lunes, 16 de enero de 2012

¿Ser o no ser?... Firmado: PLutón (Parte 2)

¿Cómo está involucrada la escuela?

Algunos ejemplos de la imagen de escuela, según las noticias sobre Plutón:

- “En adelante, en los colegios no se repetirá la retahíla de nueve planetas que empezaba con Mercurio y terminaba en el sonoro y concluyente Plutón” (Semana, Nº 1.269, agosto de 2006, p.106).

- “Si aún contáramos los asteroides como planetas, al estudiar el Sistema Solar, los niños de escuela tendrían que aprenderse más de 135.000 planetas” (Soter, 2007).

- El Tiempo (24-8-2006) cita a un profesor de astronomía de la Universidad Nacional de Colombia para quien la decisión de la UAI no tiene mayores implicaciones, aparte de que en sus clases deberá enseñar que Plutón ya no es un planeta. “Es como el cambio de nombre de Bogotá a Santa Fe de Bogotá. El objeto seguirá llamándose Plutón y seguirá orbitando alrededor del Sol. No hay cambios en la estructura del Sistema Solar”.

- En Semana (Nº 1.269, agosto de 2006) también se dice: “[...] esta definición resultaba muy precaria ante una oleada de descubrimientos de nuevos cuerpos que se avecinaba y que habrían tenido que ser clasificados como planetas. ‘Podrían ser 10, 20 o hasta 30 cuerpos y esto habría generado una confusión muy grande’, afirma [el astrónomo] Puerta”.

- Para el profesor de astronomía de la Universidad Nacional de Colombia citado por El Tiempo (24-8-2006), Plutón debe seguir siendo un planeta, debido a todo el proceso que tomó descubrirlo.
- En ese mismo sentido, Steven Soter (2007) comenta: “Por 76 años, nuestras escuelas enseñaron que Plutón era un planeta. Algunos argumentan que la cultura y la tradición son suficientes bases para dejarlo como está”.

- “El debate sobre la definición de‘planeta’proveerá a los educadores con un libro de texto para mostrar cómo los conceptos científicos no están grabados en piedra, sino que continúan evolucionando” (Soter, 2007).




Puede que las noticias no sean estrictas al citar los documentos y las palabras de los entrevistados, que tomen fragmentos descontextualizados, que no diferencien cuando una declaración es irónica, que repitan ciertos estereotipos, etc. Pero no es eso lo que queremos señalar, pues esas imágenes de la escuela ya rondaban antes, de manera que palabras como las aludidas no sólo pudieron haber sido pensadas por cualquiera, sino que ya están escritas en noticias públicas. Según ellas, entonces, a) en los colegios se repiten retahílas; b) listas muy largas traen problemas; c) la escuela se adapta a la nueva situación: informa que una denominación ha perdido vigencia y enseña una nueva; d) la discusión aludida es de palabras, la estructura del Sistema Solar está intacta; e) Plutón se merece el estatuto de planeta porque fue dispendioso descubrirlo y porque ya es una tradición enseñar que lo es; f) la escuela recontextualiza lo que la ciencia produce.


¿Cuál saber en la escuela?


El saber produce listas, claro está. Pero éstas provienen de una clasificación. Y una clasificación es el resultado de la aplicación del pensamiento –en un momento histórico preciso– a un conjunto de objetos que están reunidos ahí por acción de ese mismo pensamiento. La clasificación resulta de la aplicación de criterios. Si bien las listas pueden ser infinitas, no pueden serlo las clasificaciones, porque entonces serían inservibles.

Según Borges, la siguiente es una clasificación de los animales: a) pertenecientes al emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas. Si Borges nos deleita con esta ironía es, entre otras, porque salta a la vista que se trata de una clasificación sin límite, a la que cualquiera puede sentirse autorizado de agregar otro grado. Cada clase proviene de la aplicación de un criterio independiente de los aplicados para obtener las restantes. No se emplean de manera recurrente: si se clasificara con el criterio que da lugar a la primera clase, el resto de clases sería distinto; si se clasificara con el criterio que da lugar a la segunda clase, la lista entera cambiaría, y así sucesivamente. Las clases no son excluyentes entre sí, y cuando hay una clase para cada ejemplar, la clasificación se hace redundante, coextensiva al universo que se describe. Pero no se crea que las clasificaciones caóticas son privativas de la ficción; los astrónomos de la UAI dividen su trabajo en: a) astronomía fundamental, b) Sol y heliosfera, c) ciencias planetarias, d) estrellas, e) estrellas variables, f) material interestelar, g) la Vía Láctea, h) galaxias y universo, i) espectroscopía, j) radioastronomía. k) física de altas energías y técnicas espaciales, l) actividades comunes a todas las divisiones.

Cuando en la escuela se enseñan listas de cosas (o sea, el resultado final y no el proceso mediante el cual se obtuvo la lista), entonces no es cierto que allí se enseñe a pensar. Aunque no por ello los estudiantes dejan de aprender a pensar; lo que pasa es que, en el marco de la escuela, lo hacen en relación con los tipos de desafío que se les hacen.

En cierta cátedra de ciencias naturales, a propósito justamente del Sistema Solar, el maestro pidió la lista de planetas, señaló a un niño y éste dijo: “¡Mercurio!”; señaló a otro, el cual formuló:“¡Venus!”, y así. Después de que el cuarto niño gritara: “¡Marte!”, el quinto no tuvo problemas en decir: “¡miércoles!”, y el profesor no pudo evitar que se oyera la voz de otro que ya exclamaba: “¡jueves!”. O sea, los estudiantes se percatan de que a los maestros les encanta escenificar un espacio en el que se dicen retahílas y, entonces, proceden a satisfacerlos, sin importar que se comience con nombres de planetas y se termine con nombres de días de la semana (entre otras, martes es el día de Marte: cinco días de la semana están dedicados a dioses que dan nombre a igual número de planetas).

Si pensar es, entre otras, aplicar criterios, entonces la pretensión de enseñar a pensar no podría prescindir de la detección de criterios, de la invención de criterios consistentes, de la defensa de criterios, de la ubicación de errores en los criterios, de desvíos en su aplicación recurrente, de la confrontación de si el universo seleccionado queda distribuido completamente en las clases, de la búsqueda de elementos del universo que no se puedan clasificar con los criterios establecidos, de la proposición de otras clasificaciones para el mismo universo, etc.

Si esperamos a que los libros de texto con el dato desactualizado se agoten y se impriman unos nuevos, si esperamos a que se enteren todos los maestros, si esperamos a que el Ministerio de Educación Nacional emita los estándares con la nueva información, efectivamente –como dice la revista Semana Nº 1.269, agosto de 2006–, “en adelante, en los colegios no se repetirá la retahíla de nueve planetas que empezaba con Mercurio y terminaba en el sonoro y concluyente Plutón”, sino que se repetirá una retahíla más corta; incluso puede ser que se agregue una nueva lista, la de los planetas-enanos, que oficialmente va por tres y que, según los expertos, crecerá rápidamente. Pero no hay problema, pues cada que se agreguen elementos, tocaría esperar a la nueva generación de maestros, con información fresca, al agotamiento del inventario de textos escolares desactualizados, a la modernización de los estándares curriculares. Un poco antes de esos plazos, el profesor de la Universidad Nacional de Colombia “enseñará que Plutón ya no es un planeta”,pues en la universidad hay libertad de cátedra.

Y en todos los casos, las retahílas se memorizarán, siempre y cuando no sean excesivas. Los elementos de la tabla periódica no son tan pocos como los planetas, pero se ha considerado razonable que los muchachos se los aprendan. Los maestros “buenagente” les facilitan el asunto a sus estudiantes con claves: un profesor de química, por ejemplo, enseñaba los elementos mediante neologismos como “bemacaesbara” (que quería decir: berilio, magnesio, calcio, estroncio, bario y radio) o “lisoporucefra”(que quería decir: litio, sodio, potasio, rubidio, cesio y francio), y así para cada columna de la tabla periódica. Y cuando estas ayudas no aparecen y la memoria no alcanza o da pereza, siempre habrá el recurso que nadie ha enseñado formalmente pero que todos han aprendido –dada la naturaleza de los pedidos escolares–: el soplete, el machete, el chancuco, el pastel... (cf. el boletín del Observatorio Pedagógico de Medios Nº 4).

Con esa lógica, los reinos de la naturaleza pueden ser tres, cuatro, cinco, seis o siete, dependiendo de la generación. Un interrogado al respecto responde la lista que se aprendió. Y cuando, por casualidad, oye más de los que a él le dijeron, entonces exclama: “¡Ah, ahora son siete!”; y no se pregunta por qué cambia ese número o por qué se habla de reinos en ese contexto hoy en día. Igual ocurre con los planetas y, según prevén los interrogados en los medios escritos citados, seguirá ocurriendo. En otras palabras, tal vez no se enseña a pensar. Las preguntas: ¿cuántos planetas hay?, ¿cuáles son los planetas del Sistema Solar?, son típicas de las evaluaciones escolares. Preguntas que encierran una lógica del dispositivo escolar, pero que no requieren un gran ejercicio del pensamiento.

Pero, si algo podemos aprender de la historia de cómo se ha transformado el número de planetas del Sistema Solar, es que se trata de un asunto cultural: instituciones encargadas de vigilar la permanencia de lo establecido, cambios de posición del observador, mudanza de criterios para clasificar el conjunto de cosas en cuestión, revisión permanente de las definiciones, ajuste a ciertas conquistas anteriores, vigilancia de esas conquistas, relectura constante con las ideas que se discuten en el momento, producción de aparatos de detección, de ampliación de la percepción, influencia de las predicciones en la producción de instrumentos y de los instrumentos en las predicciones, hallazgo de fuentes estimulantes de las que no damos razón con los sentidos, etc.

Si en lugar de la lista de planetas se enseñara, por ejemplo, el cambio que durante la historia del hombre ha habido en la manera de entender el asunto, sería necio preguntar cuántos planetas hay, y entonces un estudiante podría responder, por ejemplo, con otra pregunta: ¿en qué época?, o mejor aún: ¿aplicando cuáles criterios? Y eso vale para todo: dos más dos son cuatro... pero cuando estamos sumando en base 10. Aprendimos que las plantas producen fotosíntesis (fijación del carbono en las hojas utilizando la luz) y que ahí estaban incluidos los hongos y las algas; pero como no se trata de preguntar ni de ser rigurosos, a nadie se le ocurrió señalar la inconsistencia de que los hongos no tienen el verde que caracteriza la posesión de la clorofila, necesaria para la fotosíntesis, o de que hay algas en profundidades donde no llega la luz (y entonces hacen quimiosíntesis, lo cual implicaría, si se las considera plantas, cambiar la definición inicial).

Listas de autores, obras, fechas, lugares, máximas, accidentes geográficos, personajes, héroes, gobernantes, plantas, animales, partes de los organismos, niveles taxonómicos, compuestos, elementos, números atómicos, planetas, huesos, etc., pueden ser proporcionadas por el maestro, se pueden encontrar en los libros, en los soportes multimediales, en la Internet, etc. Si esas listas son funcionales en el marco de procesos de pensamiento, uno puede terminar aprendiéndoselas, pero ese es un efecto, no el objetivo de un proceso cognitivo (aunque sí pueda ser el objetivo de un proceso escolar). Cuando se produce un cambio de denominación, estamos ante un evento fundamental: han cambiado los criterios. Y entonces podemos trabajar en las preguntas que ello implica: ¿por qué cambiaron los criterios?, ¿cuáles eran los anteriores?, ¿qué impedían ver?, ¿apareció algo en el universo descrito que nos obliga a repensar la clasificación?, ¿apareció un interés que visibiliza ciertas cosas?, etc. No se trata simplemente de enseñar una nueva denominación, de enseñar que una denominación ha dejado de ser vigente, sino de discutir cómo una nueva manera de ver quiere hacerse válida.

Todo esto permite apreciar lo pobre que es el argumento según el cual la lista es muy larga para aprendérsela. La lista es tan larga como el saber en el que ella juega le exige ser. No se determina el número de planetas pensando que los niños no se pueden aprender miles de asteroides; éstos dejaron de ser planetas por una decisión en torno al tamaño de los cuerpos que orbitan el Sol (criterio que hoy no se considera importante). Plutón dejó de ser un planeta porque ahora el conjunto se relata de otra manera, ya que nuevos objetos (los KBO, conocidos desde hace poco) también conforman el conjunto. La discusión aludida, entonces, no es sólo de palabras, como piensa –según la prensa– el profesor de la Universidad Nacional de Colombia, el cual habría comparado el asunto con el cambio de nombre de Bogotá a Santa Fe de Bogotá. Tampoco se puede definir hoy a Plutón como planeta, en atención a que fue dispendioso descubrirlo, como piensa el mencionado profesor (con lo cual él mismo entiende que el asunto es cultural), o porque es una tradición y no se puede ir contra ella. Todos los planetas se han descubierto en su momento, con las complejidades históricas que ello acarreaba (por ejemplo, ir en contra de tradiciones), que son incomparables de una época a otra: descubrir a Urano requirió un tipo de trabajo sobre los instrumentos, más una búsqueda “empírica” minuciosa; mientras que descubrir a Neptuno y a Plutón –con instrumentos de una precisión acorde con las búsquedas–requirió otro tipo de esfuerzos, más ligados al cálculo matemático.


Escansiones astronómicas

En el procedimiento escolar que caricaturiza la noticia, el Sistema Solar parece algo fijo, con elementos dispuestos ya de cierta manera, listos para ser denominados. Como en el Génesis: “Formó de la tierra, pues, Yavé Dios toda clase de animales campestres y aves del cielo y los llevó ante el Hombre para ver cómo los llamaría éste, ya que el nombre que les diera, ese sería su nombre”. Adán es como el legislador del que habla Platón en Cratilo: el artífice de los nombres. Esa es la idea de los contenidos en la escuela. En ese nominalismo andamos, pues, como declara el profesor de astronomía, “no hay cambios en la estructura del Sistema Solar”; pero la idea de un mundo que permanece idéntico desde el momento de su creación, era uno de los principales obstáculos encontrados por Darwin para poder conversar sobre su hallazgo.

No obstante, estamos nombrando cosas que se transforman, a medida que se modifican nuestras concepciones (tal como se ve en el criterio de dominio orbital); en consecuencia, ¿hasta cuándo puede conservar el nombre algo que cambia?, ¿hasta cuándo podemos conservar el nombre para algo mientras cambiamos? El creador del lenguaje, para Friedrich Nietzsche (1998),“se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces”. Así, la pregunta por el número de planetas del Sistema Solar requeriría especificar el momento para el que se pregunta, el momento histórico, que a su vez define las características del momento astronómico.

La versión de hoy –¿pero qué impide prever que va a cambiar?– es que el Sistema Solar habría empezado hace unos 6 mil millones de años. Para entonces no se podían distinguir cuerpos; pero si necesitáramos distinciones, nos las inventaríamos; y no es que no existieran los hombres para nombrar, pues el lenguaje opera principalmente sobre lo que no está aquí y ahora. La fuerza gravitacional –predominante a escala astronómica– hace colapsar a una inmensa nube de gas y comienza a formarse una estrella en su centro. La masa a su alrededor queda atrapada bajo su gravedad, cayendo a la estrella en formación, o bien girando a su alrededor. Estos trozos que orbitan, a su vez, son puntos de atracción gravitacional y, entonces, van ganando masa a expensas de otros, o los someten a su gravedad. Durante millones de años, hay miles y miles de colisiones cuyas huellas se pueden leer, por ejemplo, en la superficie de astros sin erosión que borre los efectos de los impactos (la Luna, Mercurio, el asteroide Ida) [12]; o en la inclinación de los ejes de rotación de los planetas, producida a raíz de grandes choques.

En otras palabras, y según lo pensamos hoy, los planetas serían un momento en la historia de lo que ocurre alrededor del Sol: fueron ganando masa, hasta que se volvieron esféricos y redujeron al mínimo los trozos que comparten el mismo espacio orbital; por eso, en este momento los impactos son muy reducidos y las órbitas no se cruzan: “Nuestro Sistema Solar está ahora en la fase final de limpieza del crecimiento” (Soter, 2007). Por su parte, los satélites son trozos que también están sometidos a la gravitación: se han formado de otros trozos y algunos tienen tanta masa que ya han adquirido forma esférica. Un planeta pudo haber sido un satélite: es lo que algunos piensan de Plutón en relación con Neptuno; un satélite pudo haber sido un planeta: de nuestra Luna se dice que constituía con la Tierra un sistema binario (McNab y Younger, 1999, p.44); un satélite pudo haber sido un asteroide (Fobos y Deimos, satélites de Marte) o un KBO (Tritón, satélite de Neptuno).

Según se dice hoy, los asteroides son fragmentos que no formaron un planeta a causa de las mareas gravitacionales de Júpiter. Pero cuando se descubrieron, también se introdujo la hipótesis que era material que no llegó a aglutinarse para formar un planeta, o restos de un planeta destruido por una colisión. Así mismo, Plutón y demás enanos de hielo, los KBO, son “embriones de planetas, reliquias astronómicas que guardan los materiales con los que se formaron los otros planetas y el Sistema Solar” (Semana, Nº 1.269, agosto de 2006). Asteroides y KBO son restos: el cinturón principal de asteroides tiene el 5% de la masa de la Luna y los KBO tienen 2,5 veces la masa de la Luna; desde uno de ellos puede que nunca se vea a otro (no es como en las películas, donde sería difícil evitar una colisión con uno de estos cuerpos si se viaja en sus proximidades).

Entonces, lo que llamamos Sistema Solar sería una configuración momentánea de un proceso regido por la gravitación. En unos cuantos millones de años, el cinturón de asteroides –fuente de los meteoritos que todavía caen en los planetas y hacia el Sol– habrá cambiado; ¿pasaría Ceres a ser entonces un planeta? Por su parte, entre los KBO habría una situación similar: Plutón, Eris y otros ya son esféricos, falta ver qué ocurrirá: ¿se formará un planeta?, ¿la situación está consolidada? Y en otros tantos millones de años más, el crecimiento del Sol –a causa del agotamiento del material que somete a fusión nuclear– lo llevará más o menos al tamaño de la órbita de Marte.

Bajo estas consideraciones, queda claro que no se trata sencillamente de denominar; se trataría, más bien, de abarcar un proceso con las herramientas disponibles hoy para la comprensión; y, de otro lado, de determinar los procesos susceptibles de ser comprendidos a partir de esas herramientas. La lista de planetas que se enseñe en la escuela es indiferente, mientras se opere como el legislador que le menciona Sócrates a Cratilo (tal vez irónicamente), o como dice la revista Semana (Nº 1.269, agosto de 2006): “los planetas siempre han estado y seguirán allí”, al mejor estilo de la Inquisición, cuando disputaba con Galileo: “[...] de acuerdo a esta Santa Inquisición, como vehemente sospechoso de herejía, por sostener y creer una doctrina falsa y que es contraria a la divina Santa Escritura, por sostener que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve de este a oeste, y por aprobar y defender dicho pensamiento, incluso después de haber sido declarado y definido contrario a la Sagrada Escritura” [13].


Escansiones culturales

Dar nombre: meter al código


Los descubrimientos astronómicos están entrelazados con los asuntos más domésticos de la sociedad. Como dice García Calvo (1973, p.79): “Aquello que les dio nombre no pudo menos de darles con ello mismo voz”. Sí: los cuerpos celestes hablan; y, de lo primero que hablan, es de los asuntos humanos: el mismo grupo de estrellas se llama, de acuerdo con la cultura que eleve la mirada, El gran cucharón, el Arado, el Burócrata Celeste, el Carro, la Osa Mayor. Así, el astrónomo oficial de Egipto encuentra convertida en constelación, como si la hubieran hurtado los dioses, la ofrenda que Berenice hizo al rey Ptolomeo III Euérgetes [14].

Los hombres miraron hacia el cielo y de ahí trajeron dioses: una estrella que no titila, con movimiento retrógrado, el segundo punto brillante de este tipo en el cielo, es Marduck para los babilonios, Odín para los nórdicos, Zeus para los griegos, Júpiter para los romanos. Siguiendo con esta línea romana, el punto de luz que nunca se aleja del Sol es Mercurio, mensajero de los dioses; el punto más luminoso es Venus, la diosa del amor y de la belleza (los mayas elaboraron un calendario religioso basado en sus ciclos de Gran Estrella, como la llamaban); el planeta rojo –como la sangre– es Marte, el dios de la guerra; el que se mueve más despacio es Saturno, el dios del tiempo. Algunos de los nombres oficiales siguen el orden genealógico de la mitología griega: Urano se bautizó así porque es el padre de Saturno (el planeta que sigue en proximidad al Sol), el cual es el padre de Júpiter, cuyo hijo es Marte; Neptuno y Plutón son, como Júpiter, hijos de Saturno.

El primer nombre que recibió Urano fue Georgium Sidus (la estrella de Jorge), pues Herschel quería compensar a Jorge III de Inglaterra con una estrella, debido a que acababa de perder las colonias británicas en América. Johann Elert Bode, quien propuso llamarlo con el nombre que lleva hoy, siguiendo el orden genealógico, bautizó una constelación con el nombre de Los Honores de Federico, en honor al emperador de Alemania; y a otras constelaciones les dio nombres como: Aparato Químico, Globo Aerostático, Oficina Tipográfica.

Piazzi bautizó su descubrimiento como Ceres Ferdinandea, en honor a Ceres, patrona de Sicilia (diosa romana de las plantas y el amor maternal) y al rey Fernando IV de Nápoles y Sicilia, patrón de su obra. Ferdinandea se eliminó luego por razones políticas.

El nombre de Plutón –sugerido por una niña– se aceptó entre cientos de propuestas, pues las dos primeras letras correspondían a las iniciales de Percival Lowel, astrónomo norteamericano que mandó a construir uno de los observatorios mejor dotados de su época para dedicarlo a la búsqueda de Plutón.

El nombre extraoficial de Eris era Xena, y fue tomado de una serie de TV actuada por Lucy Lawless, cuyo apellido significa“sin ley”. De ahí que su satélite se haya denominado Disnomia: divinidad de la anarquía.


Cambiar las reglas de juego


Desde la antigüedad, un planeta era, más o menos, aquel cuerpo celeste que giraba alrededor de la Tierra, de manera distinta a las estrellas (de ahí que se les hubiera descrito unos epiciclos). Luego, ayudado por los cálculos, Copérnico modificó el número de planetas mediante un cambio en la posición del observador; entonces un planeta era lo que giraba alrededor del Sol (las estrellas estaban fijas sobre la cara interior de una esfera).

Kepler, quien –al decir de Umberto Eco (1997)–procede como en la ciencia ficción, como el detective, le pone un límite al número de planetas, basado en la antigua asociación entre elementos y poliedros [15], cuyos grabados reproduce en el libro El misterio del cosmos.

Por su parte, Urano fue descubierto en el encuentro de tres asuntos cruciales: a) la posibilidad abierta por la investigación: no era imposible que hubiera otros planetas, pero deberían estar ubicados de acuerdo con la tercera ley de Kepler; se trata de una conquista posibilitada por una nueva posición en la que la existencia de otros mundos no podía acrecentar más el golpe narcisista –como decía Sigmund Freud (1916)–propinado por Copérnico al amor propio de la humanidad, cuando le arrebató a la Tierra el lugar privilegiado; b) la confirmación de una “ley” –luego se supo que era un azar– publicada tres años antes; de ahora en adelante, los cuerpos se prevén teóricamente y luego se verifica su existencia de forma experimental [16]; c) la dilatación de la mirada, gracias al mejoramiento continuo de los instrumentos de observación; ahora la mirada está mediada por aparatos que acrecientan su alcance [17], construidos gracias al conocimiento teórico de la óptica y a la tecnología. Claro que los logros técnicos también son asuntos culturales, pues no se aplican instrumentos en sentido unilineal; más bien, la historia produce sujetos capaces de usar instrumentos que terminan constituyendo a esos sujetos que inventan instrumentos que modifican la historia.

En el caso de Neptuno, el aumento en el número de planetas se debió a la aplicación de las leyes de la mecánica celeste de Newton (que le daban un sentido no empírico a las leyes de Kepler), las cuales implican postular la existencia de un cuerpo desconocido, dados los efectos que produce sobre otro ya conocido; así, y gracias a las características de los instrumentos usados, el cuerpo especulado se encontrará efectivamente. A partir de cierto momento, se da una división del trabajo de hecho: el matemático calcula y proporciona los datos al observador del cielo, el cual se sirve del diseñador de instrumentos. Es más, el descubridor de Plutón fue un trabajador a sueldo a quien le asignaron una labor en la que era previsible que encontrara algo (aunque en realidad los datos no eran precisos). Aquí descubrir ya no es como cuando Herschel fabrica un telescopio y –gracias a sus minuciosas observaciones– se topa con un objeto que resulta ser un planeta.

Pero, obrando con esos cálculos, también se hicieron previsiones de planetas inexistentes: como el perihelio de la órbita de Mercurio gira 43 segundos de arco más por siglo de lo predicho por la mecánica clásica de Newton, Le Verrier (quien hizo los cálculos que permitieron descubrir a Neptuno) pensó que un planeta aún más cerca del Sol, Vulcano, perturbaba la órbita de Mercurio. Pero la física clásica no permite explicar el comportamiento del perihelio de Mercurio, tuvo que hacerlo Einstein con su Teoría General de la Relatividad.

Pero también se hacen búsquedas por asociación–así como se usa mora para la sangre, porque se parecen–: como el 70% de las estrellas de la Vía Láctea son sistemas binarios, “los astrónomos están a la caza de la que sería la estrella hermana del Sol, Némesis [...] una enana café, es decir, una estrella que no alcanzó a generar fusión en su núcleo y se apagó”(Semana Nº 1.269, agosto de 2006). Némesis, diosa de la venganza y la fortuna, es una deidad antigua, no sometida a los dictámenes de los olímpicos.
La UAI conformó un Comité de Definición de Planetas, integrado por siete personas (astrónomos, escritores e historiadores­). “Tras dos años de investigación en las implicaciones astronómicas, históricas y culturales del problema” (SemanaNº 1.269, agosto de 2006) llegaron a un consenso. Así, El Tiempo(23-8-2006, Sección 1, p.17) informa que la UAI “someterá a la votación de sus miembros la semana próxima una nueva definición universal del término‘planeta’”. Sin embargo, los astrónomos “votaron a mano alzada para rechazar la enmienda propuesta por el ejecutivo de la UAI que ampliaba el Sistema Solar a 12 planetas” (El Tiempo, 25-8-2006, Sección 1, p.18).
Desde dónde hablan

Cuando Kepler explicaba por qué había sólo seis planetas, escribió: “Yo deseaba ser teólogo; pero ahora me doy cuenta a través de mi esfuerzo de que Dios puede ser celebrado también por la astronomía” [18]. Su tropiezo fue no poner en duda la idea de que las órbitas de los planetas eran circulares, pues debían ser perfectas, como los dioses. En la Epístola dedicatoria de la segunda edición de El secreto del universo, Kepler escribe: “No haya jactancia por mi parte ni admiración por parte del lector, cuando estamos haciendo sonar el eptacorde salterio de la sabiduría creadora, puesto que, tal como si un oráculo bajado del cielo hubiese sido dictado a mi pluma, así cada principal capítulo del pequeño tratado fue reconocido inmediatamente por quienes lo entendieron como completamente verdadero” (p.47).

Gracias al telescopio, Galileo pudo solucionar sus problemas económicos, dada la potencialidad militar –no astronómica– de su invento. Ahora bien, este telescopio no es sencillamente un producto del estado de la óptica en aquella época, sino una complejidad cultural sintetizada que muestra algo al que tiene la posibilidad de ver distinto: Ernesto Sábato (1984, p.18) cuenta que “La mayoría de los aristotélicos se negó en redondo a mirar por el tubo, asegurando que no valía la pena buscar semejantes objetos celestes, ya que Aristóteles no los había mencionado en ninguno de sus volúmenes”; así mismo, había quien decía que los satélites de Júpiter eran producidos por el telescopio (Ibíd.). Este instrumento contribuyó a cambiar el tamaño estimado del universo, transformando la historia que materializaba; y, a su vez, creó nuevos problemas (como la aberración cromática) que dieron pie a modificarlo en el futuro.

A quienes calificaban de casualidad su descubrimiento, Herschel les respondió: “Había leído con atención el Gran Libro del Autor de la Naturaleza y ahora había llegado a la página que contenía el séptimo planeta”.

Cuando se decidió considerar asteroides a una veintena de cuerpos que se habían estimado como planetas, hubo un cambio de criterio, pues ahora planeta sería todo cuerpo celeste que orbita el Sol y que sobrepasa cierto umbral mínimo de masa (definido arbitrariamente, de manera que quepan unos y no quepan otros).

La supuesta ley de Titius-Bode –que previó con exactitud la existencia de Ceres– no tiene base teórica alguna, es una coincidencia: un astrónomo se puso a jugar con series numéricas y vio que una en particular se adaptaba a las distancias de los planetas al Sol. No se conocían otros planetas, pero este planteamiento les daba un lugar, por si se descubrían. Y así ocurrió, hasta el descubrimiento de Neptuno, pues éste queda a la mitad del siguiente planeta previsto por tal ley; y Plutón se encuentra donde debería estar Neptuno. De igual forma, habría un planeta a 77,2 UA y así ad infinitum, cosa que volvería a poner el Sistema Solar en una suerte de centro.

En su tesis doctoral, Hegel pretendió demostrar que el Sistema Solar sólo podía tener siete planetas, lo cual hacía imposible la existencia de Ceres. La defensa de la tesis tuvo lugar varios meses después del descubrimiento.

La primera noticia de prensa, la víspera de la decisión de la UAI, fue que “la astrología no se afectaría por el ajuste planetario” (El Tiempo, 23-8-2006). En ese momento, la decisión era agregar tres planetas –Ceres, Caronte y Eris– pero, como se sabe, la asamblea resolvió crear la categoría de planeta-enano en la que entraban esos y otros que tengan iguales características. La noticia, entonces, cita a los especialistas: una astróloga francesa declaró a la AFP que la adición mencionada “no cambiará en nada mi práctica”, y que la astrología es “un método muy antiguo que se basa en observaciones repetidas desde hace miles de años”. La noticia cita a otro astrólogo francés para quien la astrología establece correspondencias entre componentes del ser humano y los del Sistema Solar: “la Luna [...] se asocia al arcaísmo y a lo impulsivo porque corresponde a los primeros momentos de la vida de un ser humano. Saturno, el más lejano de los planetas visibles a simple vista, se asocia a la vejez y la muerte. Los planetas situados más allá de Saturno [...] no se asocian al desarrollo individual, sino a la psique. El reciente descubrimiento de Xena, ubicado más allá de la órbita de Plutón, abre entonces una puerta porque Plutón era hasta hace poco considerado ‘como la capa la más profunda de la psique colectiva’”. Este saber, entonces, es refractario a lo que ocurre en la astronomía.

Tomada la decisión, unos días después (septiembre 5 de 2006), la prensa informaba de una rebelión de 300 astrónomos –en su mayoría de Estados Unidos– que pretenden cambiar la definición en el 2007, para restaurarle su condición a Plutón. “Los organizadores de la iniciativa son Mark Sykes, director del Instituto de Ciencias Planetarias de Tucson (Arizona, EU), y Alan Stern, director de la New Horizons de Plutón, una sonda automática de exploración lanzada en enero y que transporta parte de las cenizas de Clyde Tombaugh, el astrónomo estadounidense que lo descubrió en 1930” (El Tiempo, 5-9-2006).




Descubrir un planeta: estar a la altura



El descubrimiento de Neptuno suscitó una disputa entre Inglaterra y Francia, tal como lo ilustra la siguiente caricatura de la época, que muestra a Adams buscando a Neptuno en un lugar equivocado del cielo, antes de descubrirlo en los escritos de Le Verrier, quien sí acierta a mirar hacia donde es.



El equipo que descubrió a Eris había planeado aplazar el anuncio hasta que se hicieran más observaciones que permitieran determinaciones más acertadas del tamaño y masa del cuerpo, pero adelantaron el anuncio al conocer que el rumor del descubrimiento se habría difundido y podría ser anunciado por otra persona. Ahora bien, por la inclinación de su órbita, no había sido descubierto, pues la mayoría de las búsquedas de objetos grandes en las áreas más alejadas del Sistema Solar se concentran en el plano de la eclíptica en el que se encuentra la mayoría de la materia del Sistema Solar.

Para que Estados Unidos no salga de la lista de los países cuyos investigadores han descubierto planetas, dos astrónomos estadounidenses usan todas las formas de lucha: Sykes ataca la nueva definición por “no responder a criterios científicos fundamentales” y Stern la ataca por vicios de forma: cuando se votó en la clausura de la asamblea general de la UAI, sólo estaban presentes 428 miembros, siendo que la UAI tiene casi 10 mil. La noticia de El Tiempo (5-9-2006) cita estas palabras de Jeffrey Bennett –de la Universidad de Colorado, EE.UU–: “Esperemos que el asunto de Plutón no haya sido solucionado como la guerra en Irak”. Sus palabras –según el cable de prensa de AFP, pues El Tiempo no publica esta parte– “eran una referencia irónica a la forma en que el presidente estadounidense, George W. Bush, anunció el final de la guerra en Irak, tras la caída del régimen del ex dictador iraquí, Saddam Hussein, en 2003”.

En fin, los planetas hablan: descubrirlos es toda una competencia olímpica; nombrarlos es hacer favores políticos; darles una ubicación es agregar variables al florilegio cultural; las lógicas que los sustentan sostienen las instituciones humanas; se les rinde culto, se los supone dispuestos con arreglo a las vicisitudes humanas, se les lleva cenizas de cadáveres. Las decisiones científicas se toman a mano alzada, mediante la contabilidad de los votos de quienes tuvieron la paciencia de aguantarse una asamblea hasta el final. Los cálculos se consideran o se desestiman a capricho personal. Cálculos errados pueden conducir a descubrimientos. Astrólogos y astrónomos recrean sus más supersticiosas creencias. Se habla de Plutón como“hijo problema de la familia solar” (Semana Nº 1.269, agosto de 2006), la decisión de pasarlo a otra categoría se considera una degradación. Puede que los hombres no hayan pisado la Luna, pero ya las fotos –cuyos originales desaparecieron de la nasa– están en la memoria de nuestra retina, y quienes las tomaron –así haya sido en un estudio muy bien ambientado en la Tierra– ya portan el honor de ser un Imperio en cielo y tierra. “Podemos sospechar de una teoría por su interés práctico y del Orden cósmico por el sustento práctico que aporta al Orden que teóricamente lo sustenta” (García Calvo, 1973, p.178).

CONTINUARÁ

Notas

[12] No obstante carecer la Tierra de esas propiedades, en Arizona tenemos un cráter de impacto todavía visible, con un diámetro de 1,2 km. Recordemos también la teoría que explica la desaparición de los dinosaurios como efecto de la colisión con un cometa hace millones de años en la Tierra.
[13] Condena por herejía (1633) que ministros del Santo Oficio emitieron en contra de Galileo.
[14] El rey había emprendido una venganza contra Seleuco II, rey de Siria, y Berenice, recién casada con él, prometió una trenza de su cabellera a Venus Zefirítide, para que su marido regresara de la guerra. Tras la victoria, y cumplido el voto, la trenza desapareció del templo (Dolç, nota a pie No. 124, p. 87).
[15] Empédocles asoció el cubo, el tetraedro, el icosaedro y el octaedro con la tierra, el fuego, el agua y el aire, respectivamente. Estos eran los cuatro elementos de los griegos antiguos. Luego, Platón asoció el dodecaedro con el Universo pensando que, dado que era tan distinto de los restantes, debía tener relación con la sustancia de la cual estaban hechos los planetas y las estrellas.
[16] Lo mismo sucederá después en el mundo microscópico con las llamadas partículas elementales.
[17] Más adelante tendremos también búsqueda en gamas no perceptibles de la luz: la radioastronomía. Así, por ejemplo, la luz infrarroja de Eris “reveló presencia de metano helado, lo que indica que su superficie es bastante similar a la de Plutón” (http://es.wikipedia.org/wiki/(136199)_Eris).

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