Ahora los enunciados comienzan a llenarse de esta
nueva expresión: post-conflicto. Se
trata de un objeto socio-mediático, fácil como todos los objetos de este tipo. Los
medios consideran esa facilidad como una cualidad positiva, pues ahí la clave
no es pensar, historiar, entender o polemizar con argumentos, sino creer que se
aprehendió algo de un solo golpe. Por eso, los medios han incorporado ya al
sentido común esa máxima —con mínimo de razón— que reza: “una imagen vale más
que mil palabras”. Es que a la época que alimenta el apetito del ojo le
conviene que inclinemos la balanza hacia lo sensible, en detrimento de lo
inteligible. Pero la comprensión (por ejemplo, los conocimientos que hacen
posible que los medios puedan enviar una imagen) no son del orden de las imágenes.
Ninguna cantidad de imágenes podrá hacer comprensible
“el conflicto”; incluso, mientras más obscena es la muestra (como las de quienes
creen que “memoria” es mostrar imágenes atroces), puede que menos comprensible
sea el asunto. De lo que hay que concluir que una palabra vale más que mil
imágenes. Por supuesto que grabar un archivo solamente haciendo click en un
botón que tiene el dibujo de un diskette es algo muy cómodo. Pero ese dibujo no
reemplaza los comandos que se activan tras el click y que no están constituidos
de imágenes, sino de órdenes cifradas en un lenguaje abstracto (al cual, a su
vez, le subyace un lenguaje matemático, formalizado). La comodidad nos obnubila
al punto de creer —se oye por doquier la idea— de que estamos ante una nueva forma
de conocer. El power point, cada vez que lo usamos, dice que la época no descansará
hasta convencernos de que no está de moda pensar y que nuestro máximo derecho
es consumir, con las facilidades que nos dan las interfaces “amables”, es
decir, hechas de imágenes, donde no haya que pensar mucho.
Ahora bien, en relación con el llamado “conflicto”, el
asunto se enreda cuando nos quitamos las imágenes de la cabeza y empezamos a
pensar. Por ejemplo: ¿hay uno o múltiples conflictos?; el conflicto, ¿es algo
que se pueda eliminar o es estructural a nuestra sociedad?; los que hablan del
conflicto —los periodistas, pongamos por caso—, ¿no forman parte de él? No se
trata de algo sencillo, de algo reductible a una secuencia de fotos, videos y
declaraciones de los políticos profesionales y de las llamadas “personalidades”
(que han llegado a ese lugar, justamente porque les ponen un micrófono en la
boca cada que algo ocurre).
León Valencia (director de la Fundación Paz y Reconciliación;
miembro del grupo de memoria histórica), en su columna de la revista Semana de agosto 24 de 2014, habla de la
escuela que necesita el post-conflicto. Apuesta el señor Valencia por un
acercamiento entre la Federación colombiana de educadores (FECODE) y el
Ministerio de Educación Nacional (MEN) para protagonizar la “revolución
educativa” anunciada por Santos en su discurso de posesión. Pero, dicha revolución,
en realidad, ya había sido anunciada por Uribe, desde su primer mandato (ese
era el nombre de su plan sectorial), de manera que ya llevamos doce años de
“revolución” y nada pasa. ¿Qué nos permite prever que “ahora sí” el asunto va a
cambiar? Podemos retroceder aún más y apreciar, en todos los planes de
desarrollo de los gobiernos de turno, las mismas promesas, las mismas medidas,
el mismo espíritu de política educativa dependiente de los acuerdos con las
entidades multilaterales, tanto las que expelen discursos, como las que
adjudican préstamos.
La escuela que tenemos (antes de establecer la que supuestamente
tendríamos que configurar para encarar el post-conflicto), es un objeto muy
complejo. Hay, simultáneamente, muchos discursos tratando de decir lo que allí
ocurre y, en consecuencia, lo que allí tendría que cambiar. Sin embargo, esa
pugna no es entre iguales, ni se zanja a favor de los mejores argumentos. Un recorrido
histórico muestra que los discursos que hablan con hegemonía de la educación
han venido cambiando con el tiempo. En este momento, el discurso que se ha
posesionado del balcón desde el que se habla de educación es un discurso economicista
que se sirve de la psicometría. Lo que se propagandea sobre la educación, lo
que hace escándalo en la prensa, allí donde habría que poner el énfasis… son
todos asuntos que vienen de ese discurso. Por ejemplo, en este momento tenemos
el escándalo de las pruebas Pisa. Pues bien, es en relación con él que los
candidatos a la presidencia se pronunciaron cuando hablaron de educación; fue
por eso que uno de los candidatos nombró a cierto personaje como su fórmula
vicepresidencial; fue en función de ese escándalo que el presidente —por encima
de los mecanismos regulares— adoptó un informe, hecho de esa misma manera, como
orientación para el mejoramiento de la educación en los próximos años. Ya no se
habla de pedagogía, de educación, de epistemología, de conocimiento… sino de
los niveles de competencia, de los cuartiles, de los factores asociados, según
los resultados del software estadístico.
Pero, lo que va a pasar con la educación, lo que está pasando con la
educación, no depende principalmente de los enunciados que sobre ella
escuchamos en los medios, sino de las prácticas específicas que se ejecutan en
su seno. Dichos enunciados tienen allí más bien el valor de una legitimación;
mas sería ingenuo creer (pero de la ingenuidad se alimenta en gran medida el
funcionamiento de lo social) que esos enunciados describen el proceso
educativo. Ahora bien, ¿cuáles son esas prácticas que constituyen el día a día
de la educación y que sólo se moverán de ahí, no cuando llegue un “nuevo”
discurso (venga de donde venga, aquí curiosamente el color político no tiene
mucho impacto), sino cuando dichas prácticas se transformen? Eso es de lo que
nadie quiere saber, porque requiere de investigación seria, no de investigación
al servicio de la política educativa (de nuevo, en cualquiera de sus versiones:
la que la elogia y la que la critica, pues usan los mismos referentes).
El asunto no es —como de buena fe cree Valencia— si la nueva ministra
de educación es inteligente y le gustan los grandes desafíos. Esa definición le
cabe a casi todos los seres humanos: de un lado, todos tenemos la misma
capacidad instalada y, de otro lado, cada uno considera “grandes desafíos” a la
superación de sus pequeñas miserias. Tampoco el asunto tiene que ver con que Gina
Parody haya recibido del presidente la orientación de concertar con la FECODE,
como dice Valencia. Dicha concertación —de ser posible— tiene que ver con
ciertas condiciones de posibilidad. ¡Ya se habría concretado si tales
condiciones estuvieran dadas… no era que faltara una orden presidencial! Por
supuesto que hay “voluntades políticas”, pero esas hay que hacerlas entrar en
la cuenta de las condiciones de posibilidad. Y, por el otro extremo, tampoco se
trata, de un lado, de convencer a la FECODE de que Parody es una buena chica,
entre otras porque sus actos para con el sindicato del Sena fueron
absolutamente consistentes con la política educativa que campea más allá de los
discursos mediáticos. Ni, de otro lado, de que el ministro de turno tenga que
saber de educación —como quiere la FCODE, según Valencia—, pues el ministro más
bien debe saber dejar que la administración de la educación siga estando a
manos de las implicaciones prácticas que tiene el discurso hegemónico en educación
(¡no se trata de un cargo intelectual!).
Por ser un humano (inteligente y en pos de retos) y por haber recibido
una orden, Valencia juzga que Gina, con el apoyo de la FECODE, acometerá “las
grandes reformas que requiere la educación en Colombia”, salvo que cada uno
tiene una idea distinta de educación y, por lo tanto, las “grandes reformas” que
cada uno tiene en la cabeza pueden ir en sentidos contrarios. No obstante,
Valencia ve en estas dos instancias los “protagonistas de la revolución
educativa”. Esa es una muestra de que nada va a pasar. Por ejemplo, podemos
pensar que los protagonistas no pueden ser la ministra y el sindicato, sino los
maestros; nada sacamos con que estos púgiles dejen los guantes, cuando la pelea
está en otro lado.
Valencia “ha sentido un nuevo aire en el sector”, dado que ha hablado
con los directivos del sindicato y con expertos en educación. Sin embargo, las
clases las siguen dictando los 332.000 educadores del país, que justamente no
son citados como “expertos en educación”, ni tienen las claridades —gremiales,
valga la pena aclararlo— de los dirigentes del sindicato. Esos son los verdaderos
protagonistas. Su profesionalización, su práctica, su relación con la legislación
educativa… se ha dado —durante mucho tiempo— bajo ciertas condiciones. Es una historia
que no se borra, que no se transforma, con un gesto de comprensión (que no es
malo que lo haya), o con una orden presidencial (que a veces no es malo que la
haya).
Nada sacamos con pensar la historia como hecha de actos heroicos, realizados
por un par de personajes especiales. La “verdadera preocupación por mejorar la
calidad de la educación” —como dice Valencia— es bastante poco delante de las
condiciones en que se realiza la educación del país. Por ejemplo, no vamos a
dejar de invertir miles de millones en las evaluaciones masivas (las pruebas
Pisa son realizadas por la Ocde y es en función de ellas que Santos ha hablado
de convertir a Colombia en el país más educado de América Latina al año 2025),
en detrimento del trabajo por reducir las diferencias económicas tan abismales que
presenta el país y que, por carambola, explican en gran medida las diferencias
de puntajes en las pruebas.
Creer que la escuela trabaja para la coyuntura es uno de los errores más
graves de los políticos, de todos los colores, en todos los tiempos. Se oye muy
bien la idea de Valencia de “transformar la escuela de cara a la reconciliación
y a la modernización del país”, entre otras porque los políticos no se
esfuerzan por entender la escuela, sino por usarla a su conveniencia. Y no es
que las conveniencias no sean plausibles, como la de la reconciliación, sino
que no es posible convertir la escuela en una servidora del interés de turno
sin desnaturalizarla.
Las declaraciones de buena voluntad, vengan de donde vengan, sólo tendrían
sentido si se correspondieran con acciones que mantengan la especificidad de la
escuela. El problema es que los hechos no señalan en esa dirección y hoy la
escuela se nos está saliendo de las manos a todos. La escuela que establece
condiciones de posibilidad para el saber, puede producir efectos de respeto por
el otro, de tolerancia por las diferencias. No es exactamente su asunto, pero
puede producirlo en proporción al respeto de su especificidad. Pero, como vemos
en el ejemplo de Valencia —de cuyas buenas intenciones no dudamos—, se piensa
la escuela como un medio… para hacer ajuste fiscal, para enriquecerse, para
hacer justicia social, para escampar, para hacer política, para producir
cuadros… en fin, para mil cosas, menos para hacer escuela. Y, sin embargo, respetando
su funcionamiento específico, veríamos a largo plazo lo que de ella puede
surgir, siempre y cuando no la presionemos para hacer lo que su estructura no
le permite y, en consecuencia, no sólo no lo consigue, sino que deja de ser lo
que es.
La escuela que hemos producido al utilizarla para nuestros intereses,
es un aparato con cierta afinidad con el conflicto (¿no es hoy un conflicto la
vida en la escuela pública?). La escuela del post-conflicto no tiene nada de
nuevo, no hay que transformarle nada. Sencillamente es hacer escuela, es decir,
una tramitación de nuestros impulsos mediante la relación con el saber. Eso no
acaba con el conflicto, no es post-conflicto. Eso permite tramitar de mejor
manera los conflictos. Es durante-el-conflicto. Ya los políticos estarán
pensando que la escuela debe tematizar los asuntos propios de la mesa de
diálogo; que, una vez firmado el acuerdo, ella debe promoverlo, propagandearlo,
volver tema propio los asuntos concomitantes a la firma de un tratado de paz
entre la guerrilla y el gobierno. Pero no olvidemos que la mala pedagogía está
hecha de buenas intenciones.
El gobierno tiene deudas acumuladas con los maestros, hay problemas de
infraestructura, la inversión en el sector es muy baja… Todo eso es cierto y si
hay un verdadero compromiso, tendrían que tomarse medidas al respecto. Pero la
menos equivocada de las medidas que con respecto a la educación se pueden tomar
a propósito del histórico acuerdo que está por suceder es restituirle sus
condiciones de posibilidad.
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