miércoles, 18 de septiembre de 2024

¿Neuroeducación?

 

La revista de la Organización de Estados Iberoamericanos —Revista iberoamericana de educación—, Vol. 78 #1 de septiembre-diciembre de 2018, tiene un monográfico denominado «Neurodidáctica en el aula: transformando la educación».

 

Un abrebocas 

Chema Lázaro Navacerrada y Susana Mateos Sánchez hacen la Presentación del monográfico de la revista de la OEI. Él es profesor investigador, CEO de Niuco, un negocio español de venta de asesorías a nombre de la ciencia, pero no es neurocientífico; y ella es jefa de Estudios del Colegio bilingüe Humanitas de Torrejón (España). Allí señalan lo siguiente:

 

-         «[…] el cerebro aprende a través de la experiencia […]»;

-         «[…] uno de los principios de la neurodidáctica […] es que no se puede aprender sin emoción. Y es aquí donde entra en juego nuestro cerebro emocional, en los mecanismos básicos para el aprendizaje, así como los neurotransmisores implicados en el mismo, en conexión con el área prefrontal del cerebro, sede de las funciones ejecutivas, imprescindibles para un adecuado aprendizaje»;

-         «[…] nuestro cerebro aprende mejor en compañía de otros y, por tanto, nuestro cerebro es social»;

-         «por ello, en la medida en la que utilicemos metodologías activas y participativas, como el aprendizaje cooperativo y el aprendizaje basado en proyectos, no sólo fomenta las relaciones sociales, sino el nivel de atención en la tarea. Y si además lo hacemos a través del juego, esto genera placer y bienestar, impactando directamente en su nivel de motivación»;

-         «[…] hábitos saludables como el ejercicio físico y una buena alimentación influyen de manera significativamente positiva en nuestro cerebro, predisponiéndolo en mejor medida hacia los nuevos aprendizajes y a consolidar los que ya tienen». 

¡Son las mismas ideas de antaño!: la experiencia, la emoción y la interacción como parte del aprendizaje; el fomento educativo de la actividad, del juego y de la participación; la consideración de la salud física como condición del aprendizaje... sólo que esta vez están adosadas con palabras venidas de las neurociencias (no por razonamientos de la disciplina), poniendo al ‘cerebro’ como punto-de-referencia. Basta reemplazar ‘cerebro’ y tendremos frases conocidas en el ámbito educativo desde hace siglos: “el sujeto aprende a través de la experiencia”, “el sujeto aprende mejor en compañía de otros”, etc. Nada que no hayan dicho los pedagogos clásicos y, mucho después, los psicólogos.

Claramente, NO se trata de lo que la ciencia puede decir, sino de sendas recontextualizaciones, hechas por dos educadores, no por neurocientíficos. Claro está que la recontextualización también puede ser hecha por científicos, caso en el que ganan otro tono de enunciación; suele suceder que, dado su prestigio en una disciplina, se pronuncien sobre asuntos ajenos a su objeto de conocimiento.

 

Cinco principios 

El primer artículo se llama «5 principios de la neuroeducación que la familia debería saber y poner en práctica». Es escrito por David Bueno y Anna Forés. Ambos son de la Universidad de Barcelona (España): el primero, de la Sección de Genética Biomédica, Evolutiva y del Desarrollo; y la segunda, del Departamento de Didáctica y Organización Educativa.

El científico y la educadora, pues se van a referir a la educación desde la perspectiva de las neurociencias. Sin embargo, ¿basta con que las dos partes estén representadas por sendos personajes? Un encuentro no constituye una interdisciplina. Las perspectivas pueden ser tan diversas que el terreno común para poder hablar no sea ninguno de los aludidos en el tema del monográfico, sino el sentido común de la recontextualización de la neurociencia, en el ámbito ya recontextualizador de la educación. Y, si no, véanse las expresiones en el título del artículo: “que la familia debería saber”, y en el nombre del monográfico: “transformando la educación”.

La neurociencia es un ámbito muy activo, con mucha producción, pero no podemos decir que tiene “avances en educación” (lo que en la revista se denomina con un neologismo que, no por curioso significa algo en términos epistémicos: “neuroeducación”). Alentados por esta ilusión, ahora los autores quieren que las familias lo apliquen en la vida cotidiana. Esto sólo prueba lo que decía Basil Bernstein: que la diferencia en los resultados educativos estaba relacionada con la manera como la escuela está incorporada en la vida familiar: ¿quiénes están dispuestos a “poner en práctica” los principios esbozados en la publicación?

Sin que se haya sustentado la pertinencia del espacio así creado, los autores sueñan con que padres y madres optimicen el aprendizaje y el desarrollo cognitivo de sus hijos mediante el conocimiento de los principios de la neurociencia. ¿Y cómo?: ¿se trata de que se vuelvan neurocientíficos? No, más bien de que se apropien de unas consignas y las pongan a andar. O sea: pasamos del campo de saber al campo de la política (de una débil política, además). Según los autores, ello impactaría positivamente la calidad de vida de la familia. No estudian la relación entre condiciones educativas y nivel socioeconómico, que podrían estar determinadas no por los buenos propósitos de una política educativa ad hoc, sino por las relaciones sociales.

Veamos los principios a los que se refieren:

 

Cada cerebro es único 

Y, por tanto, cada persona. Por esa vía, lo mismo ocurre con los chimpancés; de hecho, no hay dos ejemplares idénticos de ninguna especie. El asunto es si esa singularidad es relevante. Cuando se ponen veinte mil huevos por vez (como ciertas especies de ranas), es seguro que un alto porcentaje va a ser devorado por otros animales. La “apuesta” de la especie es por los sobrevivientes, sean los que sean. Necio sería ponerle un nombre a cada uno. En cambio los seres humanos tienen nombre; su singularidad no está en el hecho de que cada cerebro sea único, sino en el hecho de que ha sido producido subjetivamente, por lo cual sólo tiene la opción de ser único. Compartimos más del 99% de los genes con los chimpancés, los cerebros de ambos son únicos, pero los hombres son singulares. Si bien los chimpancés también, esa singularidad no es relevante; lo relevante es el hecho de que pertenecen a la misma especie, es decir que son particulares. Para la especie, el asunto es que se reproduzcan. Los hombres, en cambio, ya no pueden ser definidos por las características de la especie, una vez han devenido seres hablantes, pues ahora no pueden formar conjunto (que es una propiedad de lo singular). Si podemos decir que los chimpancés pertenecen a una especie es porque son particulares (son parte de). Esto se puede decir en jerga recontextualizada de la neurociencia: el cerebro de cada uno combina de forma única factores genéticos y experiencias personales, plasticidad cerebral manifiesta en las conexiones sinápticas. Pero, aun así, no es cierto que esto sea lo que permite a cada persona desarrollar su propia manera de pensar, actuar y sentir —como dicen los autores—, pues esa diferencia no está en los cerebros, sino en el lenguaje, en la cultura. Otra cosa es decir que el cerebro es condición material de que haya lenguaje, pero no determina al lenguaje ni, por lo tanto, la singularidad.

Uno puede decir que cada interacción y experiencia que tienen los niños influye en la formación de nuevas conexiones neuronales, o puede decir que cada interacción y experiencia que tienen los niños influye en la formación de vínculos, de preguntas, de saberes… que, por supuesto tienen soporte en el sistema nervioso central pero que —otra vez— no están determinados por dicho sistema. Si lo que afecta el desarrollo cognitivo y emocional son las conexiones cerebrales, pues uno tendría que quejarse de su cerebro y no de las decisiones que ha tomado en relación con los demás y con la cultura.

De estas ideas elementales, que no necesitan el soporte de las neurociencias, los autores concluyen que padres y educadores deben ser conscientes de que cada experiencia cuenta en la formación del cerebro de los niños. Pero ¿cómo introducir un “deber ser” cuando se está hablando de neurociencias? El tema de “ser consciente” implica un contexto distinto al estudio del sistema nervioso central. Se habla de que padres y maestros tendrían una responsabilidad, cuando de lo que se está hablando es de la determinación biológica, donde no cabe la posición ética. Ésta sólo tiene lugar si consideramos un ámbito más allá de la determinación. Proporcionar entornos estimulantes y seguros a los niños corresponde a la cultura, a la sociedad, a la familia, a las decisiones de cada uno; y está tan alejado de la determinación biológica, que podemos esperar todo lo contrario… a diferencia de las especies animales, donde es esperable cierto margen de comportamiento ante estímulos parecidos. Por eso podemos decir que los animales son particulares, mientras que la imprevisibilidad de los seres humanos los distancia de las propiedades comunes de la especie y los pone en relación con otros asuntos.

Los enfoques educativos y de crianza tienen en cuenta estas cosas desde los orígenes de la humanidad, cuando no había neurociencias, y todo por atender a la condición humana, sin necesidad de haber entendido la condición neuronal. Entender la condición neuronal es un hallazgo muy importante, pero no reemplaza las condiciones que no tienen que ver con lo biológico. Que “cada niño es diferente” lo sabemos después de una mínima experiencia con los demás, sin entender de sinapsis. Y si ahora se intenta sustentarlo mediante la idea de las sinapsis, es en un ejercicio en el que se usurpan saberes que sí apuntan a caracterizar la singularidad humana, tales como la filosofía, la antropología, la sociología, el psicoanálisis. Que los efectos de la familia y la educación se producen uno por uno lo sabemos, igualmente, a partir de la vida social. Que los niños no aceptan todo lo que se les ofrece o lo que se les exige no lo entendemos a partir de los consejos de un tándem entre un biólogo y una educadora, sino a partir de cualquier interacción social con los niños.

 

Epigénesis 

Según los autores, el desarrollo del cerebro tiene que ver, de un lado, con la base proporcionada por los genes; y, de otro lado, con la experiencia. Por eso hablan de epigenética, es decir, de los cambios en la expresión de los genes que no alteran la secuencia de ADN. Así, los genes no determinarían completamente quiénes seremos. En tal sentido, las decisiones de los padres serían importantes; pero, en este punto, a los autores sólo se les ocurre hablar del consumo de sustancias durante la adolescencia. ¡Un discurso moral adornado de palabras altisonantes de las neurociencias!: no consumas sustancias, pues dejarán marcas en las células reproductivas, lo que, a su vez, influirá en el desarrollo cerebral de tus hijos! ¿Qué entender, entonces, por la base que proporcionan los genes para el desarrollo del cerebro? La influencia significativa de los padres en el desarrollo de sus hijos ¿está en el punto justo para introducir un discurso moralista? ¿No estaría, más bien, en su inserción en la vida social, en la vida cultural, en sus decisiones subjetivas, en el deseo hacia sus hijos?

 


Desde antes del nacimiento 

Los autores informan que el cerebro empieza a formarse y a establecer conexiones neuronales desde las primeras semanas de gestación (de una vez, advertencia para quienes exigen la legalización del aborto, pues esto presenta una forma más de sustentar que en el aborto de está matando a un ser humano). Destacan que las decisiones que toman las madres durante el embarazo, en relación con alimentación y actividad física, tienen un impacto directo en el desarrollo cerebral del feto. ¡Otra vez un discurso moral!: madres, si no hacen ejercicio y comen bien, ponen en riesgo el cerebro del niño por nacer… como si las relaciones sociales fueran homogéneas, como si por el hecho de ser gestante una mujer tuviera a su disposición la alimentación balanceada que recomiendan dietistas y nutricionistas, así como el tiempo para realizar unos ejercicios adecuados. Pero, entonces, ¿cómo sobrevivió la humanidad antes de que existiera la medicina moderna? Recordemos que los dietistas y los nutricionistas son del siglo XX y sólo fueron posibles por los descubrimientos hechos en el siglo XIX sobre las vitaminas y los nutrientes.

Según este discurso moralista, los hijos más activos físicamente provienen de madres que practican ejercicio físico durante el embarazo. Es decir, las personas no toman la decisión de ser activas físicamente, sino que eso está determinado por lo que hizo la madre durante el embarazo. Y aquí retorna el discurso moralista: si consumes tabaco mientras estás en embarazo, hay más riesgo de que tu hijo desarrolle trastornos mentales. ¡Como si los trastornos mentales se transmitieran epigenéticamente! Si así fuera, la medicina no habría desarrollado la psiquiatría, sino únicamente la neurología. Para la medicina misma es evidente que la llamada enfermedad mental generalmente no tiene causas genéticas.

Estamos suponiendo un traspaso material (marcas en las células reproductivas, dijeron) y, a continuación, como si fuera la misma cosa, se refieren a las interacciones emocionales entre los padres durante el embarazo, en relación con las influencias en el cerebro del feto. Consumir drogas y mantener cierto tipo de interacción emocional ¿son del mismo nivel de análisis?

La moraleja que sacan los autores es la importancia de cuidar tanto el cuerpo como la mente durante el embarazo para fomentar un desarrollo cerebral saludable. Tal vez creen estar inventando ese eslogan, siendo que Juvenal lo escribió el las Sátiras, en el siglo II: “mente sana en cuerpo sano”… lo cual también tenía su toque moralista, pues la frase completa dice: “Debemos orar para que haya una mente sana en un cuerpo sano”. Con todo, las otras especies que tienen cerebro no cuidan su cuerpo y su mente durante el embarazo siguiendo consignas de iluminados, pues su relación con ambas cosas es instintiva. Por eso tienen un desempeño estándar, gracias al cual han podido sobrevivir. Si con el hombre hay que tener esas precauciones, es porque su estatuto no es natural; como venimos diciendo, es social, cultural.

 

Plasticidad cerebral 

Aunque la mayoría de las neuronas ya están presentes al nacer, según los autores es mediante las experiencias y el aprendizaje que el cerebro sigue construyendo y fortaleciendo sus conexiones. Ahora bien, ¿por qué los chimpancés —que también tienen cerebro, que también tienen experiencia y aprendizaje— no hacen neurociencias? Pues porque no tienen lenguaje. De manera que ‘experiencia’ y ‘aprendizaje’ son de un orden muy distinto cuando de los seres hablantes hablamos, pues no se trata de la experiencia peculiar de una especie, sino de la experiencia que nos define y no puede ser sin el otro; de ahí que Bachelard sugiera hablar de experimentación en la ciencia y no de ‘experiencia’. Mientras que la experiencia es sensible, la experimentación es inteligible.

Así las cosas, ¿no resulta contradictorio decir —como lo hacen los autores— que el cerebro se adapta y, al mismo tiempo entender —como hace Ortega y Gasset— que el ser hablante no se adapta al medio sino que lo transforma? También hace falta aclarar lo que significa la afirmación de que el cerebro cambia a lo largo de la vida, pues los cambios en el cerebro del chimpancé serán concomitantes con las rutinas (el instinto es repetitivo) de alimentación, protección y reproducción del animal. Pero, en el caso del ser hablante es algo muy distinto, porque hay un acervo cultural inmenso y renovado todo el tiempo; y el soporte de tal motivo de cambio no es principalmente una experiencia empírica, sino una vivencia social; no con soporte cerebral, sino con soporte simbólico (la escritura).

Con tales ideas, los autores llaman a proporcionar entornos ricos y estimulantes para que el cerebro infantil desarrolle una mayor cantidad de conexiones neuronales, lo que a su vez contribuye a una mayor capacidad de aprendizaje y resiliencia cognitiva. ¿Y si no decimos ‘cerebro’? Si decimos que entornos ricos y estimulantes desarrollan una mayor cantidad de relaciones y una mayor capacidad de aprendizaje y resiliencia cognitiva, ¿estaríamos diciendo algo distinto? ¿Qué ganamos con saber que la ‘caída de la bolsa bursátil’ no es por causa de la fuerza gravitacional? Y no es que no sea interesante conocer las causas de los efectos de la gravitación, sino que no aplica en ese caso. Con todo, ¿qué significa proporcionar entornos ricos y estimulantes? ¿Acaso la vida social no proporciona todo el tiempo ese desafío? Otra vez: antes de que hubiera neurociencias, ¿no había entornos ricos y estimulantes? Si la respuesta es sí, dado que hemos brindado —durante milenios— esos espacios, sin necesidad de ese conocimiento, entonces la solicitud que hacen los autores resulta siendo redundante. Con el agravante de que quienes no brindan ese tipo de entornos, no van a pasar a brindarlos en virtud de una solicitud de esa naturaleza. ¡Por alguna razón no lo hacen, y esa razón no es la de estar desinformados!

No creo que sea asunto de las neurociencias hablar de un “desarrollo cerebral equilibrado y saludable”. Es más bien la vena moralista de los autores la que hace presencia, sirviéndose de un ropaje cientificista; el hecho es que, con ocasión de que en el cerebro se producen “podas sinápticas” (eliminación de conexiones no utilizadas), los autores demandan a padres, educadores, instituciones educativas y responsables de políticas públicas… proporcionar experiencias significativas y variadas. ¡Como si los autores estuvieran en posición de pontificar! ¡Como si padres, educadores y burócratas estuvieran pidiendo pontífice. Dizque se tomarían decisiones informadas al conocer cómo funciona el cerebro… pero, las demandas superfluas y moralistas ¿están enseñando algo a padres y a educadores? La demanda no pone al otro en posición de aprender, sino de obedecer. Pero, si pueden cumplir un papel activo en el desarrollo cognitivo y emocional de los jóvenes no es por comprender los principios de la neuroeducación explicitados, sino por su propia relación con la vida, con la sociedad, con la cultura, con el saber, con los jóvenes, con su deseo.

 

Ventanas de oportunidad 

Periodos durante los cuales el cerebro está más receptivo a producir habilidades cognitivas, emocionales y sociales: de 0 a 3 años (estímulos del entorno, bases para el desarrollo emocional y social), de 4 a 11 años (habilidades académicas: lectura, escritura y razonamiento lógico) y la adolescencia (maduración en la toma de decisiones y el control emocional). Piden, entonces, proporcionar una educación más adaptada a las necesidades individuales de cada niño, en atención a estas ventanas.

He ahí una comprensión etológica del ser humano. ¡Ojalá las cosas fueran así! Pero estamos hablando de seres hablantes, es decir, de aquellos que no atraviesan principalmente etapas de desarrollo, sino sobre todo duelos.

Y bien, como estas ideas que los autores traen a cuento son hallazgos recientes, hemos de entender que Freud, Einstein, Picasso, Stravinski, Eliot, Graham y Gandhi —retomo las personas que escogió Gardner para ilustrar sus inteligencias múltiples— fueron estimulados por el entorno, tuvieron habilidades académicas y maduraron en la toma de decisiones y el control emocional, sin que sus padres y maestros hubieran conocido las “ventanas de oportunidad” en términos de las neurociencias.

Entonces, ¿qué le agrega a la educación este tipo de demandas? Entendemos que es conocimiento propio de una disciplina, de manera que su recontextualización en el ámbito educativo no es achacable a la disciplina misma, sino a aquellos que hacen el ejercicio de adaptación, iluminados —como hemos visto— por buenos propósitos y posiciones moralistas, y desiluminados de los límites del objeto de las neurociencias.


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