viernes, 23 de marzo de 2012

William opina sobre educación

Nuestro prestigioso escritor William Ospina —ganador del XVI Premio Rómulo Gallegos en 2009— participó en el Congreso Iberoamericano de Educación (Buenos Aires: 13, 14 y 15 de septiembre de 2010)*, con una ponencia titulada «Preguntas para una nueva educación». Vamos a comentarla, toda vez que toca el tema del OPM, que se hizo pública en un importante evento educativo y que ha suscitado no pocos elogios: uno más de sus comentarios acerca de infinidad de temas, a los cuales ilumina con su prosa y su sabiduría.



El don del escritor


Por numerosas vías, nos llega la intervención mencionada: desde las noticias hasta los amigos que luego de leerla sienten necesidad de compartirla. Cuando fue nuestro turno, también sentimos gusto, también quisimos que otros lo leyeran. No es extraño que uno quiera volver a degustar la poética de Ospina, pues, como es costumbre, su erudición y, sobre todo, su impecable escritura, nos dejan atónitos. Así pasa con la literatura: es corriente que queramos volver a leer un poema, un cuento o una novela… Privilegio del que no necesariamente gozan otros géneros; y es que Ospina no deja de ser poético cuando pasa al ensayo. No en vano, algunos plantean que el ensayo tiene un lugar entre la literatura y la teoría. En esto, Ospina es como su maestro Borges: su tratamiento del lenguaje no depende del género, ni del medio en el que se divulgue, ni del tema; es más bien una posición frente al lenguaje. Ahora bien, ¿en qué consiste ese don del escritor? Freud se hacía idéntica pregunta, durante un evento literario al que fue invitado a hacer una intervención que tituló El creador literario y el fantaseo. (El poeta y la fantasía, según otra traducción). Entre tantas cosas interesantes que allí plantea, dice que la belleza que el artista imprime a la materia de su labor —en este caso: el lenguaje— es el recubrimiento dulce de la píldora, aquel que nos permite deglutir el componente activo, éste sí amargo. Entonces, en calidad de investigadores sobre la educación, que nos toca leer un poco más despacio, que nos toca releer, nos preguntamos: ¿qué subyace al entonado acento de nuestro escritor?

La época de la información


Ospina inicia su conferencia comentando una anécdota a propósito de un tema que todos podríamos ilustrar con otra anécdota presenciada o escuchada: los jóvenes actuales frente a ciertos datos. Jóvenes ingleses que no creen en la existencia de Churchill, norteamericanos para los que Beethoven es un perro y Miguel Ángel un virus informático, colombianos para los que el hombre no ha llegado a la Luna. Señala la paradoja de que estos hechos se presentan en el momento en que la humanidad nunca estuvo tan bien informada. Pero aquí ya comenzamos a dudar: ¿estamos en realidad en ese momento? Para responder afirmativamente, como lo haría todo el mundo, como lo hace la época, tendríamos que pensar que el asunto de la información está ligado a su cantidad y a la velocidad de su transmisión. Pero, ¿no había dicho “bien” informados? Aquí, como es costumbre de la época, confundimos calidad con cantidad. ¡No estamos mejor informados! Hay más información… estamos tentados a decir que sí, pero ¿acaso eso no tiene que ver con la capacidad —incluso la posibilidad— de procesarla? Podría pensarse que no es culpa de la información el que no seamos capaces de procesarla. Cada minuto se suben a Youtube 35 horas de video. Y mientras la capacidad de una persona para verlos está restringida por el tiempo de su vida y por sus capacidades, la información crece en función exponencial, de manera que, si lo vemos proporcionalmente, estamos en la época en que menos información podemos procesar de entre aquella que está disponible. Y este abismo crece sin cesar. Sólo hay manera de enterarse de un mínimo porcentaje de lo que hay escrito, porcentaje que disminuye de forma constante. Así como el muchacho inglés no sabe de Churchill, cualquiera de nosotros ignora miles de millones de asuntos sobre los que se está produciendo información en infinidad de fuentes. Y si se habla de “información”, sin más, ¿por qué una tendría que ser más relevante que otra? Si alguien puede pensar el exabrupto histórico de una época “oscurantista” en función de la poca información circulante, podríamos también hacer una necia caracterización de la nuestra como un “neo-oscurantismo”, dada la imposibilidad de aprehender una porción significativa de la información disponible (que aumenta exponencialmente).

Con todo, la educación nunca ha sido un asunto meramente informativo. La información fluye en el campo educativo (nos referiremos, por estrechez de espacio, a la escuela que conocemos desde hace un par de siglos), pero éste no se define por aquélla. Por ahora, digamos que la escuela se ha constituido sobre la base de una selección de la información, que se transforma para hacerla entrar a ese contexto; y esto cambia el panorama. Ospina dice: «En nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y de conocimiento». Nótese cómo agrega “conocimiento”. Y ahí el problema se duplica: ¿es posible “dar” y “recibir” conocimiento? Poner la información y el conocimiento en el mismo plano es una operación que merecería una explicación. Y no habría problema en considerar sinónimos los dos términos (al menos en ese contexto), salvo que ese malabar convertiría la escuela en un medio de comunicación. En realidad, ni siquiera recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información… pues la información no se “recibe”… y menos el conocimiento. ¿Podemos caracterizar lo que hace la TV como “entrega de información y conocimiento”? ¿Acaso no se selecciona lo dicho?, ¿no se dosifica?, ¿no se ubica en una escena? Pongamos un ejemplo: en promedio, diariamente matan en Córdoba una persona ligada a procesos de recuperación de tierras (51 asesinatos en los primeros 60 días del 2011); en una triste ocasión, en la misma zona mataron a dos estudiantes de la Universidad de los Andes. Pues bien, algunos de los primeros logran una pequeña reseña en páginas interiores, e indiferencia generalizada; mientras los segundos ganan primera plana e indignación nacional (para no hablar del tema de las recompensas que se ofrecen en cada caso). Esta manera como se presentan las dos noticias, ¿se puede agotar en la idea de “dar información”?

«Ver la televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales». Aula luminosa, hermosa imagen. Claro que entre la televisión y el aula hay una pequeña diferencia que ubica a la primera en la posición de medio masivo, y a la segunda en la posición de dispositivo educativo. Una vieja terminología (pues ya el Ministerio de Educación Nacional la cambió) hacía la diferencia: la primera era educación informal, la segunda era educación formal. En el aula hay encuentro humano a propósito del saber. Con la TV no hay encuentro y la “sintonía” no se da a propósito del saber. En el aula —al menos hasta ahora— no se pasan mensajes comerciales. En los medios se habla, como percibe Ospina, de historia y geografía, ciencias naturales y tradiciones culturales. Es cierto, pero ¿con qué sentido? Podríamos decir, usando sus palabras, con sentido luminoso, es decir: ornamental.

De otro lado, tal como habla Ospina, parece que la historia fuera una sola, independientemente de quién y cómo se refiera a ella. Las anécdotas que traía a cuento parecen ser de la lógica de los programas de concurso: “Por diez millones de pesos: ¿existió Churchill?”, “Por un carro último modelo: ¿fueron los hombres a la Luna?”. Queda claro para qué es la información que dispensa la TV. Claro que alguien podría decir que eso no es muy distinto al siguiente escenario: “Por un paso al próximo curso: ¿existió Churchill?”… y muy posiblemente la escuela quiera parecerse a ese medio de comunicación, pero cuando se pliegue completamente a él, lo hará a costa de su especificidad. La TV dice que Churchill existió, la escuela también. Pero mientras la TV sigue —se caracteriza por no poder dejar vacíos—, el maestro trata de ubicar eso en una línea de formación, es responsable de que el otro entienda, intenta poner ese “dato” en una secuencia argumentativa que tiene un vínculo, un antes y un después, unas relaciones con el conjunto de la propuesta educativa. Puede esperar, mientras guarda silencio. No lo decimos como un ideal, pues son los asuntos que enfrenta el docente a quien le pagan para que, regido por una serie de consideraciones oficiales, se encuentre con unos aprendices, en el contexto escolar y haga determinadas cosas. No es que (necesariamente) funcione bien, sino que es distinto a los medios. Un programa sobre “tradiciones culturales” sale de circulación si le falta rating; pero no deja de haber currículo y plan de estudios, no obstante la falta de interés por parte de los estudiantes. Para hacer un programa sobre Churchill en la TV, se cuenta con los archivos de fotos y video, se puede entrevistar a un par de personalidades que lo conocieron. Pero la historia como disciplina no se puede representar en imágenes ni anida dispersa en las opiniones.

Para contrastar el entretenimiento adosado a los medios, con la frivolidad y la ignorancia actual, Ospina cita a su maestro Zuleta, cuando hablaba de nuestra época como provista de gran racionalidad en el detalle, pero con una pasmosa irracionalidad de conjunto: de un lado, «podemos saberlo todo de cómo se construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que sostiene los rascacielos de Chicago», etc. y, de otro lado, tenemos unas muchedumbres «pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información». Esta crítica a la “manipulación” por parte de la información cumple ya varias décadas. Desde entonces, se han introducido otras variables que nos interesan en función del asunto de la educación (no es para decir que Ospina sabe que los hombres fueron a la Luna, pero que no sabe que existe la teoría de las mediaciones). En primera instancia, ¿qué es la información para que la podamos poner de sujeto de la frase “la información manipula a las muchedumbres”? Además, información es un sustantivo (de ahí que se pueda poner como sujeto) que condensa muchas cosas; en cambio, informar, en tanto verbo, necesita un sujeto para su conjugación: ¿quién manipula con la información? De otro lado, ¿qué es la muchedumbre para que podamos predicar de ella que es “manipulable”?; y los agentes de la manipulación, ¿por qué escaparían ellos mismos a esa propiedad de manipulables? Pasivamente sujetas, dice Ospina... es como si no decidieran, como si su relación con la información no estuviera mediada por una serie de asuntos como, por ejemplo, la satisfacción, las maneras de ser sujeto en la época. Mientras Ospina ve muchedumbres pasivamente sujetas, a diario están quebrando infinidad de negocios, están fracasando infinidad de ofertas… precisamente por no tener la capacidad de cautivar a esa muchedumbre que, en consecuencia, habría que considerar como activamente sujeta. Y, de nuevo, esto nos interesa desde el punto de vista de la educación, porque la escuela es un aparato que va en sentido distinto a la idea de “cautivar muchedumbres”. Y esto no quiere decir que muchos allí no lo intenten (de ahí el éxito del Power Point en medios escolares, denominación actual de la antigua “motivación”), sino que la especificidad del dispositivo produce el efecto de frenar al sujeto y proponerle un camino para construir un deseo en relación con el saber. A los medios, en cambio, no les interesa frenar a nadie; al contrario: les interesa que el desenfreno se encauce por la vía de los productos promovidos por sus patrocinadores. En la medida en que la escuela coincida con tales intereses (como parece estar sucediendo en ciertos contextos), dejará de ser escuela y se convertirá en otra cosa.

En una época del espectáculo y de la novedad, dice Ospina, nos perdemos del «océano de memoria acumulada», del «depósito universal de conocimiento». Esta bonita objeción, no obstante, se encuentra planteada en los mismos términos de lo que se quiere objetar: se dice que ese depósito, ese océano, está «al alcance de los dedos y de los ojos», que «casi cualquier dato es accesible». Tal vez por hacer una metonimia, se cuela una imprecisión que —insistimos— resulta relevante cuando pensamos en la educación. Con los dedos se manipula un teclado y con los ojos se ve una TV o el monitor de un computador; pero eso no es conocimiento. Con los dedos también se pasan las páginas y con los ojos se ven las letras impresas en un libro; pero eso tampoco es conocimiento. Antes de que hubiera computadores, en la época de las grandes bibliotecas (que todavía no ha pasado), ya era una monstruosidad pretender que alguien podría tener acceso a toda esa “información”. La escuela, como dijimos, nunca pretendió enseñarlo todo, sino aquello que la época consideró digno, dosificado de acuerdo con el nivel de desarrollo de los aprendices. Por eso no conocimos al Newton esotérico, sino al Newton físico; por eso la filosofía de nuestras escuelas fue casi solamente europea. De manera que la nueva época no desafía la educación por cantidad de información (que siempre nos ha desbordado), sino por reposicionamiento de sus agentes. Los maestros fueron informados alguna vez, pero aun así su labor fue la de operar con criterios delante de otros. La información de hoy (desde que sea inalcanzable, ¿qué más da que sea de esta o de aquella dimensión?) no es un desafío especial. De manera que hoy la información no es más voluble, ni el conocimiento más frágil, ni la sabiduría más dudosa… como pulcramente articula Ospina. El estatuto de la información no cambia si se empuña un garrote o un mouse. Las vicisitudes del conocer no hacen diferencias de momento. La sabiduría no distingue entre si se es vigilante del Tao o del Ser. Partir de cierta consideración sobre lo que es el hombre nos permite, tal como quisiera Ospina mismo, pensar que ‘información’, ‘conocimiento’ y ‘sabiduría’ no estén sometidos a la novedad, no tengan fecha de vencimiento… como nos quieren hacer creer quienes piensan que la condición humana es lo que hoy está de moda y, de paso, venden unos cuantos aparatos o información para esos aparatos.

A partir de cierto momento, en su disertación Ospina diferencia entre conocimiento e información, incluso los opone, siendo que los había considerado casi sinónimos. Pero, si nos interesa el asunto de la educación en Colombia, no podemos igualarlos ni oponerlos. Así mismo, opone el saber a los rumores (obsérvese el paso de la neutral ‘información’ al maléfico ‘rumor’), con lo que ahora tendríamos rumor en los medios y saber en la escuela. Pero, de nuevo, en relación con la educación, no podemos hacerlos sinónimos, pero tampoco antónimos.

Puesta en intriga y condición humana

Ospina dice bellamente que los medios tejen sobre el mundo «la telaraña de lo infausto», «la red fosforescente de las desdichas». O sea, lo funesto del lado de los medios, lo bueno del lado de no se sabe qué buen corazón. Pero, ¿no son seres como cualesquier otros los que producen la información de esa manera? (cf. la idea de banalidad del mal en Hannah Arendt). Si la vida nos pusiera como responsables de un medio de comunicación, ¿no intentaríamos hacer algo parecido, so pena de fracasar? Podemos quejarnos, como hace Ospina, de que la vida apacible no produzca noticia y sí “lo malo”… pero, ¿qué tal que eso sea inherente a la condición narrativa del humano?; ¿no se trata de la puesta en intriga de la que habló Aristóteles en su Poética? Si los humanos sólo contaran lo “bueno”, ¡no habríamos tenido tragedia griega! Tal vez William olvidó eso, pues él estaría de acuerdo con que el mundo no sería igual sin Sófocles. Además, Ospina conoce a Marx y sabe que el autor de El Capital planteó que el consumo produce la producción. Si se informa “lo malo” (no es del todo cierto, pero aun así), es porque estamos sedientos de drama. ¿Por qué pasar una y otra vez la imagen de Hillary Clinton cayéndose al subir al avión?, ¿por qué lo continúan viendo 50.000 personas en Youtube?, ¿cómo nos obligan los medios a ser interpelados por ese evento? Tal vez sea menos impreciso pensar que los medios nos conocen lo suficiente como para saber que estaremos ahí cuando se repita esa secuencia en las noticias. Repetir durante toda una mañana la caída de las Torres del World Trade Center, que apenas dura unos minutos, no es un recurso pedagógico para entender mejor, es una sabiduría sobre los apetitos humanos. Pese a caracterizar nuestra época como la que más acumula evidencias atroces sobre la condición humana, al oponer el crimen a lo “normal”, Ospina idealiza la especificidad humana, sugiere pensarla por fuera de cualquier consideración política, social, psicológica, histórica, antropológica… y esa idealización no estaría mal si fuera inocua, pero resulta que es la fuente de inspiración de los totalitarismos, como nos enseñó Zuleta, maestro de Ospina, en un texto que lleva por nombre justamente Acerca de la idealización en la vida personal y colectiva; el problema de la idealización —dice Zuleta— no es que no pueda lograrse, sino que se convierte en una manera segregativa de obrar: la “raza pura” es una idealización, es una idea tonta, pero en su nombre se ha practicado la barbarie… y eso ya no es una idealización, ya no es una tontería.

Ospina concibe una hermosa metáfora para describir los medios: un millón de ojos de mosca zumbando desvelados sobre las cosas... Hermosa y sugerente de verdades duras: moscas sucias, un zumbido enloquecedor, seres desvelados en su goce de la mirada. Cuando fue más allá de la idea de información, obtuvo un excelente retrato de la época, pues aparecen unos intereses: cámaras por todas partes, aparatos que no descansan, un ojo gigantesco que nos vigila… y nosotros, como moscas carroñeras, consumiendo basura. Porque no olvidemos que de esas cámaras —y, sobre todo: de su lógica— proviene gran parte de los videos que alimentan los consumos de mayor sintonía; de esas miradas provienen nuestras clasificaciones de lo que debemos odiar y de lo que debemos amar; sospechamos de todos y todos sospechan de nosotros; ahora cada portador de un celular con cámara (y, ¿por qué no al revés?) es un reportero en potencia (“en el cazanoticias de RCN, el reportero es usted. Denuncie, no se quede callado”). Pues bien, la escuela no escapa a ese procedimiento: muchas evaluaciones masivas a lo largo del periodo escolar representan ese ojo avizor; innumerables formatos hacen las veces de ese zumbido enloquecedor; ciertas instituciones gozan de vigilarnos, el expresidente Uribe intentó hacer un sistema de delación interna en las instituciones educativas… Pero la metáfora —lúcida para condensar los medios— es insuficiente para hacerlo con la escuela: ¿cómo se produce allí el deseo de ser biólogo, de ser filósofo?, ¿cómo nace en su seno la pasión por escribir o por operar con símbolos matemáticos? Acá la idea no es menos apocalíptica, pero no tenemos el ars poetica de Ospina para embellecerla: nuestras mejores virtudes se producen en el terreno de nuestras peores disposiciones, como decía Freud (que fue premio Goethe de literatura).

Pero volvamos sobre la idea de totalidad, expresada en sintagmas como “océano de memoria acumulada”, “depósito de memoria universal”… o en la creencia de que los medios permiten saberlo todo acerca de la represa china o del acero estadounidense. Ospina quiere que esa totalidad «sea algo más que una sentina de desperdicios». Ahora bien, ¿es de cara a una totalidad —tanto o más apabullante que aquel ojo avizor del que nos hablaba— que se puede construir algo relativo al saber? Oigamos al narrador de Tiempos difíciles de Dickens: “Si hubiese aprendido algunas cosas menos, habría estado en situación de enseñar muchas cosas más de una manera infinitamente mejor”. O sea, no es a nombre de un Todo sin fisuras (“que no sea una sentina”) como se produce una relación con el saber… es más bien a nombre de una falta. Nuestro Gran Hermano Google, más que deseo de saber, produce angustia. Y no es cierto que canales como National Geographic, Discovery, History, etc., lo digan todo acerca de algo. ¡Nos quedaría sobrando, entre otras, la literatura!... y como hay literatura, inferimos que la falta la tenemos pegada a nuestro ser.



Algunas características de la educación

 

·         El criterio

Tal como plantea Ospina, no basta la información: se requieren criterios. Era lo que decía Kant de la educación: que aportaba criterios, no sólo información (la información es más falible que los criterios, pues está más ligada a la época). Los medios de información lo menos que intentan producir es criterios; lo que les interesa es que el sujeto se asuma como consumidor. La escuela, en ese sentido, es lo contrario de un medio: busca aportar criterio (cualquiera sea, no es el momento de juzgarlo) para ponderar la información, para seleccionarla. Y eso sólo se da en el marco del encuentro humano... porque tener criterio es un efecto de las relaciones humanas, no una información otorgada por un profesor (o por algún medio). La velocidad de transmisión de la información no modifica en lo más mínimo la temporalidad propia de la producción de un criterio. Preguntémonos por qué ha resultado infructuoso anteponer a la emisión de los medios la aplicación de unos criterios exteriores a su propia lógica… El Estado colombiano mandó a bloquear los teléfonos celulares en las cárceles, en atención a la cantidad de delitos que se cometen desde allí, con ayuda de estos aparatos. Sin embargo, ¡tuvo que echar para atrás la medida, a causa de las quejas de los usuarios! Más que la seguridad del ciudadano, la época busca la satisfacción del cliente.


·         El ejemplo

Con el propósito de no descargar el peso de la educación sólo en el sistema escolar, sino también en la familia, los medios y los dirigentes sociales, Ospina ilustra —con el caso de los gobernantes romanos— el peso pedagógico de la política sobre la sociedad. Por lo que plantea, debemos suponer que los romanos fueron pérfidos durante el mandato de Tiberio, crueles cuando gobernó Calígula, cobardes con Claudio, narcisistas con Nerón, avaros con Galba, vanidosos con Otón, gulosos con Vitelio, moderados con Nerva, justos con Trajano, tolerantes con Adriano, buenos con Antonino Pío y sabios con Marco Aurelio… Justo sería, entonces, buscar un tirano con los atributos que la educación busca producir en los estudiantes y, automáticamente, la gente los adquiriría… ¡nos ahorraríamos todo el proceso educativo! Pero todo tirano ha creído ser el epítome de las virtudes… incluso Hitler lo era: fue un héroe de guerra condecorado, vegetariano, no fumaba, sólo ocasionalmente se tomaba una cerveza y nunca tuvo enredos extramatrimoniales. Entonces, ¿quién podría decidir en su momento sobre esta materia? Planteamientos totalitarios han tenido esa inspiración y la han tramitado con una salida de su mismo peculio: la sociedad perfecta pensada por El Filósofo no puede ser gobernada más que por él mismo. La historia reciente de Colombia tiene la amarga experiencia de un gobierno ejercido por alguien con una mente superior... al menos según un abogado, ex militante de Firmes y profesor de la Universidad de los Andes.

Con el ejemplo de Roma, lo de “pasivamente sujeta” de la muchedumbre no parece ser entonces un asunto de la época actual, como le habíamos entendido a Ospina, sino una condición humana. También dijo, al pintar a cada César, que «en cada ser humano prima siempre un carácter». Pero, entonces, ese axioma como de horóscopo, ¿sólo funciona para los césares y no para aquellos que conforman las masas? Según Ospina, se aprende del ejemplo: «En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos de conducta». Pero, tal vez el aprendizaje es más complejo que eso, tal vez el ser humano es más que un espejo. ¿Por qué no pensar que el pretendido modelo a imitar puede ser un expediente mediante el cual el sujeto enmascara su responsabilidad? ¿Por qué no pensar en la idea de identificación, dada la cual no es posible esgrimir el vector moralista de “dar buen ejemplo”, sino que tocaría pensar en una falta de ser del humano, que lo llevaría a volcarse en la imagen de otro? Ospina opone dos pasarelas: una en la que desfilan Whitman (cordialidad), Leonardo (universalidad), Borges (perplejidad), Wilde (claridad), Picasso (pasión), Michon (respeto)… y otra donde desfilan astucia, extravagancia, fama y opulencia. Fácil tomar partido. Pero, ¿por qué en lugar de ir a conseguir esas indiscutibles bondades, somos tan torpes y caemos en el deslumbramiento, la fascinación y el sometimiento? ¿Por qué en lugar de ir a someterse a la complejidad de leer a esos autores (y encontrar los atributos que encontró Ospina), cogemos el camino fácil de preferir la fuerza a la lucidez, la ostentación a la austeridad, la suerte a la disciplina, como él señala?

De otra parte, si se tratara de tomar ejemplo, ¿por qué escoger la perplejidad de Borges y no su miedo a la mujer?, ¿por qué escoger la universalidad de Leonardo y no su procrastinación?, ¿por qué escoger la pasión de Picasso y no su avaricia? Es que la gente no se divide, como en la pasarela de Ospina y en los canales de la televisión por cable, en buena y mala. Si bien Wilde disponía, como dice Ospina, de una “elegante claridad de pensamiento”, también era alguien dispuesto —según reconoce él mismo— a hacerse tratar del otro como una cosa.


·         El lucro

A Ospina no le gusta que las cosas estén «demasiado gobernadas por el lucro». Ahora bien, cuando entra el lucro (aunque “no demasiado”), ¿cómo ponerle límites? Esa perspectiva se está tomando la educación, a nombre de la eficacia y la eficiencia. Si se acepta una cosa —un poco de lucro— se nos cuele la otra: poner toda la educación en una lógica que, como señala Ospina, no tiene inconveniente en ofrecernos cosas «que atenten contra nuestra inteligencia si el negocio se salva con ellas». El asunto es que en la educación más soñada hay cosas que atentan contra la inteligencia (con el tiempo, pocas ideas escapan a este dictamen) y en la educación más privatizada hay cosas que estimulan (por decir algo) la inteligencia. Es que el asunto educativo no se juega en el porcentaje en que se haya tomado partido por el lucro, sino en la naturaleza del encuentro del docente con sus estudiantes; de qué van dotados a ese encuentro, por supuesto que es algo en lo que tiene que ver la época, pero, ¿en qué medida?

Y como la inteligencia está supeditada al negocio, Ospina vuelve a tener un sueño totalitario: «Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad». Todos los caminos conducen a una autoridad, por fuera de época, con el único interés de que todo salga bien. Pero esa instancia no existe… tanto así, que unos creen que esa instancia es el Ministerio de Educación, otros creen que es la UNESCO, otros creen que es el sindicato de maestros, otros creen que es algún representante del humanismo o un dictador… Ospina, un tanto de manera contradictoria, aterriza su sueño totalitario en la escuela, o sea, se va al otro extremo: «es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos». Esas listas caóticas, al estilo Borges, son muy poéticas, muy reconfortantes. Pero en la escuela no está toda la solución… allí no están solamente los buenos: ¿qué tendría la escuela para no albergar también a gente que promueva la fiebre, la indigestión, lo oneroso y lo dañino? Si bien la educación se juega en el día a día del docente con sus estudiantes, hay unas condiciones de posibilidad para ese encuentro; hay una época que apuesta en ese contexto; hay unos referentes que circulan a manera de telón de fondo. Y hay un maestro, que tiene una relación específica con el saber, que responde a ese tinglado, produciendo una determinada relación entre los sujetos, entre los sujetos y el saber… asunto que va a ser acogido por las condiciones dadas, con efecto retroactivo sobre su propio acto. Así no sea de la manera como decimos, no deja de ser complejo, no responde a la escena del bien contra el mal.


·         La verdad

Para Ospina, la copia en los exámenes se facilita cuando todos tienen que dar la misma respuesta, y esto es posible bajo una uniformización del saber: un producto igual para todos. Tal vez en esta apreciación se ponen en relación causal asuntos que van por caminos distintos: de un lado, el proceso que conduce a un conocimiento con pretensiones de universalidad; y, de otro, la decisión de hacer fraude. Compartir no es un fraude; fraude es actuar conforme a lo que ha sido prohibido (no juzgamos la legitimidad de la prohibición, sino que verificamos su explicitación). Por el camino que plantea Ospina, terminaríamos disculpando todo delito, pues su punibilidad está condicionada por un principio universal: la ley para todos. Y por supuesto que hay atenuantes y agravantes, pero se parte de un principio general. Todos los que toman una decisión han tenido la oportunidad de hacerlo bajo su responsabilidad, contando con sus propias herramientas, usando de la cultura lo que es legítimo en ese caso, etc.; pero también es posible que decidan tomar el sesgo de la trampa, de la transgresión, del robo a las ideas de otros. No es cierto que la condición universal justifique la transgresión. Ciertamente, más vale enseñar procedimientos y maneras de razonar; pero eso no se opone a enseñar respuestas que puedan ser copiadas.

Ahora bien, Ospina liga esto con el asunto de la verdad: dice que un producto igual para todos sólo vale para lo que llama extrañamente “ciencias cuantitativas”. Y pone un ejemplo: uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Aquí de nuevo hay una serie de imprecisiones: no hay una verdad eterna en las ciencias (tampoco en las matemáticas). Justamente su ejemplo de verdad inmortal es uno de los que sirvió para objetar esa inmortalidad: la suma de los ángulos internos de un triángulo no es 180° cuando las distancias son muy grandes. Hay geometrías —de uso regular en la física moderna— para las que esa suma siempre excede los dos rectos. No obstante, no se trata de un “todo vale”: hay comunidades científicas para las que los enunciados tienen una validez relativa a los medios posibles, a lo pensable, a lo que es defendible. De manera que a nombre de ese falso espacio de las verdades eternas, no se puede construir otro de verdades a medias. Tan riguroso como puede ser el funcionamiento de un concepto en la física, se espera que lo sea en ciencias sociales. Y el tiempo se encargará, en todos los casos, de exigir ajustes y transformaciones.

Según Ospina, se pueden «Contrariar imaginativamente esas verdades». Tal vez aquí la idea de imaginación se utilice por oposición a lo que genera tales verdades. Pero resulta que han sido contrariadas (Bachelard diría, más bien, ampliadas) por el mismo rigor que las produjo, sin introducir una “imaginación” externa, “pedagógica”. La mera imaginación no es capaz de contrariar nada; se necesita que esté unida a otras “facultades”. Afortunadamente, hay períodos en los que podemos afirmar algo; y afortunadamente hay maneras de cambiar esas afirmaciones. Y ellas siempre serán universales, aunque con el tiempo —paradójicamente— se rehagan. No se podrían utilizar si anteponemos la idea de que son relativas. Cualquier asunto sucumbiría automáticamente si usa esa idea como base. El mismo Ospina aspira a tener razón con las ideas que expuso en el Congreso Iberoamericano de Educación. Si fuera relativo, daría lo mismo no haberlo dicho. Así sea en tono —o con nombre— interrogativo, hay afirmaciones que aspiran a una universal comunicabilidad, a una cierta validez.

¡Qué empobrecimiento podemos causar al conocimiento con la pretensión de hacer caber otras cosas, soslayando tal vez que ellas tendrían cabida siempre y cuando sean consistentes! Por ejemplo, dice Ospina que la tesis elemental de que uno es igual a uno sólo funciona en lo abstracto, y pone como ejemplo que sólo en abstracto una mesa es igual a otra. No sabemos si Ospina está denostando de lo abstracto. En caso afirmativo, estamos en la obligación de informarle que cuando dijo “sólo en abstracto una mesa es igual a otra” no introdujo ninguna mesa y la frase fue abstracta, así como todas las palabras que usó. La denuncia del caos lo ejemplifica, dice Borges. También estamos en la obligación de decirle que su poesía —como toda poesía— se debate en el terreno de la escritura y no en el de la denominación de lo concreto. Y, por último, que no habría podido ir a Argentina a sustentar su ponencia si no hubiera sido por las abstracciones que se ponen en juego para poder construir concreciones como el avión en el que viajó.

Su concepto de que no hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo general a lo particular es, por decir lo menos, extraño. Sobre todo cuando se ejemplifica con la idea de que las verdades de la estadística no pueden eclipsar las verdades de la psicología o de la estética. ¿Qué entiende por “grado de verdad”? ¿Son acaso los mismos objetos de investigación el de la estadística y el de la psicología? ¿Tiene verdades la estética? Otra cosa es la diferencia que se hace desde Aristóteles entre universal, particular y singular. Oigamos lo que dice el estagirita: «en lo que respecta a los géneros y a las especies, no me meteré a indagar si existen en sí mismos, o si sólo existen como puras nociones del espíritu; y, admitiendo que existen por sí mismos, si son corporales o incorporales; y, en fin, si están separados, o si sólo existen en las cosas sensibles de que se componen». Él sabe de qué verdad se trata. Un sujeto es distinto a otro a escala de la singularidad, y no porque eso sea importante, como dice Ospina, sino porque cada sujeto es una excepción a la especie. En cambio, cuando los podemos comparar, cuando los podemos hacer parte de, entonces son particulares, es decir, con rasgos que les permiten pertenecer a un conjunto. Y los conjuntos no son abstractos, no son menos concretos que la singularidad… pero constituyen otro nivel de análisis. La idea según la cual «Un hombre debe ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es importante que sea distinto», no permite entender de qué se trata la cantidad del juicio (universal-particular-singular), ni permite conversar (pues, al enunciar un deber-ser, se constituye un lugar de enunciación se superioridad moral, no de diálogo).

Decir que la aritmética tiene verdades simples y la estadística tiene verdades comunes es un pobre expediente para justificar una perspectiva compleja sobre los seres humanos. No es necesario caricaturizar otras perspectivas para darle grandeza a la propia.


·         La interacción

Ospina opina que «no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y buenos hábitos sociales». Esta idea, de tan buen recibo en la época actual, la concibe a partir de una justa crítica a un sistema educativo competitivo que desestimula la colaboración y desaprovecha la interacción. Sin embargo, ¿no dibuja a la escuela como un club? Que compartamos la vida con otros en la escuela, que consigamos amigos y hábitos sociales… son algunas de las múltiples implicaciones que se pueden producir durante el funcionamiento del dispositivo. Pero, ¿podríamos elevarlas al estatus de objetivos educativos? Es curioso, pero cuando la escuela toma esa faz, también aparecen la agresión, el irrespeto, la intolerancia. Mientras más concesiones se le hacen a este tipo de consideraciones, más inmanejable se torna la escuela. ¿Sabía Ospina que de los maestros nombrados en el último concurso del Distrito Capital ya han renunciado cerca de mil, dadas este tipo de condiciones en las instituciones educativas públicas?

Compartir, hacer amigos y “hábitos sociales” —que le lucen a Ospina más importantes que el conocimiento— son posibles en la escuela siempre y cuando se produzcan en el marco de la relación con el saber. Son efectos posibles de esa relación. Esto no quiere decir ni que a la escuela se vaya “a recibir conocimientos”, ni que sea forzoso rechazar la colaboración, la convivencia y la solidaridad. Pero una cosa es entender que se trata de subproductos de la acción (como dice Estanislao Antelo) y otra cosa es buscarlos deliberadamente. Una cosa es trabajar en relación con el saber, a sabiendas que algo de ese orden se va a producir, y otra cosa es convertirlo en el sentido mismo de la acción. Paradójicamente, se logra cuando no se busca y no se logra cuando se busca.


Además, la lógica del derby (la competencia) no le molesta a nadie en el fuero interno. Que sintamos vergüenza, inhibición, impotencia… no nos exime de estar íntimamente comprometidos con ese mecanismo, así sea en una competencia poco confiable. Si no fuera así, ¿habría hecho carrera entre los estudiantes?, ¿habría ganado popularidad entre los profesores como mecanismo de trabajo?, ¿sería un mecanismo oficial para ranquear las instituciones educativas? Basta con comparar el número de personas atentas de los Juegos Olímpicos y de los Juegos Para-Olímpicos, para saber si el interés está puesto en el bien común o en la competencia. Los juegos mismos tienen en su origen una lucha a muerte. Y esa no es una “lógica darwiniana”, como dice Ospina, sencillamente porque Darwin no opera con esa lógica más de lo que lo hace cualquier otro humano. Tal vez es una “lógica de la naturaleza explicada por Darwin”, pero entonces tampoco resulta claro por qué una lógica natural, cualquiera sea, tiene que ver con el ser humano. El hecho —según Ospina— de que todos aspiremos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios, ¿acaso es un fenómeno natural? ¿Correrían esos “caballos naturales” en el derby, si no estuvieran conducidos por seres humanos? Algo peor que la “lógica darwiniana” se ha apoderado del mundo: la lógica humana… que ha producido hasta ahora —según Ismail Kadaré— 14.500 guerras. Pero la sabiduría de Ospina es infinita, pues luego nos concede que «a lo mejor los seres humanos sólo avanzamos a través de la rivalidad»… No obstante, bascula de nuevo y se pregunta si esta “pésima pedagogía” de las sociedades excluyentes no produce “un semillero de resentimientos”. Pero, ¿eso no es parte de la historia humana?

Y claro que podemos sobreponernos a la fácil rivalidad con el semejante y aprender a jugar ajedrez y hacerle jaque mate, aprender matemáticas y hacer más rápido que él los ejercicios, o responder —como dice Ospina que hizo Borges— que el mejor poeta de Francia es Verlaine… y también Baudelaire… y también Victor Hugo… Todos esos casos no son más que grados de lo mismo. Y precisamente en la escuela puede ocurrir eso: el saber como condición de la relación entre semejantes, para que —entre otras— la rivalidad con el otro se tramite de otra forma.


·         La pérdida y la ganancia

Fiel a las enseñanzas de Zuleta, el cual era fiel a las enseñanzas de Platón, Ospina recuerda que aprender es perder y no ganar, que la ignorancia no es un vacío sino una llenura. Ahora bien, en los ejemplos que trae a colación, ¡cree que son distintas las razones por las cuales cae la lluvia a las razones por las cuales las nubes permanecen en el aire!, ¡no sabe que la Luna cae hacia la Tierra! ¿También creerá que la razón por la cual un corcho flota en el agua es distinta a la razón por la cual una piedra se hunde? ¡Dice que caer no es una necesidad! ¿Entonces por qué la física postula una ley al respecto? Quiere hacer aparecer como contingente lo que es necesario y viceversa, pero, como de costumbre, una frase de la literatura sella todo con poesía y se nos olvidan los errores: “No soy lo suficientemente joven para saberlo todo”, dice que dijo Wilde. Ahora bien, el asunto no es mostrar que Ospina encarna los errores de la opinión o, incluso, que cuenta los errores que le enseñaron en la escuela: como hemos insistido, nuestro asunto es el de la educación en general, no el de la educación de Ospina. Si bien, como él cita, aprender es perder, de todas maneras esa es una verdad a medias, pues también algo se gana. De ahí que su maestro Zuleta dijera, dos frases más allá de la cita de Platón, que el conocimiento no sólo es tribulación (por la pérdida), sino también felicidad (por lo que se gana). ¿Qué sacaría un profesor solamente con hacer caer en cuenta al estudiante de que creer que la Luna no cae es una opinión falsa? ¿Acaso se trataría de que los estudiantes vuelvan a construir todo el saber desde cero? En ese hiato que se forma al hacer trastabillar la opinión, se puede conformar un núcleo productivo. La posición del profesor está fundamentada en que él sabe algo (y si no, ¿por qué habría que pagarle?). No es cierto que Sócrates nada sepa, porque entonces no podría conducir el diálogo. El maestro tiene que saber, ojalá mucho… pero para animar la discusión, para poder tener elementos y ser oportuno en los momentos de la conversación. Así, no se trataría de despojar a todos de sus errores y dejarlos lamentando su hueco en el saber. El clásico final de los diálogos platónicos, en el que parece que nada se avanzó (“Las cosas bellas son difíciles”), no es específico de la escuela. Hay una suerte de tensión entre los saberes de la cultura y la mayéutica. Los profesores se mueven en ese continuo: desde el dogmático que expele fórmulas de su disciplina (sin importarle conmover la opinión), hasta el socrático que deja a todo el mundo sin piso (sin importarle los aportes del conocimiento). El lugar del profesor es difícil, incluso podría decirse —como lo hace Freud— que es imposible. No podemos, entonces, hacer loas al conocimiento per se, pues la escuela no es un escenario donde se encuentran los expertos en la disciplina; es un lugar donde se buscaría que los aprendices tomen algo como propio y, en consecuencia, comiencen a trabajarlo; es un acompañamiento desde un lugar distinto al del aprendiz. Pero tampoco podemos hacer loas a la inconsistencia de la opinión per se, pues no es un escenario sólo para producir la falta («somos más bien cántaros llenos que habría que vaciar un poco, para que vayamos reemplazando tantas vanas certezas por algunas preguntas provechosas», dice Ospina), sino también para aprovechar el efecto de esa falta en relación con el saber.

En este punto, se pregunta Ospina si un joven estará dispuesto a pagar por un modelo educativo que, en vez de convencerlo de que sabe, lo convenza de que no sabe. Obsérvese que lo trata como a un cliente: ¿te satisface la apariencia del objeto (porque todavía no ha tenido oportunidad de probar); no habría padres de por medio tampoco (inverosímilmente, es el estudiante quien paga)… No obstante, por mucho que la época trate de convencernos —con propósitos de ahorro fiscal y de lógica empresarial— de que la educación es un servicio, de que los estudiantes son clientes… no se trata de una oferta en un mercado libre, sino —¡afortunadamente!— de una imposición cultural. Si la educación estuviera regida por los deseos del cliente… ¡no se llegaría siquiera a que uno más uno es dos, porque de eso el cliente no quiere saber! Lo que quiere el cliente nace en su corazón, sí, pero es que en el corazón de la gente hay puras propagandas.


·         La ciudadanía

Según Ospina hay que abandonar, tanto el “adiestramiento” —así le llama a la acción de «darnos conocimientos y destrezas»—, como la «búsqueda del saber personal o de la destreza personal», para encontrar «el secreto de la armonía social». Bueno, en ese caso ya no sería un secreto, pero creemos que una idea como “armonía social” es un punto de partida parecido a la “llenura” de opiniones reprobada por el autor. ¿No es la condición humana algo distinto a la armonía? ¿No valdría más partir de tal condición para inventar algo? Además, la educación, esa que adiestra (si el humano fuera adiestrable), esa que nos da conocimientos y destrezas (si éstos fueran dables), ¡produce ciudadanos!... de qué tipo, es otra discusión. Pero, claro, es que, según Ospina, un ciudadano se opone al técnico y al operario (ojalá no lo demanden los técnicos y los operarios).


·         La felicidad

Ospina se pregunta «¿dónde se nos forma como seres satisfechos del oficio que realizan?». Le parece que la felicidad es prioritaria para definir la educación. Pero, de seguir con ese estilo de preguntas, ¿no estaremos eliminando la libertad del sujeto? Estaríamos diciendo que todo, ¡incluso la felicidad!, nos lo da la educación. Ospina se debate entre un sujeto de atributos “naturales” y un sujeto sin atributos, llenado por la educación. Si uno se siente satisfecho con el trabajo que realiza, eso tiene que ver con la formación, claro está, pero también con la elección que hizo, con aquello que busca, con la manera como lo hace… asuntos que no resultan de la formación. El lugar donde “nos valoramos” no puede ser otorgado por el otro, porque ese momento es de cada uno. Mal haría la educación si tratara de introducir —a destiempo— una cantinela (que no podrá más que ser moralista, si es que va destinada a todos) sobre este tema.

Para hablar de la felicidad, Ospina trae dos tipos de ejemplo. En primera instancia, sus colegas los artistas: músicos, actores, pintores y escritores. Extraño ejemplo, porque en ese campo no se oye una declaración unánime de felicidad; más bien se oye hablar de la manera cada vez singular como se tramita la infelicidad. Más que nadie, el artista sabe —o intuye, al menos— que la felicidad es la debilidad mental. Y que no se trata de ser felices, sino de trabajar la propia indigencia. Freud decía que no estábamos hechos para la felicidad, pero que era indigno no tratar de conquistarla. Eso es otra cosa. Nadie pensaría que un artista es feliz. Sabemos de sus dolores. Sabemos que a veces el arte es el último recurso que tienen antes de quitarse la vida. De tal manera, ¿qué puede hacer la educación al respecto? La escuela no es el lugar al que vamos para que nos enseñen a ser felices. Cuando asumimos el proceso educativo con esa pretensión, ¡lo degradamos! Por supuesto que eso no quiere decir que es el lugar donde vamos a ser infelices, o donde habría que enrostrar al otro el hecho de estar arrojado al mundo. Se trata de otra cosa. Cada cual tramitará eso con arreglo a la economía de su propio psiquismo.

El otro ejemplo de hombres felices que pone Ospina es el de inventores, jardineros, decoradores, cocineros, e incontables apasionados maestros. Tampoco escapa este grupo —un poco más heterogéneo— a la condición humana, de manera que no tendrían por qué ser más o menos infelices que los demás. Ahora bien, en el caso de los artistas, hablamos de sujetos que escogieron la producción de un objeto singular… y eso no es enseñable. En el segundo caso, hablamos de sujetos que realizan su labor con pasión… algo que tampoco es enseñable, pero que no tiene la restricción del grupo anterior: todos pueden realizar con pasión lo que hacen, desde mandar a intervenir los teléfonos de los políticos que se le oponen, hasta inventar curas para las enfermedades. La pasión, por sí misma, no es elogiable. Ahora bien, no es cierto que por ser un obrero («apéndice de los grandes mecanismos»), se hagan las cosas sin pasión. Tampoco es cierto lo que queda implicado: que quien no es apéndice de los grandes mecanismos sí es un apasionado. El impase del sujeto es estructural, no es un asunto de clase.


·         La oportunidad

Ospina cambia de posición una vez más y, en cierto momento, califica como equivocada la creencia de que el conocimiento se recibe. Ahora bien, ubica ese error como la fuente de que «olvidemos interrogar el mundo a partir de lo que somos, y fundar nuestras expectativas en nuestras propias necesidades». Para poder valorar esta interesante idea, valdría la pena recordar la diferencia entre conocimiento e información. Todo conocimiento es una interrogación del mundo (significado) a partir de lo que somos (condición de posibilidad social y subjetiva); toda postura es una expectativa que alguna relación tiene con las “necesidades”. La información, en cambio, se puede dispensar de estas obligaciones. Una educación que busca —a la manera de los medios— informar, corre el riesgo de que Ospina le diga sus verdades. Pero una educación que —mal que bien— pone al sujeto de cara al conocimiento, no puede más que engancharse en una expectativa propia que hará el resto (¡no todo lo hace la escuela!, no puede… afortunadamente).

Ahora bien, pensar que la educación tiene que ver con las necesidades empobrece el estatuto de las disciplinas: el saber no tiene que ver con la necesidad. Más bien, el saber produce, cualifica, la necesidad. No hay manera de que la Física entre a la escuela como respuesta a las preguntas del sujeto (que, en la ponencia de Ospina, pasan de ser llenura de opiniones a ser el lugar privilegiado donde afincaría la posibilidad de acceder a un conocimiento). Además, que alguien no quiera aprender esa asignatura no es solamente culpa de los profesores, tanto así que entre los compañeros de pupitre del que la odia, pueden salir algunos interesados en ella, en su enseñanza. La Física es «un conjunto de fórmulas abstractas y problemas herméticos», cosa que lamenta Ospina. Otra cosa es la “física escolar”, que es un intento de hacer encontrar ese mundo con el deseo del estudiante, razón por la cual sería bueno que fuera cordial, como quiere Ospina. Pero no podemos olvidar que esa “cordialidad” puede desvirtuar el conocimiento en todos los grados posibles. Mientras en la Física el átomo es un puñado de argumentos (Bachelard), en la escuela puede ser una maqueta de alambre y bolas de icopor. Cordial, pero de espaldas al conocimiento. Las preguntas de un sujeto sobre la vista, el esfuerzo, el movimiento y el espacio (comentario autobiográfico de Ospina) ¡no necesariamente tienen lugar en la física! No son preguntas planteadas físicamente, de manera que pueden tener respuesta en el amor, en la fotografía, en el deporte, en la geografía, en el voyerismo, en el automovilismo…

Si en la escuela se buscara relacionar deliberadamente la psicología y la filosofía (podríamos agregar la literatura) con «las angustias, los miedos y las obsesiones que gobernaron el final de mi adolescencia» (otro comentario autobiográfico de Ospina), ¿cómo saber que los estudiantes le van a parar bolas? ¿No es esa una nostalgia actual del adulto que mira hacia atrás? ¿Están en ese momento los muchachos esperando respuestas de tipo filosófico o psicológico? Cada sujeto elige los elementos que le habrán de servir para procesar sus angustias, miedos y obsesiones. Incluso puede elegirlos sin mucha deliberación para que lo trabajen lentamente desde adentro. La escuela aporta elementos valiosísimos para procesar los momentos (no sólo ése) de la vida, pero en la medida en que no lo hace para eso. Hay dispositivos sociales que sí buscan eso deliberadamente, con mayor o menor fortuna. Pero por eso son distintos a la escuela. La escuela no es un dispensario de salud mental, aunque cada uno pueda tomar de ahí paliativos para sus penas, respuestas a sus preguntas, ejemplos de sus expectativas. En cualquier caso, como no es algo universalizable, no puede ser un objetivo suyo.

Cierre

 

Al final, Ospina nos vuelve a sorprender con otro viraje: trae a cuento la condición humana («el ser humano es el único capaz de aprender y sobre todo el único capaz de inventar cosas distintas») para recordarnos que un filósofo dijo: “perecerás por tus virtudes”. Y trae a cuento la condición social para preguntar, de un lado, si la pobreza, la violencia, la corrupción y la degradación ambiental no son prueba del éxito de la educación, más que de su fracaso; y, de otro lado, si ambición, competitividad, lujo, derroche, expolio, consumismo, ceguera de la ciencia, indiferencia y prisa… están siendo criticados o fortalecidos por la educación. Pasa, entonces, de una educación por fuera de cualquier condición social o humana, a una educación que negocia, perpetúa la desigualdad, profesionaliza y no cumple ni siquiera lo que se propone. El modelo educativo estaría definido (parafraseando a Ospina) por un modelo de desarrollo basado en una productividad que no da empleo, en una rentabilidad que no elimina la miseria, y en una transformación del mundo que nos hace vivir en la sordidez.

Sin embargo, vuelve a desdecirse —una vez más—, pues se pregunta, de un lado, «¿Cómo convertir la educación en un camino hacia la plenitud de los individuos y de las comunidades?»; pero, si hemos de creer en la condición humana y en la determinación social de la educación que él mismo enarboló, la pregunta no tiene sentido: no hay plenitud ni de individuos ni de comunidades. Y, de otro lado, se pregunta: ¿qué pasaría si nos demuestran que el modelo de desarrollo tiene que empezar a ser el equilibrio y la conservación del mundo? Pone a volar su imaginación y cree idear grandes paradigmas para dentro de cincuenta años: la creación, el afecto, la conservación, las tradiciones, la austeridad; y lo más extraño es que tales cambios serían determinados por las limitaciones materiales, la escasez de proteína animal, la estrechez, la evidencia del poder destructor de la tecnología, el miedo. Pero, ¿acaso el “modelo de desarrollo” que tenemos se produjo porque nos lo demostraron? Tal vez habría que pensar que se impuso, con algunas demostraciones (pertinentes o no), pero también con la fuerza y la costumbre, con nuestra aquiescencia. ¿Cuántas veces no nos han expuesto las bondades de cuidar la naturaleza? Pero, ¿acaso el capitalismo es una racionalidad que decide por el mejor argumento? Los paradigmas que inventa Ospina han estado presentes en toda sociedad, pero con el sentido que cada sociedad les da. Y nunca han sido las limitaciones materiales las que han determinado las posiciones de las distintas culturas y las distintas sociedades frente a la naturaleza, al trabajo, a los sujetos, al afecto, a las tradiciones. El mundo humano es creado por los humanos.

Tenemos la educación que la sociedad hace posible, gracias a que nuestros actos (en posición de estudiantes, de maestros, de autoridades educativas, de ciudadanos interesados en el asunto, de investigadores…) legitiman esa posibilidad. ¿Dónde podría nacer el germen que transforme lo que queremos transformar?... suponiendo que lo queramos transformar, cosa que se sabría en nuestros actos de consumo y participación, no en nuestras declaraciones de buena voluntad. Es una pregunta que compartimos con Ospina, pero cuya respuesta no es nada fácil.


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Puede consultarse en http://www.metas2021.org/congreso/ospina.htm

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