El don del escritor
Por numerosas vías, nos llega la intervención mencionada: desde las noticias hasta los amigos que luego de leerla sienten necesidad de compartirla. Cuando fue nuestro turno, también sentimos gusto, también quisimos que otros lo leyeran. No es extraño que uno quiera volver a degustar la poética de Ospina, pues, como es costumbre, su erudición y, sobre todo, su impecable escritura, nos dejan atónitos. Así pasa con la literatura: es corriente que queramos volver a leer un poema, un cuento o una novela… Privilegio del que no necesariamente gozan otros géneros; y es que Ospina no deja de ser poético cuando pasa al ensayo. No en vano, algunos plantean que el ensayo tiene un lugar entre la literatura y la teoría. En esto, Ospina es como su maestro Borges: su tratamiento del lenguaje no depende del género, ni del medio en el que se divulgue, ni del tema; es más bien una posición frente al lenguaje. Ahora bien, ¿en qué consiste ese don del escritor? Freud se hacía idéntica pregunta, durante un evento literario al que fue invitado a hacer una intervención que tituló El creador literario y el fantaseo. (El poeta y la fantasía, según otra traducción). Entre tantas cosas interesantes que allí plantea, dice que la belleza que el artista imprime a la materia de su labor —en este caso: el lenguaje— es el recubrimiento dulce de la píldora, aquel que nos permite deglutir el componente activo, éste sí amargo. Entonces, en calidad de investigadores sobre la educación, que nos toca leer un poco más despacio, que nos toca releer, nos preguntamos: ¿qué subyace al entonado acento de nuestro escritor?
La época de la información
Ospina
inicia su conferencia comentando una anécdota a propósito de un tema que todos
podríamos ilustrar con otra anécdota presenciada o escuchada: los jóvenes
actuales frente a ciertos datos. Jóvenes ingleses que no creen en la existencia
de Churchill, norteamericanos para los que Beethoven es un perro y Miguel Ángel
un virus informático, colombianos para los que el hombre no ha llegado a la
Luna. Señala la paradoja de que estos hechos se presentan en el momento en que
la humanidad nunca estuvo tan bien informada. Pero aquí ya comenzamos a dudar:
¿estamos en realidad en ese momento? Para responder afirmativamente, como lo
haría todo el mundo, como lo hace la época, tendríamos que pensar que el asunto
de la información está ligado a su cantidad y a la velocidad de su transmisión.
Pero, ¿no había dicho “bien” informados? Aquí, como es costumbre de la época,
confundimos calidad con cantidad. ¡No estamos mejor informados! Hay más
información… estamos tentados a decir que sí, pero ¿acaso eso no tiene que ver
con la capacidad —incluso la posibilidad— de procesarla? Podría pensarse
que no es culpa de la información el que no seamos capaces de procesarla. Cada
minuto se suben a Youtube 35 horas de video. Y mientras la capacidad de una
persona para verlos está restringida por el tiempo de su vida y por sus
capacidades, la información crece en función exponencial, de manera que, si lo
vemos proporcionalmente, estamos en la época en que menos información podemos
procesar de entre aquella que está disponible. Y este abismo crece sin
cesar. Sólo hay manera de enterarse de un mínimo porcentaje de lo que hay
escrito, porcentaje que disminuye de forma constante. Así como el muchacho
inglés no sabe de Churchill, cualquiera de nosotros ignora miles de millones de
asuntos sobre los que se está produciendo información en infinidad de fuentes. Y
si se habla de “información”, sin más, ¿por qué una tendría que ser más
relevante que otra? Si alguien puede pensar el exabrupto histórico de una época
“oscurantista” en función de la poca información circulante, podríamos también
hacer una necia caracterización de la nuestra como un “neo-oscurantismo”, dada
la imposibilidad de aprehender una porción significativa de la información
disponible (que aumenta exponencialmente).
Con todo,
la educación nunca ha sido un asunto meramente informativo. La
información fluye en el campo educativo (nos referiremos, por estrechez de
espacio, a la escuela que conocemos desde hace un par de siglos), pero éste no
se define por aquélla. Por ahora, digamos que la escuela se ha constituido sobre
la base de una selección de la información, que se transforma para
hacerla entrar a ese contexto; y esto cambia el panorama. Ospina dice: «En
nuestro tiempo recibimos día y noche altas y sofisticadas dosis de información y
de conocimiento». Nótese cómo agrega “conocimiento”. Y ahí el problema se
duplica: ¿es posible “dar” y “recibir” conocimiento? Poner la información y el
conocimiento en el mismo plano es una operación que merecería una explicación. Y
no habría problema en considerar sinónimos los dos términos (al menos en ese
contexto), salvo que ese malabar convertiría la escuela en un medio de
comunicación. En realidad, ni siquiera recibimos día y noche altas y
sofisticadas dosis de información… pues la información no se “recibe”… y menos
el conocimiento. ¿Podemos caracterizar lo que hace la TV como “entrega de
información y conocimiento”? ¿Acaso no se selecciona lo dicho?, ¿no se
dosifica?, ¿no se ubica en una escena? Pongamos un ejemplo: en promedio,
diariamente matan en Córdoba una persona ligada a procesos de recuperación de
tierras (51 asesinatos en los primeros 60 días del 2011); en una triste ocasión,
en la misma zona mataron a dos estudiantes de la Universidad de los Andes. Pues
bien, algunos de los primeros logran una pequeña reseña en páginas interiores, e
indiferencia generalizada; mientras los segundos ganan primera plana e
indignación nacional (para no hablar del tema de las recompensas que se ofrecen
en cada caso). Esta manera como se presentan las dos noticias, ¿se puede agotar
en la idea de “dar información”?
«Ver la
televisión es asistir a una suerte de aula luminosa donde se nos trasmiten sin
cesar toda suerte de datos sobre historia y geografía, ciencias naturales y
tradiciones culturales». Aula luminosa, hermosa imagen. Claro que entre
la televisión y el aula hay una pequeña diferencia que ubica a la primera en la
posición de medio masivo, y a la segunda en la posición de dispositivo
educativo. Una vieja terminología (pues ya el Ministerio de Educación Nacional
la cambió) hacía la diferencia: la primera era educación informal, la
segunda era educación formal. En el aula hay encuentro humano a propósito
del saber. Con la TV no hay encuentro y la “sintonía” no se da a propósito del
saber. En el aula —al menos hasta ahora— no se pasan mensajes comerciales. En
los medios se habla, como percibe Ospina, de historia y geografía, ciencias
naturales y tradiciones culturales. Es cierto, pero ¿con qué sentido? Podríamos
decir, usando sus palabras, con sentido luminoso, es decir:
ornamental.
De otro
lado, tal como habla Ospina, parece que la historia fuera una sola,
independientemente de quién y cómo se refiera a ella. Las anécdotas que traía a
cuento parecen ser de la lógica de los programas de concurso: “Por diez millones
de pesos: ¿existió Churchill?”, “Por un carro último modelo: ¿fueron los hombres
a la Luna?”. Queda claro para qué es la información que dispensa la TV. Claro
que alguien podría decir que eso no es muy distinto al siguiente escenario: “Por
un paso al próximo curso: ¿existió Churchill?”… y muy posiblemente la escuela
quiera parecerse a ese medio de comunicación, pero cuando se pliegue
completamente a él, lo hará a costa de su especificidad. La TV dice que
Churchill existió, la escuela también. Pero mientras la TV sigue —se caracteriza
por no poder dejar vacíos—, el maestro trata de ubicar eso en una línea de
formación, es responsable de que el otro entienda, intenta poner ese “dato” en
una secuencia argumentativa que tiene un vínculo, un antes y un después, unas
relaciones con el conjunto de la propuesta educativa. Puede esperar, mientras
guarda silencio. No lo decimos como un ideal, pues son los asuntos que enfrenta
el docente a quien le pagan para que, regido por una serie de consideraciones
oficiales, se encuentre con unos aprendices, en el contexto escolar y haga
determinadas cosas. No es que (necesariamente) funcione bien, sino que es
distinto a los medios. Un programa sobre “tradiciones culturales” sale de
circulación si le falta rating; pero no deja de haber currículo y plan de
estudios, no obstante la falta de interés por parte de los estudiantes. Para
hacer un programa sobre Churchill en la TV, se cuenta con los archivos de fotos
y video, se puede entrevistar a un par de personalidades que lo conocieron. Pero
la historia como disciplina no se puede representar en imágenes ni anida
dispersa en las opiniones.
Para
contrastar el entretenimiento adosado a los medios, con la frivolidad y la
ignorancia actual, Ospina cita a su maestro Zuleta, cuando hablaba de nuestra
época como provista de gran racionalidad en el detalle, pero con una pasmosa
irracionalidad de conjunto: de un lado, «podemos saberlo todo de cómo se
construyó la presa de las tres gargantas en China, de cómo se hace el acero que
sostiene los rascacielos de Chicago», etc. y, de otro lado, tenemos unas
muchedumbres «pasivamente sujetas a las manipulaciones de la información». Esta
crítica a la “manipulación” por parte de la información cumple ya varias
décadas. Desde entonces, se han introducido otras variables que nos interesan en
función del asunto de la educación (no es para decir que Ospina sabe que los
hombres fueron a la Luna, pero que no sabe que existe la teoría de las
mediaciones). En primera instancia, ¿qué es la información para que la podamos
poner de sujeto de la frase “la información manipula a las muchedumbres”?
Además, información es un sustantivo (de ahí que se pueda poner como
sujeto) que condensa muchas cosas; en cambio, informar, en tanto verbo,
necesita un sujeto para su conjugación: ¿quién manipula con la información? De
otro lado, ¿qué es la muchedumbre para que podamos predicar de ella que es
“manipulable”?; y los agentes de la manipulación, ¿por qué escaparían ellos
mismos a esa propiedad de manipulables? Pasivamente sujetas, dice Ospina... es
como si no decidieran, como si su relación con la información no estuviera
mediada por una serie de asuntos como, por ejemplo, la satisfacción, las maneras
de ser sujeto en la época. Mientras Ospina ve muchedumbres pasivamente sujetas,
a diario están quebrando infinidad de negocios, están fracasando infinidad de
ofertas… precisamente por no tener la capacidad de cautivar a esa muchedumbre
que, en consecuencia, habría que considerar como activamente sujeta. Y,
de nuevo, esto nos interesa desde el punto de vista de la educación, porque la
escuela es un aparato que va en sentido distinto a la idea de “cautivar
muchedumbres”. Y esto no quiere decir que muchos allí no lo intenten (de ahí el
éxito del Power Point en medios escolares, denominación actual de la antigua
“motivación”), sino que la especificidad del dispositivo produce el efecto de
frenar al sujeto y proponerle un camino para construir un deseo en relación con
el saber. A los medios, en cambio, no les interesa frenar a nadie; al contrario:
les interesa que el desenfreno se encauce por la vía de los productos promovidos
por sus patrocinadores. En la medida en que la escuela coincida con tales
intereses (como parece estar sucediendo en ciertos contextos), dejará de ser
escuela y se convertirá en otra cosa.
En una
época del espectáculo y de la novedad, dice Ospina, nos perdemos del «océano de
memoria acumulada», del «depósito universal de conocimiento». Esta bonita
objeción, no obstante, se encuentra planteada en los mismos términos de lo que
se quiere objetar: se dice que ese depósito, ese océano, está «al alcance de los
dedos y de los ojos», que «casi cualquier dato es accesible». Tal vez por hacer
una metonimia, se cuela una imprecisión que —insistimos— resulta relevante
cuando pensamos en la educación. Con los dedos se manipula un teclado y con los
ojos se ve una TV o el monitor de un computador; pero eso no es
conocimiento. Con los dedos también se pasan las páginas y con los ojos
se ven las letras impresas en un libro; pero eso tampoco es conocimiento.
Antes de que hubiera computadores, en la época de las grandes bibliotecas (que
todavía no ha pasado), ya era una monstruosidad pretender que alguien podría
tener acceso a toda esa “información”. La escuela, como dijimos, nunca pretendió
enseñarlo todo, sino aquello que la época consideró digno, dosificado de acuerdo
con el nivel de desarrollo de los aprendices. Por eso no conocimos al Newton
esotérico, sino al Newton físico; por eso la filosofía de nuestras escuelas fue
casi solamente europea. De manera que la nueva época no desafía la educación por
cantidad de información (que siempre nos ha desbordado), sino por
reposicionamiento de sus agentes. Los maestros fueron informados alguna vez,
pero aun así su labor fue la de operar con criterios delante de otros. La
información de hoy (desde que sea inalcanzable, ¿qué más da que sea de esta o de
aquella dimensión?) no es un desafío especial. De manera que hoy la información
no es más voluble, ni el conocimiento más frágil, ni la sabiduría más dudosa…
como pulcramente articula Ospina. El estatuto de la información no cambia si se
empuña un garrote o un mouse. Las vicisitudes del conocer no hacen diferencias
de momento. La sabiduría no distingue entre si se es vigilante del Tao o del
Ser. Partir de cierta consideración sobre lo que es el hombre nos permite, tal
como quisiera Ospina mismo, pensar que ‘información’, ‘conocimiento’ y
‘sabiduría’ no estén sometidos a la novedad, no tengan fecha de vencimiento…
como nos quieren hacer creer quienes piensan que la condición humana es lo que
hoy está de moda y, de paso, venden unos cuantos aparatos o información para
esos aparatos.
A partir
de cierto momento, en su disertación Ospina diferencia entre conocimiento e
información, incluso los opone, siendo que los había considerado casi sinónimos.
Pero, si nos interesa el asunto de la educación en Colombia, no podemos
igualarlos ni oponerlos. Así mismo, opone el saber a los rumores (obsérvese el
paso de la neutral ‘información’ al maléfico ‘rumor’), con lo que ahora
tendríamos rumor en los medios y saber en la escuela. Pero, de nuevo, en
relación con la educación, no podemos hacerlos sinónimos, pero tampoco
antónimos.
Puesta en intriga y condición
humana
Ospina
dice bellamente que los medios tejen sobre el mundo «la telaraña de lo
infausto», «la red fosforescente de las desdichas». O sea, lo funesto del lado
de los medios, lo bueno del lado de no se sabe qué buen corazón. Pero, ¿no son
seres como cualesquier otros los que producen la información de esa manera? (cf.
la idea de banalidad del mal en Hannah Arendt). Si la vida nos pusiera
como responsables de un medio de comunicación, ¿no intentaríamos hacer algo
parecido, so pena de fracasar? Podemos quejarnos, como hace Ospina, de que la
vida apacible no produzca noticia y sí “lo malo”… pero, ¿qué tal que eso sea
inherente a la condición narrativa del humano?; ¿no se trata de la puesta en
intriga de la que habló Aristóteles en su Poética? Si los humanos
sólo contaran lo “bueno”, ¡no habríamos tenido tragedia griega! Tal vez William
olvidó eso, pues él estaría de acuerdo con que el mundo no sería igual sin
Sófocles. Además, Ospina conoce a Marx y sabe que el autor de El Capital
planteó que el consumo produce la producción. Si se informa “lo malo” (no es del
todo cierto, pero aun así), es porque estamos sedientos de drama. ¿Por qué pasar
una y otra vez la imagen de Hillary Clinton cayéndose al subir al avión?, ¿por
qué lo continúan viendo 50.000 personas en Youtube?, ¿cómo nos obligan los
medios a ser interpelados por ese evento? Tal vez sea menos impreciso pensar que
los medios nos conocen lo suficiente como para saber que estaremos ahí cuando se
repita esa secuencia en las noticias. Repetir durante toda una mañana la caída
de las Torres del World Trade Center, que apenas dura unos minutos, no es un
recurso pedagógico para entender mejor, es una sabiduría sobre los apetitos
humanos. Pese a caracterizar nuestra época como la que más acumula evidencias
atroces sobre la condición humana, al oponer el crimen a lo “normal”, Ospina
idealiza la especificidad humana, sugiere pensarla por fuera de cualquier
consideración política, social, psicológica, histórica, antropológica… y esa
idealización no estaría mal si fuera inocua, pero resulta que es la fuente de
inspiración de los totalitarismos, como nos enseñó Zuleta, maestro de Ospina, en
un texto que lleva por nombre justamente Acerca de la idealización en la vida
personal y colectiva; el problema de la idealización —dice Zuleta— no es que
no pueda lograrse, sino que se convierte en una manera segregativa de obrar: la
“raza pura” es una idealización, es una idea tonta, pero en su nombre se ha
practicado la barbarie… y eso ya no es una idealización, ya no es una
tontería.
Ospina
concibe una hermosa metáfora para describir los medios: un millón de ojos de
mosca zumbando desvelados sobre las cosas... Hermosa y sugerente de verdades
duras: moscas sucias, un zumbido enloquecedor, seres desvelados en su goce de la
mirada. Cuando fue más allá de la idea de información, obtuvo un excelente
retrato de la época, pues aparecen unos intereses: cámaras por todas partes,
aparatos que no descansan, un ojo gigantesco que nos vigila… y nosotros, como
moscas carroñeras, consumiendo basura. Porque no olvidemos que de esas cámaras
—y, sobre todo: de su lógica— proviene gran parte de los videos que alimentan
los consumos de mayor sintonía; de esas miradas provienen nuestras
clasificaciones de lo que debemos odiar y de lo que debemos amar; sospechamos de
todos y todos sospechan de nosotros; ahora cada portador de un celular con
cámara (y, ¿por qué no al revés?) es un reportero en potencia (“en el
cazanoticias de RCN, el reportero es usted. Denuncie, no se quede callado”).
Pues bien, la escuela no escapa a ese procedimiento: muchas evaluaciones masivas
a lo largo del periodo escolar representan ese ojo avizor; innumerables formatos
hacen las veces de ese zumbido enloquecedor; ciertas instituciones gozan de
vigilarnos, el expresidente Uribe intentó hacer un sistema de delación interna
en las instituciones educativas… Pero la metáfora —lúcida para condensar los
medios— es insuficiente para hacerlo con la escuela: ¿cómo se produce allí el
deseo de ser biólogo, de ser filósofo?, ¿cómo nace en su seno la pasión por
escribir o por operar con símbolos matemáticos? Acá la idea no es menos
apocalíptica, pero no tenemos el ars poetica de Ospina para embellecerla:
nuestras mejores virtudes se producen en el terreno de nuestras peores
disposiciones, como decía Freud (que fue premio Goethe de
literatura).
Pero
volvamos sobre la idea de totalidad, expresada en sintagmas como “océano de
memoria acumulada”, “depósito de memoria universal”… o en la creencia de que los
medios permiten saberlo todo acerca de la represa china o del acero
estadounidense. Ospina quiere que esa totalidad «sea algo más que una sentina de
desperdicios». Ahora bien, ¿es de cara a una totalidad —tanto o más apabullante
que aquel ojo avizor del que nos hablaba— que se puede construir algo relativo
al saber? Oigamos al narrador de Tiempos difíciles de Dickens: “Si
hubiese aprendido algunas cosas menos, habría estado en situación de enseñar
muchas cosas más de una manera infinitamente mejor”. O sea, no es a nombre de un
Todo sin fisuras (“que no sea una sentina”) como se produce una relación con el
saber… es más bien a nombre de una falta. Nuestro Gran Hermano Google,
más que deseo de saber, produce angustia. Y no es cierto que canales como
National Geographic, Discovery, History, etc., lo digan todo acerca de
algo. ¡Nos quedaría sobrando, entre otras, la literatura!... y como hay
literatura, inferimos que la falta la tenemos pegada a nuestro
ser.
Algunas características de la educación
·
El
criterio
Tal como
plantea Ospina, no basta la información: se requieren criterios. Era lo que
decía Kant de la educación: que aportaba criterios, no sólo información
(la información es más falible que los criterios, pues está más ligada a la
época). Los medios de información lo menos que intentan producir es
criterios; lo que les interesa es que el sujeto se asuma como consumidor. La
escuela, en ese sentido, es lo contrario de un medio: busca aportar criterio
(cualquiera sea, no es el momento de juzgarlo) para ponderar la información,
para seleccionarla. Y eso sólo se da en el marco del encuentro humano... porque
tener criterio es un efecto de las relaciones humanas, no una información
otorgada por un profesor (o por algún medio). La velocidad de transmisión de la
información no modifica en lo más mínimo la temporalidad propia de la producción
de un criterio. Preguntémonos por qué ha resultado infructuoso anteponer a la
emisión de los medios la aplicación de unos criterios exteriores a su propia
lógica… El Estado colombiano mandó a bloquear los teléfonos celulares en las
cárceles, en atención a la cantidad de delitos que se cometen desde allí, con
ayuda de estos aparatos. Sin embargo, ¡tuvo que echar para atrás la medida, a
causa de las quejas de los usuarios! Más que la seguridad del ciudadano, la
época busca la satisfacción del cliente.
·
El
ejemplo
Con el propósito de no
descargar el peso de la educación sólo en el sistema escolar, sino también en la
familia, los medios y los dirigentes sociales, Ospina ilustra —con el caso de
los gobernantes romanos— el peso pedagógico de la política sobre la sociedad.
Por lo que plantea, debemos suponer que los romanos fueron pérfidos durante el
mandato de Tiberio, crueles cuando gobernó Calígula, cobardes con Claudio,
narcisistas con Nerón, avaros con Galba, vanidosos con Otón, gulosos con
Vitelio, moderados con Nerva, justos con Trajano, tolerantes con Adriano, buenos
con Antonino Pío y sabios con Marco Aurelio… Justo sería, entonces, buscar un
tirano con los atributos que la educación busca producir en los estudiantes y,
automáticamente, la gente los adquiriría… ¡nos ahorraríamos todo el proceso
educativo! Pero todo tirano ha creído ser el epítome de las virtudes… incluso
Hitler lo era: fue un héroe de guerra condecorado, vegetariano, no fumaba, sólo
ocasionalmente se tomaba una cerveza y nunca tuvo enredos extramatrimoniales.
Entonces, ¿quién podría decidir en su momento sobre esta materia? Planteamientos
totalitarios han tenido esa inspiración y la han tramitado con una salida de su
mismo peculio: la sociedad perfecta pensada por El Filósofo no puede ser
gobernada más que por él mismo. La historia reciente de Colombia tiene la amarga
experiencia de un gobierno ejercido por alguien con una mente superior... al
menos según un abogado,
ex militante de Firmes y profesor de la Universidad de los Andes.
Con el
ejemplo de Roma, lo de “pasivamente sujeta” de la muchedumbre no parece ser
entonces un asunto de la época actual, como le habíamos entendido a Ospina, sino
una condición humana. También dijo, al pintar a cada César, que «en cada ser
humano prima siempre un carácter». Pero, entonces, ese axioma como de horóscopo,
¿sólo funciona para los césares y no para aquellos que conforman las masas?
Según Ospina, se aprende del ejemplo: «En nuestro tiempo el poder del ejemplo lo
tienen los medios de comunicación: son ellos los que crean y destruyen modelos
de conducta». Pero, tal vez el aprendizaje es más complejo que eso, tal vez el
ser humano es más que un espejo. ¿Por qué no pensar que el pretendido modelo a
imitar puede ser un expediente mediante el cual el sujeto enmascara su
responsabilidad? ¿Por qué no pensar en la idea de identificación, dada la
cual no es posible esgrimir el vector moralista de “dar buen ejemplo”, sino que
tocaría pensar en una falta de ser del humano, que lo llevaría a volcarse en la
imagen de otro? Ospina opone dos pasarelas: una en la que desfilan Whitman
(cordialidad), Leonardo (universalidad), Borges (perplejidad), Wilde (claridad),
Picasso (pasión), Michon (respeto)… y otra donde desfilan astucia,
extravagancia, fama y opulencia. Fácil tomar partido. Pero, ¿por qué en lugar de
ir a conseguir esas indiscutibles bondades, somos tan torpes y caemos en el
deslumbramiento, la fascinación y el sometimiento? ¿Por qué en lugar de ir a
someterse a la complejidad de leer a esos autores (y encontrar los atributos que
encontró Ospina), cogemos el camino fácil de preferir la fuerza a la lucidez, la
ostentación a la austeridad, la suerte a la disciplina, como él
señala?
De otra
parte, si se tratara de tomar ejemplo, ¿por qué escoger la perplejidad de Borges
y no su miedo a la mujer?, ¿por qué escoger la universalidad de Leonardo y no su
procrastinación?, ¿por qué escoger la pasión de Picasso y no su avaricia? Es que
la gente no se divide, como en la pasarela de Ospina y en los canales de la
televisión por cable, en buena y mala. Si bien Wilde disponía, como dice Ospina,
de una “elegante claridad de pensamiento”, también era alguien dispuesto —según
reconoce él mismo— a hacerse tratar del otro como una
cosa.
·
El
lucro
A Ospina
no le gusta que las cosas estén «demasiado gobernadas por el lucro».
Ahora bien, cuando entra el lucro (aunque “no demasiado”), ¿cómo ponerle
límites? Esa perspectiva se está tomando la educación, a nombre de la eficacia y
la eficiencia. Si se acepta una cosa —un poco de lucro— se nos cuele la otra:
poner toda la educación en una lógica que, como señala Ospina, no tiene
inconveniente en ofrecernos cosas «que atenten contra nuestra inteligencia si el
negocio se salva con ellas». El asunto es que en la educación más soñada hay
cosas que atentan contra la inteligencia (con el tiempo, pocas ideas
escapan a este dictamen) y en la educación más privatizada hay cosas que
estimulan (por decir algo) la inteligencia. Es que el asunto educativo no se
juega en el porcentaje en que se haya tomado partido por el lucro, sino en la
naturaleza del encuentro del docente con sus estudiantes; de qué van
dotados a ese encuentro, por supuesto que es algo en lo que tiene que ver la
época, pero, ¿en qué medida?
Y como la inteligencia está supeditada al negocio, Ospina vuelve a tener un sueño totalitario: «Tendría que haber alguna instancia que nos ayude a escoger con criterio y con responsabilidad». Todos los caminos conducen a una autoridad, por fuera de época, con el único interés de que todo salga bien. Pero esa instancia no existe… tanto así, que unos creen que esa instancia es el Ministerio de Educación, otros creen que es la UNESCO, otros creen que es el sindicato de maestros, otros creen que es algún representante del humanismo o un dictador… Ospina, un tanto de manera contradictoria, aterriza su sueño totalitario en la escuela, o sea, se va al otro extremo: «es entonces cuando nos volvemos hacia el sistema escolar con la esperanza de que sea allí donde actúan las fuerzas que nos ayudarán a resistir esta mala fiebre de información irresponsable, de conocimiento indigesto, de alimentos onerosos, de pasatiempos dañinos». Esas listas caóticas, al estilo Borges, son muy poéticas, muy reconfortantes. Pero en la escuela no está toda la solución… allí no están solamente los buenos: ¿qué tendría la escuela para no albergar también a gente que promueva la fiebre, la indigestión, lo oneroso y lo dañino? Si bien la educación se juega en el día a día del docente con sus estudiantes, hay unas condiciones de posibilidad para ese encuentro; hay una época que apuesta en ese contexto; hay unos referentes que circulan a manera de telón de fondo. Y hay un maestro, que tiene una relación específica con el saber, que responde a ese tinglado, produciendo una determinada relación entre los sujetos, entre los sujetos y el saber… asunto que va a ser acogido por las condiciones dadas, con efecto retroactivo sobre su propio acto. Así no sea de la manera como decimos, no deja de ser complejo, no responde a la escena del bien contra el mal.
·
La
verdad
Para
Ospina, la copia en los exámenes se facilita cuando todos tienen que dar la
misma respuesta, y esto es posible bajo una uniformización del saber: un
producto igual para todos. Tal vez en esta apreciación se ponen en relación
causal asuntos que van por caminos distintos: de un lado, el proceso que conduce
a un conocimiento con pretensiones de universalidad; y, de otro, la decisión de
hacer fraude. Compartir no es un fraude; fraude es actuar conforme a lo que ha
sido prohibido (no juzgamos la legitimidad de la prohibición, sino que
verificamos su explicitación). Por el camino que plantea Ospina, terminaríamos
disculpando todo delito, pues su punibilidad está condicionada por un principio
universal: la ley para todos. Y por supuesto que hay atenuantes y agravantes,
pero se parte de un principio general. Todos los que toman una decisión
han tenido la oportunidad de hacerlo bajo su responsabilidad, contando con sus
propias herramientas, usando de la cultura lo que es legítimo en ese caso, etc.;
pero también es posible que decidan tomar el sesgo de la trampa, de la
transgresión, del robo a las ideas de otros. No es cierto que la condición
universal justifique la transgresión. Ciertamente, más vale enseñar
procedimientos y maneras de razonar; pero eso no se opone a enseñar
respuestas que puedan ser copiadas.
Ahora
bien, Ospina liga esto con el asunto de la verdad: dice que un producto igual
para todos sólo vale para lo que llama extrañamente “ciencias cuantitativas”. Y
pone un ejemplo: uno y uno deben ser dos, y la suma de los ángulos interiores de
un triángulo debe ser igual a dos rectos en cualquier lugar de la galaxia. Aquí
de nuevo hay una serie de imprecisiones: no hay una verdad eterna en las
ciencias (tampoco en las matemáticas). Justamente su ejemplo de verdad
inmortal es uno de los que sirvió para objetar esa inmortalidad: la suma de los
ángulos internos de un triángulo no es 180° cuando las distancias son muy
grandes. Hay geometrías —de uso regular en la física moderna— para las
que esa suma siempre excede los dos rectos. No obstante, no se trata de un “todo
vale”: hay comunidades científicas para las que los enunciados tienen una
validez relativa a los medios posibles, a lo pensable, a lo que es defendible.
De manera que a nombre de ese falso espacio de las verdades eternas, no se puede
construir otro de verdades a medias. Tan riguroso como puede ser el
funcionamiento de un concepto en la física, se espera que lo sea en ciencias
sociales. Y el tiempo se encargará, en todos los casos, de exigir ajustes y
transformaciones.
Según
Ospina, se pueden «Contrariar imaginativamente esas verdades». Tal vez aquí la
idea de imaginación se utilice por oposición a lo que genera tales verdades.
Pero resulta que han sido contrariadas (Bachelard diría, más bien,
ampliadas) por el mismo rigor que las produjo, sin introducir una
“imaginación” externa, “pedagógica”. La mera imaginación no es capaz de
contrariar nada; se necesita que esté unida a otras “facultades”.
Afortunadamente, hay períodos en los que podemos afirmar algo; y
afortunadamente hay maneras de cambiar esas afirmaciones. Y ellas siempre serán
universales, aunque con el tiempo —paradójicamente— se rehagan. No se podrían
utilizar si anteponemos la idea de que son relativas. Cualquier asunto
sucumbiría automáticamente si usa esa idea como base. El mismo Ospina aspira a
tener razón con las ideas que expuso en el Congreso Iberoamericano de
Educación. Si fuera relativo, daría lo mismo no haberlo dicho. Así sea en
tono —o con nombre— interrogativo, hay afirmaciones que aspiran a una
universal comunicabilidad, a una cierta
validez.
¡Qué
empobrecimiento podemos causar al conocimiento con la pretensión de hacer caber
otras cosas, soslayando tal vez que ellas tendrían cabida siempre y cuando sean
consistentes! Por ejemplo, dice Ospina que la tesis elemental de que uno
es igual a uno sólo funciona en lo abstracto, y pone como ejemplo que
sólo en abstracto una mesa es igual a otra. No sabemos si Ospina está denostando
de lo abstracto. En caso afirmativo, estamos en la obligación de informarle que
cuando dijo “sólo en abstracto una mesa es igual a otra” no introdujo ninguna
mesa y la frase fue abstracta, así como todas las palabras que usó. La
denuncia del caos lo ejemplifica, dice Borges. También estamos en la
obligación de decirle que su poesía —como toda poesía— se debate en el terreno
de la escritura y no en el de la denominación de lo concreto. Y, por último, que
no habría podido ir a Argentina a sustentar su ponencia si no hubiera sido por
las abstracciones que se ponen en juego para poder construir concreciones
como el avión en el que viajó.
Su
concepto de que no hay el mismo grado de verdad cuando pasamos de lo
general a lo particular es, por decir lo menos, extraño. Sobre todo cuando se
ejemplifica con la idea de que las verdades de la estadística no pueden eclipsar
las verdades de la psicología o de la estética. ¿Qué entiende por “grado de
verdad”? ¿Son acaso los mismos objetos de investigación el de la
estadística y el de la psicología? ¿Tiene verdades la estética? Otra cosa
es la diferencia que se hace desde Aristóteles entre universal, particular y
singular. Oigamos lo que dice el estagirita: «en lo que respecta a los
géneros y a las especies, no me meteré a indagar si existen en sí mismos, o si
sólo existen como puras nociones del espíritu; y, admitiendo que existen por sí
mismos, si son corporales o incorporales; y, en fin, si están
separados, o si sólo existen en las cosas sensibles de que se componen». Él sabe
de qué verdad se trata. Un sujeto es distinto a otro a escala de la
singularidad, y no porque eso sea importante, como dice Ospina, sino
porque cada sujeto es una excepción a la especie. En cambio, cuando los
podemos comparar, cuando los podemos hacer parte de, entonces son
particulares, es decir, con rasgos que les permiten pertenecer a un conjunto. Y
los conjuntos no son abstractos, no son menos concretos que la singularidad…
pero constituyen otro nivel de análisis. La idea según la cual «Un hombre debe
ser igual a otro hombre en las oportunidades y en los derechos, pero también es
importante que sea distinto», no permite entender de qué se trata la cantidad
del juicio (universal-particular-singular), ni permite conversar
(pues, al enunciar un deber-ser, se constituye un lugar de enunciación se
superioridad moral, no de diálogo).
Decir que
la aritmética tiene verdades simples y la estadística tiene
verdades comunes es un pobre expediente para justificar una perspectiva compleja
sobre los seres humanos. No es necesario caricaturizar otras perspectivas para
darle grandeza a la propia.
·
La
interacción
Ospina
opina que «no vamos a la escuela tanto a recibir conocimientos cuanto a
aprender a compartir la vida con otros, a conseguir buenos amigos y
buenos hábitos sociales». Esta idea, de tan buen recibo en la época actual, la
concibe a partir de una justa crítica a un sistema educativo
competitivo que desestimula la colaboración y desaprovecha la
interacción. Sin embargo, ¿no dibuja a la escuela como un club? Que compartamos
la vida con otros en la escuela, que consigamos amigos y hábitos
sociales… son algunas de las múltiples implicaciones que se pueden producir
durante el funcionamiento del dispositivo. Pero, ¿podríamos elevarlas al estatus
de objetivos educativos? Es curioso, pero cuando la escuela toma esa faz,
también aparecen la agresión, el irrespeto, la intolerancia. Mientras más
concesiones se le hacen a este tipo de consideraciones, más inmanejable se torna
la escuela. ¿Sabía Ospina que de los maestros nombrados en el último concurso
del Distrito Capital ya han renunciado cerca de mil, dadas este tipo de
condiciones en las instituciones educativas
públicas?
Compartir, hacer amigos y “hábitos sociales” —que le
lucen a Ospina más importantes que el conocimiento— son posibles en la escuela
siempre y cuando se produzcan en el marco de la relación con el saber.
Son efectos posibles de esa relación. Esto no quiere decir ni que a la escuela
se vaya “a recibir conocimientos”, ni que sea forzoso rechazar la colaboración,
la convivencia y la solidaridad. Pero una cosa es entender que se
trata de subproductos de la acción (como dice Estanislao Antelo) y
otra cosa es buscarlos deliberadamente. Una cosa es trabajar en relación con el
saber, a sabiendas que algo de ese orden se va a producir, y otra cosa es
convertirlo en el sentido mismo de la acción. Paradójicamente, se logra cuando
no se busca y no se logra cuando se busca.
Además,
la lógica del derby (la competencia) no le molesta a nadie en el fuero
interno. Que sintamos vergüenza, inhibición, impotencia… no nos exime de estar
íntimamente comprometidos con ese mecanismo, así sea en una competencia poco
confiable. Si no fuera así, ¿habría hecho carrera entre los estudiantes?,
¿habría ganado popularidad entre los profesores como mecanismo de
trabajo?, ¿sería un mecanismo oficial para ranquear las
instituciones educativas? Basta con comparar el número de personas atentas de
los Juegos Olímpicos y de los Juegos Para-Olímpicos, para saber si el interés
está puesto en el bien común o en la competencia. Los juegos mismos
tienen en su origen una lucha a muerte. Y esa no es una “lógica darwiniana”,
como dice Ospina, sencillamente porque Darwin no opera con esa lógica más de lo
que lo hace cualquier otro humano. Tal vez es una “lógica de la naturaleza
explicada por Darwin”, pero entonces tampoco resulta claro por qué una
lógica natural, cualquiera sea, tiene que ver con el ser humano. El hecho —según
Ospina— de que todos aspiremos a ser excelentes en nuestros respectivos oficios,
¿acaso es un fenómeno natural? ¿Correrían esos “caballos naturales” en el derby,
si no estuvieran conducidos por seres humanos? Algo peor que la “lógica
darwiniana” se ha apoderado del mundo: la lógica humana… que ha producido hasta
ahora —según Ismail Kadaré— 14.500 guerras. Pero la sabiduría de Ospina
es infinita, pues luego nos concede que «a lo mejor los seres humanos sólo
avanzamos a través de la rivalidad»… No obstante, bascula de nuevo y se pregunta
si esta “pésima pedagogía” de las sociedades excluyentes no produce “un
semillero de resentimientos”. Pero, ¿eso no es parte de la historia
humana?
Y claro
que podemos sobreponernos a la fácil rivalidad con el semejante y aprender a
jugar ajedrez y hacerle jaque mate, aprender matemáticas y hacer más
rápido que él los ejercicios, o responder —como dice Ospina que hizo
Borges— que el mejor poeta de Francia es Verlaine… y
también Baudelaire… y también Victor Hugo… Todos esos casos no son
más que grados de lo mismo. Y precisamente en la escuela puede ocurrir eso: el
saber como condición de la relación entre semejantes, para que —entre otras— la
rivalidad con el otro se tramite de otra forma.
·
La
pérdida y la ganancia
Fiel a
las enseñanzas de Zuleta, el cual era fiel a las enseñanzas de
Platón, Ospina recuerda que aprender es perder y no ganar, que la
ignorancia no es un vacío sino una llenura. Ahora bien, en los ejemplos que trae
a colación, ¡cree que son distintas las razones por las cuales cae la lluvia a
las razones por las cuales las nubes permanecen en el aire!, ¡no sabe que la
Luna cae hacia la Tierra! ¿También creerá que la razón por la cual un corcho
flota en el agua es distinta a la razón por la cual una piedra se hunde? ¡Dice
que caer no es una necesidad! ¿Entonces por qué la física postula una ley al
respecto? Quiere hacer aparecer como contingente lo que es necesario y
viceversa, pero, como de costumbre, una frase de la literatura sella todo con
poesía y se nos olvidan los errores: “No soy lo suficientemente joven para
saberlo todo”, dice que dijo Wilde. Ahora bien, el asunto no es mostrar
que Ospina encarna los errores de la opinión o, incluso, que cuenta los errores
que le enseñaron en la escuela: como hemos insistido, nuestro asunto es el de la
educación en general, no el de la educación de Ospina. Si bien, como él cita,
aprender es perder, de todas maneras esa es una verdad a medias, pues también
algo se gana. De ahí que su maestro Zuleta dijera, dos frases más allá de la
cita de Platón, que el conocimiento no sólo es tribulación (por la pérdida),
sino también felicidad (por lo que se gana). ¿Qué sacaría un profesor solamente
con hacer caer en cuenta al estudiante de que creer que la Luna no cae es una
opinión falsa? ¿Acaso se trataría de que los estudiantes vuelvan a construir
todo el saber desde cero? En ese hiato que se forma al hacer trastabillar la
opinión, se puede conformar un núcleo productivo. La posición del profesor está
fundamentada en que él sabe algo (y si no, ¿por qué habría que pagarle?). No es
cierto que Sócrates nada sepa, porque entonces no podría conducir el
diálogo. El maestro tiene que saber, ojalá mucho… pero para animar la discusión,
para poder tener elementos y ser oportuno en los momentos de la conversación.
Así, no se trataría de despojar a todos de sus errores y dejarlos lamentando su
hueco en el saber. El clásico final de los diálogos platónicos, en el que
parece que nada se avanzó (“Las cosas bellas son difíciles”), no es específico
de la escuela. Hay una suerte de tensión entre los saberes de la cultura y la
mayéutica. Los profesores se mueven en ese continuo: desde el dogmático
que expele fórmulas de su disciplina (sin importarle conmover la opinión), hasta
el socrático que deja a todo el mundo sin piso (sin importarle los
aportes del conocimiento). El lugar del profesor es difícil, incluso podría
decirse —como lo hace Freud— que es imposible. No podemos, entonces,
hacer loas al conocimiento per se, pues la escuela no es un escenario
donde se encuentran los expertos en la disciplina; es un lugar donde se buscaría
que los aprendices tomen algo como propio y, en consecuencia, comiencen a
trabajarlo; es un acompañamiento desde un lugar distinto al del
aprendiz. Pero tampoco podemos hacer loas a la inconsistencia de la
opinión per se, pues no es un escenario sólo para producir la
falta («somos más bien cántaros llenos que habría que vaciar un poco, para que
vayamos reemplazando tantas vanas certezas por algunas preguntas provechosas»,
dice Ospina), sino también para aprovechar el efecto de esa falta en relación
con el saber.
En este
punto, se pregunta Ospina si un joven estará dispuesto a pagar por un modelo
educativo que, en vez de convencerlo de que sabe, lo convenza de que no sabe.
Obsérvese que lo trata como a un cliente: ¿te satisface la apariencia del objeto
(porque todavía no ha tenido oportunidad de probar); no habría padres de por
medio tampoco (inverosímilmente, es el estudiante quien paga)… No obstante, por
mucho que la época trate de convencernos —con propósitos de ahorro fiscal y de
lógica empresarial— de que la educación es un servicio, de que los estudiantes
son clientes… no se trata de una oferta en un mercado libre, sino
—¡afortunadamente!— de una imposición cultural. Si la educación estuviera
regida por los deseos del cliente… ¡no se llegaría siquiera a que uno más uno es
dos, porque de eso el cliente no quiere saber! Lo que quiere el cliente nace en
su corazón, sí, pero es que en el corazón de la gente hay puras
propagandas.
·
La
ciudadanía
Según
Ospina hay que abandonar, tanto el “adiestramiento” —así le llama a la
acción de «darnos conocimientos y destrezas»—, como la «búsqueda del saber
personal o de la destreza personal», para encontrar «el secreto de la armonía
social». Bueno, en ese caso ya no sería un secreto, pero creemos que una idea
como “armonía social” es un punto de partida parecido a la “llenura” de
opiniones reprobada por el autor. ¿No es la condición humana algo
distinto a la armonía? ¿No valdría más partir de tal condición para inventar
algo? Además, la educación, esa que adiestra (si el humano fuera adiestrable),
esa que nos da conocimientos y destrezas (si éstos fueran dables),
¡produce ciudadanos!... de qué tipo, es otra discusión. Pero, claro, es que,
según Ospina, un ciudadano se opone al técnico y al operario (ojalá no lo
demanden los técnicos y los operarios).
·
La
felicidad
Ospina se
pregunta «¿dónde se nos forma como seres satisfechos del oficio que realizan?».
Le parece que la felicidad es prioritaria para definir la educación. Pero, de
seguir con ese estilo de preguntas, ¿no estaremos eliminando la libertad
del sujeto? Estaríamos diciendo que todo, ¡incluso la felicidad!, nos lo da la
educación. Ospina se debate entre un sujeto de atributos “naturales” y un sujeto
sin atributos, llenado por la educación. Si uno se siente satisfecho con el
trabajo que realiza, eso tiene que ver con la formación, claro está, pero
también con la elección que hizo, con aquello que busca, con la manera como lo
hace… asuntos que no resultan de la formación. El lugar donde “nos
valoramos” no puede ser otorgado por el otro, porque ese momento es de
cada uno. Mal haría la educación si tratara de introducir —a destiempo—
una cantinela (que no podrá más que ser moralista, si es que va destinada a
todos) sobre este tema.
Para
hablar de la felicidad, Ospina trae dos tipos de ejemplo. En primera
instancia, sus colegas los artistas: músicos, actores, pintores y escritores.
Extraño ejemplo, porque en ese campo no se oye una declaración unánime de
felicidad; más bien se oye hablar de la manera cada vez singular como se tramita
la infelicidad. Más que nadie, el artista sabe —o intuye, al menos— que la
felicidad es la debilidad mental. Y que no se trata de ser felices, sino
de trabajar la propia indigencia. Freud decía que no estábamos hechos
para la felicidad, pero que era indigno no tratar de conquistarla. Eso es otra
cosa. Nadie pensaría que un artista es feliz. Sabemos de sus dolores. Sabemos
que a veces el arte es el último recurso que tienen antes de quitarse la
vida. De tal manera, ¿qué puede hacer la educación al respecto? La escuela no es
el lugar al que vamos para que nos enseñen a ser felices. Cuando asumimos el
proceso educativo con esa pretensión, ¡lo degradamos! Por supuesto que eso no
quiere decir que es el lugar donde vamos a ser infelices, o donde habría que
enrostrar al otro el hecho de estar arrojado al mundo. Se trata de otra cosa.
Cada cual tramitará eso con arreglo a la economía de su propio
psiquismo.
El otro
ejemplo de hombres felices que pone Ospina es el de inventores, jardineros,
decoradores, cocineros, e incontables apasionados maestros. Tampoco escapa este
grupo —un poco más heterogéneo— a la condición humana, de manera que no tendrían
por qué ser más o menos infelices que los demás. Ahora bien, en el caso de los
artistas, hablamos de sujetos que escogieron la producción de un objeto
singular… y eso no es enseñable. En el segundo caso, hablamos de sujetos
que realizan su labor con pasión… algo que tampoco es enseñable, pero que no
tiene la restricción del grupo anterior: todos pueden realizar con pasión lo que
hacen, desde mandar a intervenir los teléfonos de los políticos que se le
oponen, hasta inventar curas para las enfermedades. La pasión, por sí misma, no
es elogiable. Ahora bien, no es cierto que por ser un obrero («apéndice de los
grandes mecanismos»), se hagan las cosas sin pasión. Tampoco es cierto lo que
queda implicado: que quien no es apéndice de los grandes mecanismos sí es un
apasionado. El impase del sujeto es estructural, no es un asunto de
clase.
·
La
oportunidad
Ospina
cambia de posición una vez más y, en cierto momento, califica como equivocada la
creencia de que el conocimiento se recibe. Ahora bien, ubica ese error como la
fuente de que «olvidemos interrogar el mundo a partir de lo que somos, y fundar
nuestras expectativas en nuestras propias necesidades». Para poder valorar esta
interesante idea, valdría la pena recordar la diferencia entre conocimiento e
información. Todo conocimiento es una interrogación del mundo (significado) a
partir de lo que somos (condición de posibilidad social y subjetiva); toda
postura es una expectativa que alguna relación tiene con las “necesidades”. La
información, en cambio, se puede dispensar de estas obligaciones. Una
educación que busca —a la manera de los medios— informar, corre el
riesgo de que Ospina le diga sus verdades. Pero una educación que —mal que bien—
pone al sujeto de cara al conocimiento, no puede más que engancharse en una
expectativa propia que hará el resto (¡no todo lo hace la escuela!, no puede…
afortunadamente).
Ahora
bien, pensar que la educación tiene que ver con las necesidades empobrece
el estatuto de las disciplinas: el saber no tiene que ver con la necesidad. Más
bien, el saber produce, cualifica, la necesidad. No hay manera de que la Física
entre a la escuela como respuesta a las preguntas del sujeto (que, en la
ponencia de Ospina, pasan de ser llenura de opiniones a ser el lugar
privilegiado donde afincaría la posibilidad de acceder a un conocimiento).
Además, que alguien no quiera aprender esa asignatura no es solamente
culpa de los profesores, tanto así que entre los compañeros de pupitre del que
la odia, pueden salir algunos interesados en ella, en su enseñanza. La Física es
«un conjunto de fórmulas abstractas y problemas herméticos», cosa que lamenta
Ospina. Otra cosa es la “física escolar”, que es un intento de hacer encontrar
ese mundo con el deseo del estudiante, razón por la cual sería bueno que fuera
cordial, como quiere Ospina. Pero no podemos olvidar que esa “cordialidad” puede
desvirtuar el conocimiento en todos los grados posibles. Mientras en la Física
el átomo es un puñado de argumentos (Bachelard), en la escuela
puede ser una maqueta de alambre y bolas de icopor. Cordial, pero de espaldas al
conocimiento. Las preguntas de un sujeto sobre la vista, el
esfuerzo, el movimiento y el espacio (comentario autobiográfico de Ospina) ¡no
necesariamente tienen lugar en la física! No son preguntas planteadas
físicamente, de manera que pueden tener respuesta en el amor, en la fotografía,
en el deporte, en la geografía, en el voyerismo, en el
automovilismo…
Si en la
escuela se buscara relacionar deliberadamente la psicología y la
filosofía (podríamos agregar la literatura) con «las angustias, los
miedos y las obsesiones que gobernaron el final de mi adolescencia» (otro
comentario autobiográfico de Ospina), ¿cómo saber que los estudiantes le van a
parar bolas? ¿No es esa una nostalgia actual del adulto que mira hacia
atrás? ¿Están en ese momento los muchachos esperando respuestas de tipo
filosófico o psicológico? Cada sujeto elige los elementos que le habrán de
servir para procesar sus angustias, miedos y obsesiones. Incluso puede elegirlos
sin mucha deliberación para que lo trabajen lentamente desde adentro. La
escuela aporta elementos valiosísimos para procesar los momentos (no sólo
ése) de la vida, pero en la medida en que no lo hace para eso. Hay
dispositivos sociales que sí buscan eso deliberadamente, con mayor o menor
fortuna. Pero por eso son distintos a la escuela. La escuela no es un
dispensario de salud mental, aunque cada uno pueda tomar de ahí paliativos para
sus penas, respuestas a sus preguntas, ejemplos de sus expectativas. En
cualquier caso, como no es algo universalizable, no puede ser un objetivo
suyo.
Cierre
Al final,
Ospina nos vuelve a sorprender con otro viraje: trae a cuento la condición
humana («el ser humano es el único capaz de aprender y sobre todo el único capaz
de inventar cosas distintas») para recordarnos que un filósofo dijo: “perecerás
por tus virtudes”. Y trae a cuento la condición social para preguntar, de un
lado, si la pobreza, la violencia, la corrupción y la degradación ambiental no
son prueba del éxito de la educación, más que de su fracaso; y, de otro lado, si
ambición, competitividad, lujo, derroche, expolio, consumismo, ceguera de
la ciencia, indiferencia y prisa… están siendo criticados o fortalecidos por la
educación. Pasa, entonces, de una educación por fuera de cualquier condición
social o humana, a una educación que negocia, perpetúa la desigualdad,
profesionaliza y no cumple ni siquiera lo que se propone. El modelo educativo
estaría definido (parafraseando a Ospina) por un modelo de desarrollo basado en
una productividad que no da empleo, en una rentabilidad que no elimina la
miseria, y en una transformación del mundo que nos hace vivir en la
sordidez.
Sin
embargo, vuelve a desdecirse —una vez más—, pues se pregunta, de un lado, «¿Cómo
convertir la educación en un camino hacia la plenitud de los individuos y de las
comunidades?»; pero, si hemos de creer en la condición humana y en la
determinación social de la educación que él mismo enarboló, la pregunta no tiene
sentido: no hay plenitud ni de individuos ni de comunidades. Y, de otro lado, se
pregunta: ¿qué pasaría si nos demuestran que el modelo de desarrollo tiene que
empezar a ser el equilibrio y la conservación del mundo? Pone a volar su
imaginación y cree idear grandes paradigmas para dentro de cincuenta
años: la creación, el afecto, la conservación, las tradiciones, la austeridad; y
lo más extraño es que tales cambios serían determinados por las limitaciones
materiales, la escasez de proteína animal, la estrechez, la evidencia del poder
destructor de la tecnología, el miedo. Pero, ¿acaso el “modelo de
desarrollo” que tenemos se produjo porque nos lo demostraron? Tal vez habría
que pensar que se impuso, con algunas demostraciones (pertinentes o no), pero
también con la fuerza y la costumbre, con nuestra aquiescencia. ¿Cuántas veces
no nos han expuesto las bondades de cuidar la naturaleza? Pero, ¿acaso el
capitalismo es una racionalidad que decide por el mejor argumento? Los
paradigmas que inventa Ospina han estado presentes en toda sociedad, pero con el
sentido que cada sociedad les da. Y nunca han sido las limitaciones materiales
las que han determinado las posiciones de las distintas culturas y las distintas
sociedades frente a la naturaleza, al trabajo, a los sujetos, al afecto, a las
tradiciones. El mundo humano es creado por los
humanos.
Tenemos
la educación que la sociedad hace posible, gracias a que nuestros actos
(en posición de estudiantes, de maestros, de autoridades
educativas, de ciudadanos interesados en el asunto, de investigadores…)
legitiman esa posibilidad. ¿Dónde podría nacer el germen que transforme lo que
queremos transformar?... suponiendo que lo queramos transformar, cosa que
se sabría en nuestros actos de consumo y participación, no en nuestras
declaraciones de buena voluntad. Es una pregunta que compartimos con Ospina,
pero cuya respuesta no es nada fácil.
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* Puede consultarse en http://www.metas2021.org/congreso/ospina.htm
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* Puede consultarse en http://www.metas2021.org/congreso/ospina.htm
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