Dime qué quieres, para saber qué debo hacer
Lo primero que muchos estudiantes aprenden del profesor es si ante él es necesario hablar bastante, guardar silencio, hacer preguntas, sentarse adelante, etc. Y esto se logra cuando ya el profesor ha explicitado lo que para él es legítimo como comportamiento, como intervención en clase, como respuesta, como trabajo. Por eso, el mismo estudiante puede asumir posiciones distintas, incluso responder de maneras excluyentes, en función del profesor que desafía su desempeño; por ejemplo, tratar de argumentar, en una clase, y aprenderse de memoria los contenidos, en la clase siguiente.
Lo que está en juego, todos lo saben, es un sello de carita feliz en la mano, una calificación, una izada de bandera, un juicio en público, un “ponerse entre ojos”, un ascenso, un privilegio, un premio, un castigo... Y la evaluación es el terreno donde más se juegan las decisiones que afectan a los estudiantes. Por eso, a ella se le ha respondido sistemáticamente con la trampa antes, durante y después del examen. a) Antes del examen: conseguir las preguntas, pidiéndoselas a los compañeros que ya cursaron ese nivel o a los que lo cursan paralelamente, metiéndose a la sala de profesores, e incluso pagándole a la persona encargada de duplicarlos, a la fotocopiadora donde el profesor acostumbra reproducir los exámenes, etc. b) Durante el examen: mirando el escrito de otro, mostrando el escrito a otro, “soplando” —incluso con lenguaje de señas—, suplantando al evaluado, o copiando de un texto no admitido durante la prueba, que puede ser un libro, unas notas, un cuaderno, o un texto más o menos cifrado en el pupitre, en el techo, en el cuerpo o en un papelito que tiene varios nombres en el país: “soplete”, “copialina”, “chancuco”, “pastel”, “machete”... y que puede ubicarse en muchas partes, etc. c) Después del examen: hurtando todas las pruebas respondidas, denunciando un fraude para que se anule el examen, haciendo el reclamo por una mala calificación puesta en un falso formulario bien respondido, etc.
¿Asunto solamente de estudiantes?
Las reflexiones anteriores son aplicables a otros estamentos; por ejemplo, cuando los profesores están en posición de evaluados, muchas veces proceden de la misma manera: cómo hacer para que la institución o el gobierno crea que soy bueno. Así también a escala institucional, pues hay muchas normas que castigan o que otorgan estímulos a partir de ciertos procesos de evaluación. La ley 115/94, por ejemplo, otorga estímulos a las instituciones mejor evaluadas (art. 84); a los educadores estatales mejor evaluados (art. 133); a docentes y directivos cuyas instituciones y educandos se des¬taquen en los procesos evaluativos (art. 192); a los 50 estudiantes con más altos puntajes en el examen de Estado (art. 99); a los estudiantes que obtengan los primeros lugares en “rendimiento académico” (art. 101). También el gobierno —con la idea de que el “estímulo” es motor de la calidad— creó el Programa Nacional de Incentivos, que destinó 144 mil millones de pesos a los docentes e instituciones mejor evaluados.
¿A qué lógica podría obedecerse, cuando se ofrecen premios, ingreso a educación superior estatal, subsidios educativos? La ley dice qué es lo válido, y los afectados o beneficiados determinarán en qué es más provechoso prepararse; o, lo que es más crudo, con arreglo a qué conveniencia hay que organizar los actos. ¿Pa’ donde va la población?, ¡pa’ donde va la evaluación! Así, mediante la evaluación, el men podría aprender muy poco sobre las instituciones cuando ordena “autoevaluaciones”, pues las instituciones estarían decidiendo la forma de responder, en función de garantizar unos recursos. Y esto se cumple para el caso de buscar deliberadamente un resultado positivo o uno negativo, en busca de un premio o para evitar unas sanciones. Y sus “heteroevaluaciones” no son más que la autovalidación de sus conceptos previos, indiscutibles por norma. En el campo pedagógico el correlato de esto es la famosa “motivación”: aprenderse las tablas de multiplicar para ganarse una banderita o para no ser sancionado, en nada toca el deseo de aprender.
En este contexto, recientemente se publicitaron dos escándalos en Colombia: de un lado, el de unos representantes a la cámara, alcaldes, exalcaldes y candidatos cuyas matrículas fueron canceladas por una universidad de Bogotá, a causa del plagio en un trabajo que presentaron para el postgrado de Gobierno y gestión pública. Y de otro lado, el de 100.000 casos de trampa (entre un millón de pruebas), en las evaluaciones “Saber”, aplicadas este año en quinto y noveno grados. Lo curioso de este último caso es la manera como se descubre la trampa: las pruebas en mención son de escogencia múltiple, de manera que si todos los estudiantes de un salón sacan buenos resultados, no puede saberse si hay trampa (todos pueden saber); pero si en un salón todos los estudiantes sacan la misma respuesta incorrecta (que tiene una probabilidad del 25%), necesariamente es porque alguien les dictó las respuestas, pero se las dictó mal.
Y bien, los que cuidaban las pruebas eran los profesores de los estudiantes evaluados, de manera que fueron ellos quienes hicieron trampa, con el agravante de que no sabían escoger las respuestas correctas de las pruebas. Es decir, de un lado, ya es claro para los maestros que las llamadas “evaluaciones de la calidad”, aunque el gobierno lo niega todo el tiempo, tienen una función sancionatoria hacia ellos. Y, de otro lado, no se sabe qué están evaluando los diseñadores de pruebas, ni en qué país. ¿Acaso las preguntas están bien hechas?, ¿son pertinentes?, ¿consultan las prácticas específicas de los docentes? Saltan a la vista los resultados de querer cambiar la educación mediante la evaluación.
Entonces, ¿qué significa la evaluación?
La evaluación no estaría midiendo los efectos de un plan, o de la enseñanza, o de la implementación de una medida, sino que estaría produciendo un comportamien¬to, una realidad educativa. Por ejemplo, a lo largo de su existencia, el examen de Estado ha sido permanentemente objetado por memorístico, clasista, tramposo, obsoleto, no predictivo, de impacto negativo, etc. Sin embargo, con nuestros actos todos lo hacemos funcionar:
- Maestros en ejercicio construyen las preguntas de la prueba.
- Los colegios trastocan su dinámica al tomar los puntajes del examen de Estado como principal criterio de valoración de su labor.
- Los maestros “ofrecen preparación” a los estudiantes, de manera que los últimos grados en buena parte se han ido convirtiendo en un pre ICFES.
- Los estudiantes se preocupan por “prepararse” para obtener buenos puntajes en la prueba.
- Prolifera una serie de “Institutos especializados” que ofrecen capacitación para presentarse al examen.
- Algunos autores (generalmente docentes) diseñan libros con preguntas y respuestas como las de la prueba.
- Estudiantes y familiares se sienten “orgullosos” y algunos regalos se distribuyen cuando los puntajes son altos; otros “lamentan su suerte” y algunas sanciones se distribuyen cuando los puntajes son bajos.
- Algunas investigaciones usan los resultados del examen de Estado como indicador de calidad.
- Las políticas oficiales se sirven de los resultados del examen como fuente de información para elaborar diagnósticos de la situación.
- La Ley General de Educación otorga estímulos sobre la base de los resultados en el examen de Estado.
- Los medios de comunicación publican el listado de colegios y sus puntajes.
Es decir, todos hacemos funcionar la evaluación; lo que se dice en su contra no es más que un mecanismo de esa construcción social. Pocas experiencias e investigaciones se dirigen a controvertirla realmente. El examen de Estado, por ejemplo, es una de las formas como se materializa la educación colombiana, pese a la tendencia a calificarlo como un “obstáculo” que vendría a aparecer “al final”. El impacto que ha tenido está en íntima relación con nuestras propias expectativas sobre el sistema educativo. Por ejemplo, la comunicación “amarillista” de los resultados —que bajo la suposición de que allí está teniendo lugar una medición del conocimiento, exhibe perdedores y vencedores (clasificando a veces por regiones, sexos, zonas, modalidades, etc.)— es exigida por la opinión pública a la prensa y al ICFES.
Ejemplos de cómo la enseñanza no es ajena a la trampa
Cuando el maestro supone que el nombre representa al objeto, impone un “nominalismo”; así, el evaluado debe proporcionar los nombres que supuestamente constituyen el saber: autores, obras, fechas, lugares, máximas, accidentes geográficos, personajes, héroes, gobernantes; también en ciencias naturales, con un énfasis en nombres de plantas, animales, partes de los organismos, niveles taxonómicos, compuestos, elementos, números atómicos. Nombres que caben en un soplete.
Cuando el maestro supone que el conocimiento está constituido por leyes incontrovertibles en la medida en que fueron demostradas una vez con un método infalible, impone un “formulismo”; así, el evaluado debe recordar y aplicar fórmulas, a través de secuencias con diversos grados de complejidad: balancear reacciones, encontrar los compuestos resultantes, averiguar la velocidad inicial, la fuerza resultante, la energía consumida, demostrar el teorema, hacer el cálculo, despejar la incógnita, etc. Fórmulas que caben en un soplete.
Cuando el maestro supone que la relación con el objeto respectivo es la de un deber-ser, necesario, preestablecido e incuestionable, impone un “normativismo”; así, el evaluado debe traer a cuento o aplicar las normas: cómo debe hablarse, cómo sacar provecho de la lectura, como escribir bien, cuáles frases son gramaticales, cuáles comportamientos deben caracterizar al sujeto, qué actitudes son condenables, etc. Normas que caben en un soplete.
¿Un asunto condenable?
Ninguna institución educativa se ha propuesto que los estudiantes hagan trampa, pero todas lo han logrado; ninguna institución educativa ha enseñado a hacer trampa, pero todos los que hemos pasado por ella sabemos de la trampa, bien sea por haber hecho, por haber querido hacer, por haber visto, o todas las anteriores. La trampa no es sencillamente una actitud antiética, pues proviene de una característica inherente a la evaluación: si de tus preguntas depende mi suerte, te responderé como te gusta (que no es necesariamente la manera veraz o justa).
Por esto, cuando la trampa nos lleva solamente a hacer llamados moralistas, no sólo no entendemos lo que pasa, sino que no obtenemos una razón para repensar nuestras prácticas educativas. Hay algo de insincero en la manera de pedir resultados que se manifiesta en la insinceridad que constituye las formas de responder que recurren a la trampa. ¿En realidad es tan particular el proceso, cuando el profesor puede hacer el mismo examen año tras año?, ¿o en distintos salones del mismo nivel? ¿Se trata de un proceso de construcción cognitiva, cuando las respuestas pueden caber en un papelito? ¿En realidad se trata de desafiar el intelecto del estudiante, cuando los ensayos se agotan en el corto circuito maestro/estudiante?
La respuesta moralista, que nada permite comprender, no se hace esperar: en calidad de “testimonio” moralista, el periódico El tiempo cita el caso de un estudiante que reconoce haber sido “arrastrado” por los compañeros para aprobar química, pues —según sus propias palabras— “no tenía otra salida”, y, sin embargo, lo ponen a afirmar que “nada justifica la copia”. Obsérvese que si el personaje existe y si realmente dice eso, lo dice después de que la trampa rindió sus frutos; si no tenía otra alternativa, para él sí se justificó la copia. Hoy estudia comunicación social, donde no necesita saber de química, pero a donde está gracias a haber hecho creer que sabía.
En esa misma dirección están las declaraciones del director del ICFES, en una columna al lado de la noticia del fraude. Dice que esta época requiere más autenticidad (o sea que si retrocedemos en el tiempo, cada vez se necesita menos autenticidad; además, ¿qué tiene esta época de especial para que el llamado moralista sea vigente?); dice que debemos acometer de manera genuina nuevos retos (no explica por qué los que llama “retos” son nuevos, ni por qué requieren comportamientos genuinos); dice que debemos reconocer con humildad qué sabemos y de qué somos capaces (como si en las situaciones específicas ese fuera el comportamiento con el que se triunfa). Y lo que es peor, el director del ICFES plantea que debemos “pasar del pensamiento mágico al científico” (como si esa afirmación no fuese justamente una manifestación del pensamiento mágico).
Estos llamados al buen comportamiento —que todo el mundo está en capacidad de hacer, así no los use en otros contextos—, forman parte de la legitimación de la situación que se denuncia. Si la trampa no fuera tan funcional, no estaría tan diseminada.
Con todo, nos parece que los hechos en mención son utilizables para reflexionar sobre la manera como en las instituciones educativas nos estamos relacionando con el saber, sobre el sentido de la enseñanza, sobre el sistema de premios y sanciones. En fin, sobre las condiciones que estamos creando en las instituciones educativas para producir sujetos que se relacionan de cierta forma con los otros, a propósito, por ejemplo, del saber. Y no se trata solamente de los maestros o de los directivos, pues todos ponemos —de manera heterogénea—, mediante nuestros desafíos y nuestras respuestas.
El mundo de hoy, al contrario de lo que afirma el director del ICFES, brinda las oportunidades para ser “impostores con actuaciones ajenas”. Pero en cada caso, eso pasa por la decisión personal. Usted, amigo lector, ¿está haciendo algo para neutralizar esa situación, para producir unas condiciones de posibilidad en las que quedar bien, aparentar que se sabe y disimular que no se sabe, no puedan ser maneras de ser en la institución educativa? ¿O la situación, tal como está, le conviene? Ponemos, entonces, a discusión la idea de que la trampa no es algo insólito que aparece al final del proceso, sino que estímulos, evaluación y trampa forman entre sí una urdimbre, a cuya pragmática obedecemos todos de alguna manera.
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