Mientras aprender es de animales y de humanos, enseñar es
prácticamente de humanos: la sociedad es un dispositivo pedagógico que se
reproduce si enseña su funcionamiento, que es construido, no-natural. Para
esto, recurre a distintos medios, que se constituyen en una condición de
posibilidad de la educación, pero no en algo que la determina, como se quiere
mostrar a veces a propósito de las relaciones entre educación y ciertos medios
modernos. Cada educación obedece a sus propias determinaciones, no se puede
comparar con otra de cara a un valor transcultural. En nuestro caso, muchas
veces los medios se usan para “hacer fácil lo difícil”, cuando en el ámbito del
conocimiento —que la escuela se propone desarrollar— “lo que es fácil de
enseñar es inexacto”: lo enseñado con los atractivos de los medios puede ser
lejano al conocimiento, en tanto no causa preguntas; en esto, un buen medio no
remplaza a un maestro. La sociedad dispone de los medios que ha creado para
responder a sus propias exigencias, de manera que lo interesante es entender
esa cultura, y no obnubilarnos por las propiedades de unos medios que no pueden
hacer más que aquello que es posible en esa cultura. La cantidad de información
y la velocidad de su transmisión no son valores en sí mismos.
Educación y medios, ¿es lo mismo?
No se puede decir que aprender sea algo exclusivo de los humanos: los
animales aprenden en función inversa al peso que tienen sus respuestas
instintivas. Pero la idea de enseñar sí es prácticamente humana; en los
animales sólo se han verificado incipientes procesos de enseñanza en algunos
mamíferos superiores (determinados chimpancés africanos, por ejemplo, que
derivan parte de su sustento de frutos que es necesario partir con ayuda de un
objeto contundente, “enseñan” a sus crías una conducta que no es instintiva).
En cambio, en las sociedades humanas, todo es construido, no-natural y, en
consecuencia, arbitrario: el lenguaje, la alimentación, la sexualidad, las
costumbres, las normas... y por eso, si se quiere que la vida social siga
existiendo, nos vemos en la obligación de enseñar todas estas prácticas y, en
consecuencia, tienen que ser aprendidas. La sociedad es un gran dispositivo que
se reproduce en la medida en que enseña sus maneras de funcionar, desde
amarrarse los zapatos hasta codificar mensajes cifrados, dirigidos a culturas
extraterrestres que, sin embargo, no sabemos si existen[2]. En este sentido, y
siguiendo a Basil Bernstein, puede afirmarse que las sociedades humanas se
basan en el dispositivo pedagógico.
Si esto es así, la educación —no la escuela, que es un mecanismo
específico, más o menos reciente, para llevar a cabo algunas de las funciones
educativas— ha existido siempre que ha habido sociedad humana, y siempre ha
tenido que servirse de los mecanismos necesarios y disponibles para hacerlo.
Si educación es lo que ocurría cuando Sócrates se paseaba, discutiendo
con sus contertulios sobre lo sagrado y lo profano; si es lo que ocurre cuando
en la maloca un adulto le cuenta a un muchacho —que ya está candidatizado para
ser hombre— la historia de todas las cosas, según lo entiende la cultura... si
estos eventos son educativos, allí lo determinante serían asuntos como: aquello
de lo que se habla, los mecanismos de persuasión o disuasión, las
ejemplificaciones, las maneras para verificar si está teniendo lugar la
comprensión, las formas de pedir otra explicación, de tratar de interpretar
algo con esas herramientas, las aplicaciones, los ritos en los que se
inscriben, los saberes a los que se recurre, las autoridades que se traen a
cuento, los ejercicios que se estiman convenientes para familiarizar al
aprendiz con la habilidad que se espera desarrollar, la clasificación de los
temas según la edad, el sexo, etc. Sin asuntos como estos, no hay educación.
En todos los casos, estas interacciones sociales han tenido que
recurrir a medios: un fragmento de madera que se recoge del piso para hacer
unos trazos; objetos hechos a semejanza de otros que resultan inalcanzables,
peligrosos, invisibles o muy grandes; superficies especiales para dibujar o
marcar; instrumentos para marcar, tintas; espacios específicos donde cierta
actuación se circunscribe y se hace visible... En este punto, hemos de entender
que la educación es versátil: de un lado, a falta de algún recurso, se buscará
un reemplazo; y, de otro lado, ante un nuevo recurso, es posible adaptar sus
formas. Así, la diferencia entre la tiza y el marcador para tablero acrílico no
es educativa; en cambio, sí es educativa la diferencia entre relatar ciertas
cosas como historia de la cultura, de manera oral, a cargo de una persona
específica, a cierta edad del aprendiz, en un sitio sagrado –vs.– contarla como
cuentos en las cartillas destinadas a que los indígenas aprendan a leer.
Por todo esto, es necesario plantear que la educación ha estado ligada
de manera indefectible a los medios, que ellos constituyen una condición de
posibilidad de la educación (una condición permanente de su realización), pero
no algo que la determina; y, además, que esos medios dependen de la cultura que
los utiliza (no necesariamente que los produce). De tal manera, si hoy los mass media nos parecen tan importantes
para la educación es por efecto de una inversión, muy propia de nuestra época,
en la que un medio se eleva al estatuto de especificidad. Pero mientras el
medio se puede comercializar, la especificidad elude hasta cierto punto ese
régimen (el intento de comercializar el conocimiento, por ejemplo, produce el
efecto de que lo comercializado pueda ya no ser el conocimiento sino la
“información” o la “aplicación”). Si esto es así, podríamos estar dejando
escapar lo importante —quizá nos interesa evadirlo— y haciendo esfuerzos e
inversiones en lo secundario (lo cual no deja de rendir sus propios dividendos
en niveles no propiamente educativos).
El gobierno distrital en Bogotá, por ejemplo, hace unos años invirtió
—a expensas de la investigación educativa—, varios miles de millones de pesos
en la serie televisiva “Francisco el matemático”. El propósito —inobjetable,
como todo buen propósito— era educar a muchas personas, más de lo que podría
hacer la escuela, en el tema de los valores, algo que la escuela tal vez no
haría mejor que los medios[3]. Pues bien, al cabo de un
tiempo lo único que tuvimos con certeza fue otra telenovela y un dinero oficial
invertido para posicionar un producto cuyos beneficios económicos fueron para
el capital privado. No hay pruebas de que tengamos un país más “educado en
valores” gracias a la telenovela, pretensión que parece desconocer la
complejidad de cómo se gesta lo que llamamos “valores”[4].
Por efecto de la época en que vivimos, al hablar de medios parece que
la referencia fueran fundamentalmente los mass
media, los medios masivos de comunicación. En relación con los medios
audiovisuales en la educación, el asunto apuntaría entonces a la televisión, a
las cintas, discos o archivos de video y a los aparatos que las graban y
reproducen; y, por extensión, también al lenguaje propio en que tales videos
son diseñados. De tal manera, los trozos de piedra pizarra en los que escribían
los niños a comienzos del siglo XX en Colombia (y que borraban con saliva) ya
no se nos presentan a la “altura” de los medios, ni siquiera se los consideraría
como tales.
En conclusión, se abren dos alternativas: a) Si los medios son los mass media, sería forzoso afirmar que
antes de su existencia —que es contemporánea—, no hubo educación, pues la
educación se hace a través de medios; y entonces los medios serían
determinantes en lo educativo. Y b) Si los medios son mecanismos usados para
comunicarse —en todas las épocas— y si siempre hubo educación, sería forzoso
afirmar que la educación siempre ha estado relacionada con los medios, pero que
no son ellos los que definen su especificidad.
¿Qué compromete la educación?
Las diversas miradas sobre la educación intentan, en todas las épocas y
con los sesgos de sus perspectivas históricas y conceptuales, responder esa
pregunta que continúa abierta. De tal manera, aquí no pretendemos responderla
de manera definitiva, sino plantear tres asuntos —el conocimiento, la
interacción y la comunicación— que hoy, al tenor de ciertos modelos
explicativos, nos parecen comprometidos en los actos educativos.
El
conocimiento
Cuando en el desierto de Kalahari un adulto bosquimano actúa delante de
los niños, mostrando las maneras como las diferentes especies de animales se
comportan, estamos ante un proceso educativo. Los medios, a lo sumo, son
algunos objetos como ramas o paja. En la misma época, pero en otro sitio, se
les muestra a los alumnos, en un video, el comportamiento animal, mediante
imágenes entre las cuales hay algunas que el bosquimano está imposibilitado de
representar (lo que ocurre dentro de la madriguera, animales microscópicos,
aspectos del comportamiento animal que sólo es posible ver “en cámara lenta”,
etc.), pero que no corresponden con el campo de su interés. A partir de esta
diferencia, cualquiera podría apresurarse a decir que nuestra educación es mejor
que la dispensada en el desierto de Kalahari. Pero no: cada una obedece a sus
propias determinaciones, a sus propias necesidades, se ha ido acomodando en
relación con una cultura (allá, más le vale a un niño saber cómo aparecer más
alto delante de una hiena, que saberse la tabla del 9). Las formas de educación
mencionadas son incomparables de cara a un valor transcultural; es decir, no
dan lugar a un juicio en el que se diga que una es mejor que la otra.
No sabemos si los niños en ese desierto africano, durante la
representación, ven los animales que el adulto imita; no sabemos si ven la
representación como tal. Pero en nuestro caso, por ser nuestra cultura, sabemos
que los medios tocan otro tipo de emociones, además del conocimiento, que es a
lo que supuestamente apuntarían en última instancia. Si la educación compromete
el conocimiento, como solemos pretender, es necesario pensar los medios en
relación con esa especificidad: ¿es indiferente el conocimiento a los medios
empleados para su “transmisión”[5]?
Desde esta perspectiva, la bondad de los medios ya no parece
indefectible; y no solamente por los límites que ellos puedan tener, sino por
la utilización que de ellos se hace y por la manera como están estructurados.
Si está en juego el conocimiento, la pregunta no es por cuál es el mejor medio
para lograrlo, sino por la posición en la que está quien usa el medio, quien
diseña la unidad instruccional a través de un medio, aquello a lo que da lugar
dicha unidad, por el hecho de usar ese medio. En este punto, resulta muy
iluminativo Gaston Bachelard, para quien la posibilidad de representar algo es
uno de los obstáculos para su comprensión[6]. Muchas
instituciones educativas tienen una maqueta de alambre y pelotas de icopor que
supuestamente representa al átomo; pues bien, este epistemólogo francés dice
que el átomo en la física es una lucha contra la representación; según él, el
átomo es más bien un puñado de argumentos. Quien entiende el átomo con
ayuda de dibujos y maquetas, no ha entendido el átomo de la física, sino el
“átomo escolar”, el que sirve para responder exámenes, pero que en la física es
justamente un obstáculo, algo que no representa un conocimiento. En otras
palabras: quien entiende el átomo con ayuda de dibujos y maquetas no
necesariamente entiende aquel “puñado de argumentos”; y, quien entiende esos
argumentos, no necesita la maqueta, sabe de los errores contenidos en la
maqueta.
Si en la escuela se trata de “hacer fácil lo difícil”, en el ámbito del
conocimiento lo que es fácil de enseñar es inexacto, como dice Bachelard
[1940:24]. Esto nos muestra la escuela ya no como un ámbito neutral en el que
casi todo vale ante el encomiable propósito de enseñar a las nuevas
generaciones lo que nos legaron las anteriores, sino como un ámbito en el que
las actividades pueden ir a favor o en contra de la especificidad del
conocimiento, dependiendo de la posición del enseñante. Excelentes medios se
pueden utilizar, por ejemplo, para mostrar equivocadamente que la naturaleza
está organizada según principios humanos; ciertos programas sobre animales —en
canales como Animal Planet, National Geographic y Discovery—, que
son de una factura insuperable, hechos con las últimas tecnologías y con un
manejo excelente del lenguaje visual, muestran a la naturaleza como antropomorfa,
algo distinto de la naturaleza como objeto de conocimiento de la ciencia[7].
Es igual de “oscurantista” poner a La Tierra o al Sol en el centro del
sistema solar, pues ninguna de las dos opciones objeta la idea de “centro”; de
manera que con ayuda de nuestras maquetas escolares sobre el sistema solar, los
niños recitan la posición de los planetas, se los representan imaginariamente,
pero acto seguido (independientemente de que pongan el Sol en el centro), si se
les pregunta para dónde se va el sol cuando anochece, perfectamente responden:
“se esconde detrás de las montañas”[8]. Ya Kepler había
verificado, contra la evidencia de los siglos anteriores, que el Sol está en
uno de los focos de la elipse que describe el movimiento del planeta, planeta
que no tiene dos movimientos, como dice la escuela, sino 17. Y no se trata de
informar bien o mal, de cambiar 2 por 17, o de sacar al Sol del centro de la
maqueta hacia un foco de la elipse, sino de la forma como en cada caso nos
relacionamos con el conocimiento.
Durante las preguntas posteriores a una conferencia, Ernesto Sábato fue
invitado a explicar la teoría de la relatividad a un auditorio de no
especialistas. Hizo una demostración matemática ante su público, pero éste le
manifestó no haber comprendido. Entonces se apoyó en unos ejemplos para resumir
un tanto el procedimiento matemático; no obstante, el público siguió
manifestando alguna incomprensión. El escritor prescindió pues de fórmulas y
utilizó sólo ejemplos; ahora sí, el público dijo haber comprendido. Entonces,
Sábato les hizo saber que habían comprendido algo diferente de la teoría de la
relatividad, la cual estaba realmente en la primera explicación, pues era
irreductible a ejemplos[9].
La educación puede enseñar los programas para computador llamados “procesadores
de palabras”. Son efectivamente herramientas muy importantes y potentes; el
problema es que resulta imprescindible tener algo que decir para que esa
importancia y esa potencia se materialice. Luego nos quejamos de que los
estudiantes copian, que “bajan” la información de Internet, etc.; pero eso sí,
la presentan impecablemente en el “Word” de Windows, última versión, impreso a
color. El medio se rellena con cualquier cosa. Mientras el conocimiento estaría
en aquello que se dice, independientemente de que sea editado en impresora
láser o escrito a mano. En este aspecto, la escuela se puede pensar, bien en
función del trabajo conducente a que la gente tenga algo que decir; o bien en
función de garantizar que, no importa lo que se diga, hay que decirlo “a la
moda” (y entonces se convierte en un agente de ventas de Microsoft, pero que no
gana comisión).
Los administradores de la educación se preocupan cada vez más por los
mecanismos para mostrar, de manera impecable, una serie de imprecisiones; para
mostrar con el rigor de las barras y las curvas, una serie de datos de cuyo
origen y procesamiento a veces ni siquiera el presentador sabe. En ausencia de
esa herramienta, se puede ser más riguroso, aunque se sea menos “efectivo”, que
no es una preocupación del conocimiento, sino de la publicidad... Tal vez
juzgamos la escuela con el rasero de la propaganda. Queremos ser tan efectivos
como un video-clip musical, sin saber qué parte de esa forma estética es la que
atrae al público y si ella es compatible con el conocimiento.
El software, la innumerable
información de Internet, sirven si hay cosas para decir, para calcular, para
organizar. De resto, se trata de una seducción a un interés que no es
propiamente cognitivo. Los medios no producen por sí mismos el deseo de
conocimiento (el cual tiene que ver más con la carencia en el sujeto).
La naturaleza del conocimiento no se juega en los medios; la problematización
que le es inherente bien se puede servir de los medios, o bien puede verse
subordinada o aplastada por ellos. El supuesto de que “hay muchas maneras de
conocer”, confunde el conocimiento con el hecho de que hay muchas fuentes de
información; y es con esa confusión que muchas veces se sustenta la necesidad
de los medios en educación, lo que no nos permite aprender gran cosa sobre el
conocimiento, del que sin embargo decimos que es el objetivo primordial de la
escuela. Para el hombre del neolítico que empuña un garrote y para el que
manipula un teclado de computador, el asunto del conocimiento no es muy diferente,
no así el de los recursos, que es abismalmente distinto.
Lo que está en juego para comprender puede ocultarse detrás del medio.
En ese sentido, Piaget [1971:88] dice que los procedimientos audiovisuales
«cuyas virtudes han sido celebradas por demasiados educadores, y que pueden
conducir a una especie de verbalismo de la imagen, en realidad lo único que
favorecen es las asociaciones, sin impulsar actividades auténticas». En una
dirección similar se pronuncia Zuleta [1985:20-22]:
La
educación hoy se hace lenguas con los avances de la tecnología educativa y los
métodos audiovisuales. La educación está siendo pensada cada vez más con los
métodos y los modelos de la industria. Ofrece una cantidad cada vez mayor de
información, en el mínimo de tiempo y con el mínimo de esfuerzo [...]
El que
educa con estos sistemas no sabe lo que está haciendo, pero lo hace en el
mínimo de tiempo, de la manera más rápida y menos costosa [...]
confundiendo
educación con información.
La
ideología de la información ha producido una revolución en el campo educativo
que es prácticamente una peste. Es allí donde queda más radicalmente reprimido
el pensamiento como actividad.
[...] Si el maestro aceptara que
el niño o el joven es inteligente, y que puede enfrentarse con problemas
complejos, entonces, en lugar de tanta figurita, tendría que exponer el
concepto [...]; no presentar la imagen,
porque la imagen no es el concepto, así se apoye o no en un dibujo, lo cual es
secundario.
[...] Los métodos audiovisuales, o
las imágenes, crean en el estudiante la ilusión de que sabe [qué es una célula], pero lo que ve es una raya
en el tablero y un conjunto de nombres.
O sea, las ayudas didácticas pueden dirigirse hacia lo que satisface un
gusto que no tiene que ver con el conocimiento. Querer ver imágenes en
movimiento (seguir viendo TV en la escuela) no es necesariamente querer
aprender; y, de otro lado, querer mostrar imágenes no es querer enseñar:
Llenar
las aulas de ordenadores [...] son con frecuencia
meros diseños que adornan el paisaje escolar, pero que no modifican en absoluto
las concepciones sobre la enseñanza y el aprendizaje instaladas en el más
rancio conservadurismo [Carbonell, 2002:18].
Satisfacer ese gusto no conduce forzosamente a alguien hacia el
conocimiento; puede incluso ser al contrario: que satisfacer ese gusto por ver
imágenes sea contraproducente para desarrollar esa forma especializada del
saber que es el conocimiento (no así para desarrollar otras formas de saber).
En este sentido, los medios constituyen un caso de la llamada “motivación”,
pero el comentario se cumple para otras motivaciones que no implican tan
claramente a los medios, como el premio y el castigo. O sea que mientras la
escuela cree que “el fin justifica los medios”, o peor, que “los medios ya son el
fin”, los estudiantes aplican la máxima de “los medios, no importa el fin”.
Los saberes que maneja la cultura occidental son, en gran medida,
producto de una época en la que no había los medios que están hoy a nuestro
alcance. Acelerar la velocidad de tratamiento de los datos no modifica el
conocimiento, modifica otras cosas que son importantes (información, por
ejemplo), pero que ya se mueven en un orden que no es el cognitivo. En su
momento, el llamado “grupo Federici” se preguntaba lo que significaba introducir
la informática a la escuela colombiana, siendo que en ella se podría echar de
menos la introducción de la cultura escrita misma [Mockus et al., 1985].
La queja —como espectadores— de que alguien “no logró llamar nuestra
atención”, o el propósito —en tanto profesores— de llamar la atención de
nuestros alumnos, no son del orden del conocimiento, sino del entretenimiento.
Haciendo una comparación con el conocimiento, Platón decía que médico y
cocinero operan de manera contraria: mientras el cocinero debe hacer aparecer
como atractivos los alimentos, incluso a riesgo de producir daños a largo
plazo, el médico hace ingerir drogas de mal sabor, pero que producen la salud.
Si el profesor busca producir efectos del lado del conocimiento, es como el
médico; si busca atraer la atención de los estudiantes, hacer agradable la
enseñanza, está del lado del cocinero[10]. Así como el buen
sabor no da lugar a la pregunta por las propiedades de lo ingerido, el formato
medial se usa como ocultamiento e, incluso, como intimidación: ¿por qué dudar,
qué preguntar, cuando nos dan tanta belleza?
Cuando aprendemos algo en lo que está involucrada una imagen (no un
simple hábito, sino un conocimiento), es gracias a los conceptos que se ponen
en juego, y no por la imagen misma. Basta con tratar de explicar con imágenes
la Crítica de la razón pura de Kant —así sea el sólo título—, para
entender que no es cierto que, a escala del conocimiento, una imagen valga más
que mil palabras; el hecho de que ese lema sí valga para la publicidad debería
llamar nuestra atención en el sentido de qué está en juego allí. Hasta cierto
punto, los lenguajes son irreductibles, de manera que tampoco es posible
convertir una imagen en un discurso verbal. No se trata, entonces, de
“lenguajes complementarios” —como se dice para justificar la introducción de
los medios, sin mayor discusión, en la escuela—, sino hasta cierto punto
irreductibles. La unidad, si es que existe, estaría a nivel de un sujeto, más o
menos evanescente, que hará algo con la información obtenida a través de esa
diversidad de medios.
En todo caso, no se trata de niveles de significación, sino
posiblemente de jerarquías, en tanto somos fundamentalmente seres hablantes;
seres que pueden producir y manipular imágenes, pero no al contrario: no se
puede hacer un ser humano con imágenes, sin palabras, y luego montar las
palabras. El semáforo, en el que aparentemente sólo median las imágenes, fue
inventado y funciona gracias a las palabras [Benveniste, 1969]; así mismo, para
que sólo mediante un ícono sea posible realizar una operación en el computador,
sin tener que aprender comandos complejos en lengua escrita (como hace unos
años), es necesario que haya una programación, un diseño... cosas que ocurren
fundamentalmente en la palabra escrita, así el usuario no las vea; que el
usuario se las ahorre, no indica que no existan. Si hay imágenes funcionales,
las palabras están en algún lado, en algún momento, aunque no sean visibles.
Pero es un error creer que las “interfases” son cada vez “más amables” (eufemismo
para decir “más visuales”) por la desaparición creciente de la palabra.
La
interacción
La educación está en relación con el conocimiento, pero en el marco de
una interacción específica. Podemos decir que se conoce en el campo de la
problematización del otro. El conocimiento sólo es demandado en un contexto
cultural; es un desafío del otro. De tal manera, podemos afirmar con Jerome
Bruner [1971a] que aprendemos para no tener que aprender más. Esto
quiere decir, al menos, un par de cosas que no tenemos en cuenta cuando
confundimos la educación con medios:
-
De un lado, no es cierta nuestra supuesta apertura
permanente al conocimiento, no es cierto que aprendamos de manera constante; al
contrario, este investigador explica que el conocimiento es una herramienta
para dar lugar a otra cosa, para desocupar la atención. Si aprendiera algo cada
vez que tengo que relacionarme con ello, no tendría tiempo para otra cosa.
Aprendo eso y ahora puedo ocuparme de otra cosa, por ejemplo, del ocio. El
aprendizaje es como una búsqueda que ha quedado condensada y que no tengo que
volver a repetir en toda su extensión (aunque la haya construido), sino en la
parte conclusiva que me interesa.
-
Y, de otro lado, la interacción con el otro muchas
veces hace que esa explicación ya no sea del todo satisfactoria; ese contexto
me obliga (el “tener que” de la frase de Bruner) en el sentido de necesitar
aprender de otra forma u otra cosa, para poderme liberar. Entonces, según esta
idea, un maestro preocupado por el conocimiento no es alguien que
principalmente hace atractivo el aprendizaje, que motiva, que da información;
más bien es alguien que fundamentalmente causa el deseo en la medida en que
incomoda la explicación existente, la que impide hacerse una pregunta. El
resultado es alguien causado por una interrogación, que puede dar sentido a la
información, que puede seleccionarla con un criterio más allá del “gusto” o del
“impacto” de su formato de presentación.
En este sentido, la información otorgada con los atractivos de los medios
puede ser lo más lejano al conocimiento, en tanto no causa una pregunta, sino
que se inscribe en lo sabido; por ejemplo, la rutina de las evaluaciones a la
cual se le sabe sacar el cuerpo, o a la cual se sabe cómo responder sin
conmover la posición del sujeto. Los textos escolares, para citar un caso,
pueden ser usados para dispensar una educación gradual, con ejercicios, en fin,
con todos los elementos supuestamente necesarios al alcance; en cambio,
maestros que problematizan su área los usan para mostrar las distintas
versiones sobre los mismos hechos e, incluso, para mostrar cómo no entender
algo, como no tratar las escrituras que interesan en un proceso cognitivo.
La comunicación
En las versiones actuales sobre la relación entre educación y comunicación,
se suele esgrimir la idea de que hoy somos receptores y productores de
información (input/output), condición que le daría un lugar
destacado a los medios, pues ante todo son instrumentos que hacen circular
información. Tal idea, sin embargo, no solamente luce etnocentrista —es decir,
como si Occidente fuera el mundo[11]—, sino también
“sincronocentrista”, es decir, como si el mundo fuera comprensible siempre bajo
las condiciones de hoy, como si las condiciones de hoy fueran permanentes. En
realidad, no ha habido ni puede haber sociedad sin circulación de información, independientemente
de la cantidad de información circulante. Por eso, si esa cantidad
es muy poca, ¡eso no es un déficit!; el hecho de que circule esa cantidad de
información tiene relación con la cultura de la que se trata, con sus
posibilidades; y ese mundo estará organizado con esos datos. Si nosotros
necesitamos más información, pues la producimos, la buscamos, la acumulamos; y
eso no es mejor, sencillamente es distinto, adecuado a condiciones diferentes.
De otro lado, si en una sociedad la velocidad de circulación de la
información es baja (comparada con la nuestra, por supuesto), pues tampoco se
trata de una carencia; el hecho de que la información circule a esa velocidad
se explica a partir de la cultura de la que se trata, la cual se las arregla
con esa velocidad de movimiento informativo; es más: se ha esforzado para tener
esa velocidad. Si nosotros necesitamos más velocidad, pues la producimos, la
buscamos; y eso tampoco es mejor, solamente es distinto, relativo a condiciones
diferentes. Freud hablaba de esto en El
malestar en la cultura [1932:87]:
Hoy
podemos escuchar la voz de un hijo que vive a cientos de kilómetros; saber
—apenas desembarcado— que un amigo pasó sin contratiempos un largo y azaroso
viaje; disminuir la mortalidad de los recién nacidos. Pero, si no hubiera
ferrocarriles que vencieran las distancias, el hijo no habría partido, y no
haría falta teléfono alguno para escuchar su voz. De no haberse organizado los
viajes transoceánicos, el amigo no habría emprendido ese viaje por mar y no
necesitaríamos el telégrafo para calmar la inquietud por su suerte. Y haber
limitado la mortalidad infantil, nos obliga a la reserva en la concepción de
hijos, de suerte que en el conjunto no criamos más niños que en las épocas
anteriores al reinado de la higiene.
Los medios disponibles lo son para una sociedad que los ha creado para
responder a sus propias exigencias, de manera que lo interesante es entender
esa cultura que ha requerido y producido los medios que más o menos obedecen a
sus necesidades, y no obnubilarnos por las propiedades de unos medios que no
pueden hacer más que aquello que es posible en esa cultura. La cantidad de
información y la velocidad no son valores en sí mismos. De un lado, la cantidad
nos tiene en este momento en una especie de nueva edad media: se trata del
hecho de que si leyéramos durante 80 años continuos, 24 horas al día, sin
interrupciones, alcanzaríamos a abordar el 3% de lo que está escrito. Cualquiera
puede verificarlo fácilmente cuando introduce una palabra en un buscador de
Internet: generalmente hay millones de referencias sobre ella que ningún ser
humano sería capaz de aprehender. Tenemos mucha información, pero inalcanzable[12]. Y, por su parte,
la velocidad está amarrada a una sociedad para la que el tiempo expresa la
múltiple conectividad existente entre sus sistemas, la dependencia que se da
entre ellos [Elías, 1984]. No obstante, no somos capaces de aprender más
rápido. Aumentar la velocidad de la transmisión de datos no aumenta la
velocidad para aprender. Quizá nos haga esperar menos ciertos datos que están
en función de nuestro conocimiento, pero ese tiempo de “espera” antes podía ser
un tiempo productivo alterno.
Las cátedras de hoy no son cualitativamente superiores al paseo de
Sócrates con Hipias para conversar sobre lo bello. Quizá nuestros alumnos a
veces ni siquiera aprendan, no obstante disponer de medios. En todo caso, no
aprenderán más, porque la problematización propia al conocimiento no es
cuantificable, se mide como cambio de posición que, entre otras, requiere para
cada uno un tiempo propio.
Así, la comunicación no es un componente pedagógico; eso se dice para
curricularizar la comunicación, para aplicarle la motivación, etc.; más bien
habría que plantear que la pedagogía es comunicación por definición, y usa para
ello lo que esté disponible.
Los medios, ¿mejoran la calidad de la
educación?
Para que resulte indiscutible cierta política educativa que comprometa
los medios, hoy se hace necesario mencionar su positiva relación con la
“calidad de la educación”. En el ámbito educativo, generalmente las palabras
circulan como nociones que no se interdefinen, que se amontonan, que puedan
estar de moda, dejar de estar, volver a estar. Pero no es ésta una condición
necesaria de la educación; los maestros que la entienden como un espacio con
una relación posible con el conocimiento, trabajan en su seno con la idea de
que ciertas palabras sean categorías, es decir, que dependan de un orden conceptual,
que se definan entre sí, que no basta con yuxtaponerlas. Así, la palabra
“calidad” pertenece a las nociones y no a las categorías. Cuando se la usa, no
se demuestra qué es, porque al público a quien se le dirige se le supone ese
saber y él, a su vez, no quiere poner en consideración si sabe o no acerca del
asunto. En consecuencia, se forma el más extraño consenso; extraño porque
proviene justamente de la ausencia de discusión, de explicitación de criterios.
Tal como en las propagandas de televisión, parecen producirse
mágicamente ciertos efectos: así como un cigarrillo da felicidad, los medios
producen calidad educativa. Nada más improductivo, si de entender la educación
se tratara; nada más vacío si la política educativa en realidad fuera un intento
de cualificar la educación y no la aplicación, en el orden político, de ciertas
medidas que no son acordadas en función de bondades educativas, cognitivas,
pedagógicas o epistemológicas, sino más bien en función de planes de
eficiencia, es decir, de reducción de costos, de planta de personal, etc.
¿Qué es “calidad de la educación”? En primera instancia, es una
palabra; una expresión que viene desde hace un par de décadas, acompañada de
una serie de medidas adjuntas: evaluación y medición, planes de “mejoramiento”,
introducción de un lenguaje de “eficiencia y eficacia”, supuesta demostración
de que lo oficial no funciona, transformación de las funciones del Estado,
privatización, disminución de las ventajas contractuales conquistadas por los
docentes, etc.
Si de cuenta de los agentes educativos preocupados por el conocimiento
hubiera estado la definición de la idea de calidad, seguramente no habría
estado lejana de aquello que se pone como problematización. Si, como
dijimos atrás, se aprende para no tener que aprender más, el papel del maestro
está en no dar consistencia a lo sabido, para lo cual él mismo debe estar en
esa posición, única que daría lugar a desear el saber. “Calidad”, en tal
condición, es poner lo mejor de uno para que el saber tenga que ser discutido,
ensayado, replanteado, entendido en su dimensión histórica. En cuyo caso, el
mejor regalo que se le puede hacer a una escuela no es un buen aparato, sino un
buen maestro... claro que si, además, hay buenos aparatos, no hay problema.
Podemos darnos por bien servidos si hay buenos profesores, a pesar de que no
haya buenos medios; pero la recíproca no se cumple: no podemos darnos por bien
servidos si hay buenos aparatos, a pesar de que no haya buenos profesores. No
se trata de una negativa a los medios, sino de su real aprovechamiento, en
dirección a una finalidad cognitiva (si se tratara de “entretener”, el asunto
sería distinto). A quien le parece que no habría que perderse los aparatos,
pese a que no haya una buena condición docente, no le interesa el sentido de la
educación, sino su apariencia.
Claro que aquí se forma una tautología, pues se puede decir: “los niños
formados con ayuda de estos aparatos tuvieron mejores resultados en la
evaluación de la calidad”. Pero, las pruebas autodenominadas “evaluación de la
calidad”, ¿acaso miden el conocimiento? Toda forma educativa impondrá una
manera de entender la escuela y después la medirá con arreglo a esos mismos
criterios. Por ejemplo: quien cree que la calidad es cantidad de información,
evalúa eso y obtiene comparaciones bajo ese criterio.
Para salir del círculo, entonces, no nos sirve mucho presuponer lo que
es “calidad”, sino más bien discutirlo. Es más: si no podemos prescindir de esa
palabra para pensar la educación[13], al menos es
necesario crear un ámbito para discutir lo que entendemos por una educación de
calidad; mantener abierta la discusión, no llegar a definiciones terminantes.
Ahora bien, si de algo carecen las evaluaciones en mención es de una definición
de “calidad”; y, si la dieran, sería: “puntaje obtenido en las pruebas para
medir la calidad”, es decir, otra tautología: ¿qué es calidad?: lo que miden
las pruebas; ¿qué miden las pruebas?: calidad. También habría respuestas del
lado de la eficiencia y la eficacia, del costo per capita, etc., que ya
resultan inservibles para pensar la especificidad de la educación[14], y sobre todo para
pensarla en contextos históricamente determinados.
Un ejemplo de cómo la evaluación, más que medir, produce una nueva
realidad educativa es el hecho que se presentó con ocasión de los resultados en
la evaluación de “competencias básicas” en el Distrito Capital (1998). Los
investigadores que se mueven alrededor de los resultados de las pruebas,
afanados por saber sobre las prácticas de una maestra oficial que, contra la
tendencia promedio, tuvo excelentes resultados en una escuela ubicada en una
zona económicamente deprimida, fueron a interrogarla. Las “prácticas exitosas”
—como se dice en la jerga de la política educativa— de la maestra, según su
propia declaración, eran conseguir instrumentos de evaluación y entrenar a los
estudiantes en cómo resolverlos.
Se puede concluir que, si el peso de la educación recae sobre los
maestros, en tanto con su posición estructuran las posibilidades del sentido
circulante en la educación, la preocupación fundamental estaría en su
formación; formación inicial, en ejercicio, etc., que también depende de las
condiciones que el gobierno ha puesto y que delimitan la constitución del rol
de maestro. Por supuesto que nadie se va a negar a que haya los mejores medios
posibles, juzgados a partir del sentido construido en ese contexto, pero lo
cierto es que en muchos casos cierto énfasis en los medios coincide con una
desconfianza en los maestros. En pocas palabras: como no tienen una buena formación
y como es muy dispendioso, lento y costoso capacitarlos, entonces filmemos el
acto educativo y que ellos ayuden a tramitar los pasos diseñados en otra parte
y a servir de tutores, de auxiliares del material. Esta situación no es
desconocida en nuestro país: la época del “diseño instruccional” en Colombia
(aproximadamente en los años 70 y 80 del siglo XX) se basó exactamente en los
mismos presupuestos.
Los medios, como en el caso de educación por televisión, se prestan
para ideas de ampliación de cobertura sin ampliación de la nómina docente (en
un contexto de ajuste fiscal), a nombre de una calidad indefinida y medida con
el mismo mecanismo que la supone constituida por cierto tipo de información.
Hacemos lo que podemos
La historia de la relación entre medios y educación es muy interesante.
De acuerdo con la investigación de Alejandro Álvarez [2003], a) algunas de las
ideas actuales en relación con los medios se vienen planteando desde comienzos
del siglo XX; b) el efecto de los medios en la educación siempre ha sido más o
menos independiente de los propósitos educativos; c) la escuela ha terminado
transformada en un sentido no previsto; d) lo ocurrido ha tomado a la escuela
sin quién la piense; y, e) paradójicamente, siempre ha quedado algo que la hace
todavía vigente.
Durante el siglo pasado, a) se pensó que el “hombre tipográfico”, con
una imagen lineal y fragmentada de la realidad, producto de caracteres
separados y fatigantes, cedería su papel al “hombre audiovisual”, con una
visión integral, multifacética y sensitiva, usuario de íconos atractivos y
económicos... Sin embargo, de esto sólo sucedió lo que históricamente era
posible, y un siglo después creemos que la idea es una innovación en educación.
b) Se pensó que ya no habría maestro transmisor, sino creador de climas
socio-afectivos, diseñador, conocedor del aprendizaje, experto en utilizar las
máquinas; y que el alumno dejaría de ser receptor y pasaría a relacionar,
analizar, sintetizar, hipotetizar, interpretar, escoger, decidir... Sin embargo,
esto no sucedió y la impresión de lo que la escuela es no ha cambiado, así como
el sentido de la transformación que supuestamente requiere. c) Se pensó que con
los medios, se enseñaría fuera del aula, sin maestro, se complementaría y hasta
reemplazaría la educación formal, y con más cobertura... Sin haberlo logrado,
estas siguen siendo —un siglo después— las pretensiones de utilizar los medios
para ahorrar costos. d) Se pensó que una masificación con individualización
exigía actuar pedagógicamente: programar, organizar, coordinar, hacer
progresión... Algo que se sigue pidiendo hoy al uso de los medios con fines
educativos.
Es decir, como no se trata de un campo en el que se busque saber algo,
siempre estamos partiendo de cero, haciéndonos los mismos propósitos, sin
sentirnos obligados de decir por qué esos propósitos fracasaron una y otra vez.
De otro lado, se habla de los medios como si su materialidad implicara
un solo sentido. Sin embargo, dependiendo de la concepción de escuela —según el
sentido de la actividad se centre en cierto aspecto—, la utilización de los
medios les otorga un sentido variable:
-
Cuando se concibe que la acción educativa se aplica
principalmente a objetos o con objetos (visión instrumental
de la escuela), los medios son muy importantes, tal vez la razón fundamental, y
su llegada parece dar soporte a esa concepción. Los medios tendrían un sentido per
se, no lo ganarían; bajo esta perspectiva, se justifica la idea de que los
medios mejoran la calidad educativa, de que a más y mejores medios, mejor
educación. Es lo que cierta publicidad oficial maneja en la campaña de donación
de computadores para la educación. Por su parte, la investigación oficial sobre
“factores asociados” da consistencia a esta postura de la objetividad de ciertos
factores (entre ellos los medios), independientemente de su inserción
particular en un contexto históricamente determinado.
-
Cuando se concibe que la acción educativa se aplica
principalmente a personas (visión estratégica de la escuela), la
importancia de los medios radica en su utilidad para que los otros —que no
saben, no pueden, no quieren— lleguen a los propósitos que unos —que saben,
pueden, quieren— se han trazado y que ya han superado; el fin justifica los mass
media. Se usan porque, de otra manera, la educación no resultaría
atractiva, o sería muy lenta, o le faltaría información (es lo que maneja otra
publicidad oficial) etc.; es decir, no se cumplirían ciertos objetivos previos,
generales, que alguien se traza para otro.
-
Y cuando se concibe que la acción educativa se
aplica principalmente al sentido (visión comunicativa de la escuela),
los medios se convierten en un mecanismo para tramitar las inquietudes
cognitivas, para hacer posible la conversación permanente sobre la manera como
los conocimientos han devenido dignos de estar en la escuela, como las
relaciones se han ido tejiendo y legitimando, etc.; en este caso, se busca
explicitar el sentido que adquieren los medios mismos, no el sentido que
tendrían per se[15].
De esta manera, si el valor de los medios emerge en función del sistema
de pensamiento históricamente determinado que vienen a apuntalar, entonces no
sólo los medios no tendrían un sentido único, derivado de un valor intrínseco,
sino que los propósitos en relación con los medios caen en el vacío cuando se
promulgan para una escuela homogénea, en la que todos piensan igual y en la que
no hay diversos intereses. Requerimos los medios, pero también requerimos los
análisis que muestren —desde la perspectiva que sea— una escuela diversa, heterogénea,
permeable a las diferencias e intereses sociales; requerimos una vida escolar
que problematice su relación con el saber, con la interacción, con la
comunicación, con la sociedad de la que hace parte, que utilice los medios para
lograrlo, y que someta esos medios a la misma mirada que haría posible una
escuela de tal naturaleza.
Bibliografía
Álvarez, Alejandro [2003]. Los medios de comunicación y
la sociedad educadora. ¿Ya no es necesaria la escuela? Bogotá: Magisterio-Universidad
Pedagógica Nacional.
Bachelard, Gaston [1948]. La formación del espíritu
científico. México: Siglo XXI, 1979.
Benveniste, Émile [1969]. «Semiología de la lengua». En: Problemas
de lingüística general. México: Siglo XXI, 1974.
Bruner, Jerome [1971a]. «Aprendizaje y pensamiento». En:
(Varios Autores) Aprendizaje escolar y evaluación. Buenos Aires: Paidós,
1984.
Carbonell Sebarroja, Jaume [2002]. La
aventura de innovar. El cambio en la escuela. Madrid: Morata.
Elias, Norbert [1984]. Sobre el tiempo. México:
FCE, 1997.
Freud, Sigmund [1932]. El malestar en la cultura.
En: Obras Completas. Tomo XXI. Buenos Aires: Amorrortu, 1990.
Mockus, Antanas et al. [1985]. «¿Informática sin escritura?
El problema para la educación». En: Los procesos de la escritura.
Jurado, Fabio y Bustamante, Guillermo (Comp.). Bogotá: Magisterio, 1996.
Piaget, Jean [1971]. A dónde va la educación.
Barcelona: Teide, 1975.
Zuleta, Estanislao [1985]. «La educación: un campo de
combate». En: Educación y democracia. Medellín: Hombre Nuevo, 1995.
[1] Artículo escrito para el seminario «Uso
pedagógico de los medios audiovisuales en el aula». Cali, Noviembre 12 de 2003.
Publicado en la Revista Interamericana de
Educación de Adultos Año 27, No. 2. Pátzcuaro: CREFAL, Julio-diciembre de
2005.
[2] Las sondas espaciales Voyager llevan
un disco de oro con sonidos e imágenes sobre la diversidad de la vida y la
cultura en la Tierra. Se diseñó con el objetivo de dar a conocer la existencia
de vida en nuestro planeta a alguna posible forma de vida extraterrestre
inteligente que lo encontrase, y que además tenga la capacidad de poder leer,
entender y descifrar el disco (Wikipedia).
[3] Álvarez [2003] muestra que esta es una de las
formas como en educación se asumió la afrenta de la aparición de la radio a
comienzos del siglo XX en Colombia; de manera que no sólo no se trata de algo
novedoso, sino que se trata de una posición que no ha visto cumplidos sus
objetivos.
[4] De nuevo, Álvarez [2003] muestra cómo la
relación entre medios y educación siempre se ha producido independientemente
de los propósitos.
[5] Los medios parecen más cercanos a una idea de
“transmisión” del conocimiento que a una de “construcción” del conocimiento.
[6] Los intentos de representar las abstracciones
materializan un estado previo a aquel que permite al espíritu sustraerse de la
intuición, de la experiencia inmediata, que polemiza abiertamente con la
realidad [Bachelard, 1948:11].
[7] En la contracarátula de un video,
perteneciente a los programas a que nos estamos refiriendo, está escrita la
siguiente curiosidad: «Esta excepcional colección de videos domésticos forma
parte del continuo esfuerzo de National Geographic Society por incorporar la
tecnología más avanzada a su misión educativa».
[8] Se trata de un ejemplo tomado de una
investigación del llamado “Grupo Federici” de la Universidad Nacional, en el
marco de un trabajo sobre la relación Escuela-Universidad.
[9] Freud se expresa de una manera similar. En El malestar en la cultura, después de
intentar una comparación para que se entienda su teoría, dice: «Nuestro intento
parece ser un juego ocioso; su única justificación es que nos muestra cuán
lejos estamos de dominar las peculiaridades de la vida anímica mediante una
figuración intuible».
[10] No propendemos por una clase aburridora. La
clase que pone en juego el conocimiento no entra en esa clasificación, pues, de
un lado, pone en cuestión, cosa que no es agradable; pero, de otro lado, abre
posibilidades, cosa que relanza el entusiasmo.
[11] Es el caso de creer que nuestro año 2000 era el
cambio de milenio para la humanidad, cuando más de la mitad de ella tiene una
contabilidad distinta del tiempo histórico.
[12] Como en el cuento “La biblioteca de Babel”, de
Borges [1944:465], en el que tener todos los libros del mundo, implica que
existe aquel que nos vindica, pero también la imposibilidad de distinguirlo de
todos los que son posibles y se relacionan con esa vindicación.
[13] Sabemos que la noción de “calidad” pasa a la
educación proveniente de una dinámica empresarial que se quiere imprimir a la
escuela. Pero esa no es razón suficiente para sacarla del ámbito educativo —que
introduce y saca palabras sin tener en cuenta criterios académicos—; lo
interesante es saber por qué una palabra que viene de la fábrica ha entrado con
tanto éxito (frecuencia de uso) en la educación.
[14] Evidentemente, los costos, el buen uso de los
recursos, etc., son necesarios para pensar la educación por parte de quienes
determinan la política, de quienes tienen que destinar recursos, etc., pero esa
dimensión no es toda la educación; es más: esa dimensión —administrativa,
digamos— del asunto supuestamente está al servicio de la especificidad
educativa.
[15] Para cualquiera, es mejor que haya libros en
una escuela a que no haya. Sin embargo, la investigación de Otálora y otros
[1993] encontró que los libros adquieren un sentido, dependiendo del
proyecto de la institución. De manera que es mejor que un sentido promueva a la
existencia los libros que, de otra manera, son papel impreso y, a lo sumo,
recursos para hacer tareas cuyo sentido acaba con la sanción del profesor.
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