),
pero según ciertos parámetros. Así
mismo como la precisión de los relojes depende de su contexto de posibilidad, y
no de una aproximación a un “bien” abstracto y general que sería una mayor
aproximación a la medición exacta del tiempo. ¿No resulta desmedido medir el
final de una carrera de tortugas con un reloj atómico?, ¿no resulta absurdo
medir la duración de una partícula producida en una colisión de protones con
ayuda de un reloj de arena? Y, no obstante, en el artículo se enarbola “la
eficacia de un delicado proceso de microcirugía”, como si en la historia de tales
procedimientos no se hubiera reconocido retroactivamente su carácter invasivo,
de un lado, y, de otro lado, como si una microcirugía fuera comparable
directamente con la actividad de un artesano (empezando por aquello a lo que el
mismo Cajiao se va a referir después: ¿acaso el microcirujano se formó al lado
de un maestro?, ¿acaso ejerce su práctica en las condiciones de un artesano?).
Y, con estos pocos elementos,
Cajiao se lanza a caracterizar la formación universitaria: “Muchos jóvenes concluyen
sus cursos académicos e inician su vinculación al mercado laboral sin saber
hacer nada práctico, aun si tuvieron buenos resultados en sus calificaciones”. Oponer
teoría y práctica, algo que se repite hasta el cansancio en contextos donde no
hay que dar cuenta de los conceptos, garantiza de antemano un público favorable.
Pero, ¿qué es “la práctica”? Pues el autor del artículo la entiende como
aquello que realiza el artesano, lo cual, según vimos, caracteriza como “bien
hecho”. Pues bien, entre artesanía y profesiones como arquitectura, no sólo hay
diferencias de cantidad, como el mismo articulista podría testimoniar, sino
principalmente diferencias de cualidad: se trata de otra pre-comprensión, de
otra episteme. De manera que Cajiao querría ver otra vez el reino de la
artesanía (y, sin embargo, tiene computador y teléfono celular, que no son
productos de la artesanía), cosa imposible, pues ya no somos aquellos que
legitimamos como “bien hechos”, en tanto útiles, los productos de esa práctica
social (relegada tal vez al rincón de un exótico folklore). Todas las carreras universitarias
estarían prestas a mostrar cómo sus planes de estudio están provistos de
prácticas: en los hospitales, en los consultorios jurídicos, en las escuelas,
etc. Por otra parte, entre la teoría científica y la práctica es necesario
construir con mucho cuidado unos puentes epistemológicos, hay que saber
identificar los umbrales de la posible relación entre esos campos tan distintos
(una cosa es la física y otra la tecnología; una cosa es la biología y otra la medicina,
etc.). Nada hay más práctico que una buena teoría. Claro que, para eso, tenemos
que tener “buena teoría”.
Entonces, caracterizar la
formación que dispensan nuestras universidades como “carente de práctica” es
una obviedad que se le ocurre a cualquiera. Más difícil, más productivo, algo
en lo que habría que investigar, casi que caso por caso, es qué teoría tenemos
en las universidades, de qué teoría se apropian los estudiantes (especialmente
los licenciados), para así entender cómo afrontan el espacio contingente de la
práctica cuando van a ejercer su profesión. Porque nadie puede formar para la
contingencia. Ninguna formación “artesanal” es capaz de prever todos los casos
que se van a presentar. En cambio, tener deseo por trabajar en una teoría,
trabajar decididamente en ella, es la mejor manera de proveerse de elementos
para enfrentar la incalculable contingencia. En cambio, quien se forma para
resolver problemas, no tiene los elementos para improvisar una solución a un
problema no previsto.
Cuando un profesional se queja
de no haber sido formado para responder a los problemas concretos, casi que
podemos apostar que no ha sido formado sólidamente en una disciplina; de lo
contrario, no se le ocurriría decir eso, porque alguien formado en una
disciplina no se defiende de esa manera ante la contingencia que escogió lidiar.
No podemos formar a un profesional y después pedirle —como hace Cajiao— que
desempeñe rigurosamente un oficio (en el sentido de un artesano). De ahí que
comparar una ejecución musical con una cirugía, no pasa de ser un malabar
retórico hasta bonito, pero que no aclara las condiciones de validez de los
diferentes tipos de saber, ni de las maneras de pensar los diferentes tipos de
prácticas.
Difícilmente se podría
coincidir con el articulista en el sentido de que las prácticas en los planes
de estudio sean precarias… ¿acaso es el único que se pregunta por los
resultados del sistema educativo?, ¿acaso en las carreras universitarias no se
dan estos debates de manera permanente? Y como se refiere a educación, habría
que preguntarse más bien si las condiciones de posibilidad del acto educativo
están dadas o no. Porque una cosa es llegar a enseñar donde eso es posible,
donde se han creado unas condiciones sociales para hacerlo practicable, y otra
cosa es que hoy no se pueda contar con eso en todos los casos. Quejarse de la
formación de los maestros porque hoy —al menos en ciertos sectores de la
sociedad— no hay condiciones mínimas para dirigirse a los estudiantes, es no
tener a dónde apuntar nuestras armas. ¿No habría que preocuparse, más bien, de
comprender las condiciones actuales? ¿Es culpa del cirujano que el paciente no
tenga condiciones físicas para resistir una operación que, no obstante,
requiere? El cirujano puede decir, lo dice muchas veces: “no se puede operar”.
Pero el maestro no sólo no tiene derecho a decir: “no se puede educar”, sino
que tiene que intentarlo, sin poder llamar la atención sobre las actuales
condiciones de posibilidad del acto educativo.
Una vez graduados, los licenciados
reciben sucesivas capacitaciones, dice Cajiao como prueba de que están mal
preparados. Se le olvida, muy oportunamente, la historia de este proceso en
Colombia: por ejemplo, el hecho de que ese ha sido un mecanismo para ascenso
en el escalafón, o sea, una de las pocas formas de aspirar a un pequeño
incremento en el salario. Se le olvida que el MEN hizo de la capacitación algo
tan bochornoso, que todos lo llamaban “la feria del crédito”, con la cual se
lucraron no pocas instituciones. ¿Por qué buscar “resultados en la calidad” a
partir de semejante cosa?
Por todo esto, es extraño señalar
que parte del problema es “la pobreza de los métodos pedagógicos, que siguen
centrados en la transmisión de información”… pero, ¿es ese un asunto
“pedagógico”?, el que cree que formar un profesional es transmitirle
información —como se acusa en el artículo—, ¿adolece de pedagogía o, más bien,
de relación con el saber? Tampoco es justo decir que lo magistral no estimula
la capacidad inquisitiva de los estudiantes ni confía de la autonomía del
aprendizaje… este tipo de comentario presupone que los estudiantes son algo así
como las ratas del laboratorio conductista, que funcionan a condición de
recibir su recompensa. Pero, ¿acaso la pregunta espera a que el profesor
aplique buenos métodos?, ¿no es algo que tenemos en funciones a partir del momento
en que encendemos la maquinaria del lenguaje? Quien desconfía de la autonomía
del aprendizaje es quien cree que ésta depende de los métodos pedagógicos y no
de la manera como se da el proceso cognitivo en el ser humano; además, de ser
cierta así, escuetamente, una “autonomía del aprendizaje”, se invalidaría la
educación formal y, por lo tanto todo lo que se plantea en el artículo. A
Cajiao se le olvidó que si las teorías pedagógicas han cambiado con cierta frecuencia,
es en alguna medida por la incidencia de las teorías sobre cómo aprendemos.
Seguimos hablando como si los
niños esperaran las enseñanzas para aprender. Pero, entonces, ¿quién les enseña
‘cabió’?, ¿no se trata justamente de una construcción propia? En tanto seres
hablantes, no podemos hablar sencillamente como si los años agregaran una superioridad
cognitiva. Y entiéndase que esto no es negar el papel de la enseñanza o de la
escuela, al contrario, se trata de darle su justo lugar a partir de la
comprensión del proceso cognitivo y del papel que en él juegan los maestros y
los compañeros de estudios (¿pasaría del ‘cabió’ al ‘cupo’ si nadie le señala
que “así no se dice”?). Basar una enseñanza en la idea de Cajiao de “despertar
en los niños, desde la primaria, el interés por resolver problemas del mundo
real” es no creer que ellos se hacen preguntas y se formulan respuestas. Suponiendo
que la enseñanza no tuviera que ver con las preguntas, ¿eso les impediría a los
aprendices hacerse preguntas? Ahora bien: ¿qué tipo de pregunta?, por el hecho
de que un niño se plantea una pregunta, ¿vamos a elogiarla y a dejarla en ese
estado puro digno de ser admirado? Más bien la educación estaría en la
cualificación de las preguntas, en dar elementos que el aprendiz no tiene, que
no puede tener, para reformular inquietudes, para que nuevas inquietudes surjan…
pero tal vez Cajiao llame a esto “saturar de información irrelevante”; si lo
relevante es resolver los problemas del mundo real, como dice el autor, ¿cuándo
llegarán a la lógica de la descomposición de fuerzas, cuándo llegarán a
Shakespeare o a las valencias químicas?
Parte de las nuevas
condiciones que se le presentan a la educación tienen que ver con una idea
bastante extraña que circula en lo social y de la cual Cajiao se hace baluarte:
“y se les exige seguir rutas homogéneas para aprender determinados
procedimientos de pensamiento, a sabiendas de que tal homogeneidad no existe”.
Con afirmaciones como esa, que no funcionan en ninguna disciplina científica,
lo que el sentido común concluye —y vemos cómo lo lleva a los actos— es que no
hay que estudiar. Si los procedimientos van a ser reemplazados rápidamente por
otros, si van a caer en desuso irremediablemente… entonces, ¿para qué estudiarlos?
Esa “lógica” arrasa con la sociedad, pues igual se piensa para las normas, para
el saber, para la autoridad. Es esa pragmática, de la cual verificamos que Cajiao
es portador, la que está acabando con la educación (y con la sociedad), no “la pobreza
de los métodos pedagógicos”, como él dice.
Y, para cerrar, vuelve con la
comparación anacrónica: “Podría pensarse que estaban más acertados los maestros
artesanos del medioevo, cuando incorporaban a los aprendices durante largos períodos
a sus talleres para que aprendieran los oficios de aquellos que los desempeñaban
con perfección”. Pero, señor Cajiao, ¡eso no era la escuela!, ¡eso era la
formación antes de que existiera el
dispositivo escuela! Intente usted hoy, en ciudades de millones de habitantes,
regidas por un sistema productivo completamente distinto (lo que no excluye que
haya artesanos, ¡pero subsumidos por otra lógica!), ejercer ese tipo de
formación. Es usted el que “regresa a tiempos anteriores al Renacimiento” (palabras
del artículo) cuando lo pretende, no los profesores de educación superior que,
como usted bien dice, “enseñan algo que jamás han hecho en la práctica”. Einstein
decía que, mientras más se aproxima a la realidad, la geometría se hace más
inexacta y que, mientras más exacta es, más se aleja de la realidad. Esa idea
de que para formar educadores de niños hay que haber educado niños, es de un
empirismo craso; o, mejor, es una afirmación para el artesanado, pero no para
la ciencia (en el artículo, Cajiao habla de “producción de ciencia y tecnología”).
La educación es una práctica,
por supuesto, sin embargo no se afronta sin instrumentos, ni tiene garantía en la
medida en que afronta una contingencia. Ahora bien, estos asuntos plantean sus propias
preguntas a la investigación seria. Devolverse a un pasado mejor, realizar las
prácticas de quienes supuestamente no están contaminados (los artesanos, pero
también se suele esgrimir a los indígenas) es una política new age imposible de llevar a cabo, pero en cuyo intento se venden
una serie de productos en un sistema distinto al pregonado y se promueven en la
práctica relaciones en este mundo que
pueden socavar ciertas condiciones de posibilidad para la educación.
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